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                                                                                                                                30 años de Armero, la furia de un volcán y el olvido de los hombres

                                                                                                                                Treinta años después de la catástrofe natural que acabó con Armero, un grupo de estudiantes visitó la población. Este es el panorama.

                                                                                                                                Jorge Manrique Grisales - ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

                                                                                                                                El 13 de noviembre de 1985 Armero quedó sepultado por la avalancha. Así luce hoy, 30 años después. / Lina Hincapié
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Hace 30 años, aventurarse en el lodo era algo que confrontaba el instinto de supervivencia y la impotencia de no poder ayudar a quienes yacían en medio de la sopa mortífera que bajó por el cañón del río Lagunilla. Veinticinco mil personas quedaron sepultadas allí. Hoy se puede caminar por la calle 12 de Armero, por donde se abrió paso la descomunal avalancha que se llevó la iglesia de San Lorenzo, los bancos, el comando de la Policía, la estación de Bomberos y la cárcel municipal, extendiendo sus brazos en todas las direcciones. Ese era el corazón de una ciudad donde se negociaba algodón, arroz, café, sorgo y maní. Hoy sólo hay jirones de esa población cubierta por la maleza y las hojas que perezosamente caen de los árboles.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Pero allí también hay una roca salida de las entrañas de la bestia, que, arrastrada por la avalancha, fue a parar cerca de lo que fue el Banco de Colombia y el cuartel de la Policía. “Le dicen la Asesina”, precisa Ómar Aragón. Con apariencia de meteorito prehistórico, parecía desafiante para mis estudiantes que no resistieron la tentación de subirse a tomarse fotos.

                                                                                                                                El corazón se encoge aún más con la tumba de la niña Omaira Sánchez. La creencia popular fue construyendo allí un santuario donde al turista le muestran el video y le venden objetos religiosos. A esta altura del recorrido, lo único que quería era agua para pasar el trago amargo de los últimos minutos de Omaira. En silencio observé las placas dejadas por la gente en las que le agradecen a la pequeña heroína favores y milagros. Allí estaba, en medio de centenares, una inscripción dejada por el exgobernador del Meta Alan Jara, secuestrado por las Farc.

                                                                                                                                “Mi esposa se llama Ilva de los Ríos, pero ya estamos separados. Ella vive en Fresno y mis hijos ya son profesionales. Trabajan en Bogotá e Ibagué y de vez en cuando pasan por aquí. Uno es abogado y el otro ingeniero”, cuenta Ómar Aragón.

                                                                                                                                “Yo permanezco aquí solamente de día. Vivo en Lérida y trabajo de ocho a seis. Sin embargo, a veces estando solo oigo personas hablando. Pero cuando miro no veo a nadie… Sé que hay mucha gente enterrada aquí donde estamos parados”, expresa.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Al llegar al hospital, Ómar habla con propiedad de esta edificación enterrada hasta el primer piso. La conoce muy bien pues allí nació hace 59 años y su esposa laboró en esa entidad en la parte de contabilidad. “Muchos no saben que este hospital tenía dos escaleras para llegar al segundo piso. Los que alcanzaron a subir a la terraza se salvaron de morir por la avalancha. Allí estuvieron varios días mientras los rescataron con helicópteros”, recuerda.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hoy, el segundo piso del hospital es habitado por murciélagos que al notar nuestra presencia revolotean por nuestras cabezas como en una especie de danza macabra. Las cicatrices de Armero se ven allí en los muros derruidos por el tiempo, los saqueadores y el olvido de los gobiernos de los últimos 30 años. “Yo conocí a muchos alcaldes de Armero Guayabal, incluso algunos de ellos sobrevivientes, a quienes siempre les dije que no podíamos dejar acabar el recuerdo de las familias. Simplemente ellos vienen todos los 13 de noviembre a tomarse las fotos y no pasa nada”, señala con un gesto de frustración.

                                                                                                                                El sol del mediodía aprieta y el hombre que vende los helados agotó su provisión gracias a la sed voraz de mis estudiantes que acabaron con todo lo que traía en su nevera de icopor. Se llama Luis Guillermo Moreno y cuando Armero desapareció tenía apenas tres años y vivía en el barrio Pueblo Nuevo. Desde entonces ha sobrevivido al abrigo de lo que fue su ciudad. Hoy recorre las tumbas en una moto ofreciendo helados a los visitantes.

                                                                                                                                 

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                * Esta crónica hace parte de un especial multimedia que realizó El Espectador con la Pontificia Universidad Javeriana (Cali). La versión completa está disponible en http://www.elespectador.com/files/especiales/armero/index.html.

                                                                                                                                El 13 de noviembre de 1985 Armero quedó sepultado por la avalancha. Así luce hoy, 30 años después. / Lina Hincapié
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Hace 30 años, aventurarse en el lodo era algo que confrontaba el instinto de supervivencia y la impotencia de no poder ayudar a quienes yacían en medio de la sopa mortífera que bajó por el cañón del río Lagunilla. Veinticinco mil personas quedaron sepultadas allí. Hoy se puede caminar por la calle 12 de Armero, por donde se abrió paso la descomunal avalancha que se llevó la iglesia de San Lorenzo, los bancos, el comando de la Policía, la estación de Bomberos y la cárcel municipal, extendiendo sus brazos en todas las direcciones. Ese era el corazón de una ciudad donde se negociaba algodón, arroz, café, sorgo y maní. Hoy sólo hay jirones de esa población cubierta por la maleza y las hojas que perezosamente caen de los árboles.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Pero allí también hay una roca salida de las entrañas de la bestia, que, arrastrada por la avalancha, fue a parar cerca de lo que fue el Banco de Colombia y el cuartel de la Policía. “Le dicen la Asesina”, precisa Ómar Aragón. Con apariencia de meteorito prehistórico, parecía desafiante para mis estudiantes que no resistieron la tentación de subirse a tomarse fotos.

                                                                                                                                El corazón se encoge aún más con la tumba de la niña Omaira Sánchez. La creencia popular fue construyendo allí un santuario donde al turista le muestran el video y le venden objetos religiosos. A esta altura del recorrido, lo único que quería era agua para pasar el trago amargo de los últimos minutos de Omaira. En silencio observé las placas dejadas por la gente en las que le agradecen a la pequeña heroína favores y milagros. Allí estaba, en medio de centenares, una inscripción dejada por el exgobernador del Meta Alan Jara, secuestrado por las Farc.

                                                                                                                                “Mi esposa se llama Ilva de los Ríos, pero ya estamos separados. Ella vive en Fresno y mis hijos ya son profesionales. Trabajan en Bogotá e Ibagué y de vez en cuando pasan por aquí. Uno es abogado y el otro ingeniero”, cuenta Ómar Aragón.

                                                                                                                                “Yo permanezco aquí solamente de día. Vivo en Lérida y trabajo de ocho a seis. Sin embargo, a veces estando solo oigo personas hablando. Pero cuando miro no veo a nadie… Sé que hay mucha gente enterrada aquí donde estamos parados”, expresa.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Al llegar al hospital, Ómar habla con propiedad de esta edificación enterrada hasta el primer piso. La conoce muy bien pues allí nació hace 59 años y su esposa laboró en esa entidad en la parte de contabilidad. “Muchos no saben que este hospital tenía dos escaleras para llegar al segundo piso. Los que alcanzaron a subir a la terraza se salvaron de morir por la avalancha. Allí estuvieron varios días mientras los rescataron con helicópteros”, recuerda.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hoy, el segundo piso del hospital es habitado por murciélagos que al notar nuestra presencia revolotean por nuestras cabezas como en una especie de danza macabra. Las cicatrices de Armero se ven allí en los muros derruidos por el tiempo, los saqueadores y el olvido de los gobiernos de los últimos 30 años. “Yo conocí a muchos alcaldes de Armero Guayabal, incluso algunos de ellos sobrevivientes, a quienes siempre les dije que no podíamos dejar acabar el recuerdo de las familias. Simplemente ellos vienen todos los 13 de noviembre a tomarse las fotos y no pasa nada”, señala con un gesto de frustración.

                                                                                                                                El sol del mediodía aprieta y el hombre que vende los helados agotó su provisión gracias a la sed voraz de mis estudiantes que acabaron con todo lo que traía en su nevera de icopor. Se llama Luis Guillermo Moreno y cuando Armero desapareció tenía apenas tres años y vivía en el barrio Pueblo Nuevo. Desde entonces ha sobrevivido al abrigo de lo que fue su ciudad. Hoy recorre las tumbas en una moto ofreciendo helados a los visitantes.

                                                                                                                                 

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                                                                                                                                Por Jorge Manrique Grisales - ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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