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Cali: de la sucursal del cielo a la sucursal de la resistencia

El siguiente es un extracto del capítulo Sobre el paro nacional y de Cali como epicentro del estallido social en Colombia, escrito por Ana Erazo, politóloga egresada de la Universidad del Valle, que hace parte del libro ¿Por qué estalló Colombia?, publicado recientemente por Controversia Editorial con la colaboración de varios autores y que reflexiona sobre las causas del estallido social que vivió el país en el 2021.

Ana Erazo*
28 de abril de 2022 - 02:00 p. m.
Desde el 28 de abril de 2021, Cali se convirtió en el epicentro de las confrontaciones entre manifestantes y la Fuerza Pública.
Desde el 28 de abril de 2021, Cali se convirtió en el epicentro de las confrontaciones entre manifestantes y la Fuerza Pública.
Foto: EFE
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¿Por qué Cali fue el epicentro del estallido social?

Cali, como todas las ciudades de América Latina, tuvo un acelerado, desordenado y confuso proceso de urbanización, que data de la década de los 60. Fundada en 1536, la ciudad tiene una particularidad estructural: ha sido epicentro de migraciones internas de Colombia en el suroccidente, que es muy diverso y trajo consigo nuevos retos que los gobiernos no asumieron.

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Desde 1960, la “sucursal del cielo” acuna comunidades indígenas, afrodescendientes, campesinos y campesinas del Chocó, Huila, Cauca y Nariño. Estas familias llegaron a la ciudad víctimas del desplazamiento forzado, ya sea por falta de oportunidades, por el conflicto armado o por el conflicto social que históricamente ha padecido nuestro país. Llegaron a Cali destechados, en duelo, sin empleo y con hambre. Es ahí donde radica la raíz de los problemas de Cali. Los gobiernos de turno no tuvieron la capacidad de dotarlos de condiciones mínimas de dignidad; en dicho contexto, miles de personas tuvieron que resolver su necesidad de techo construyendo asentamientos informales. Mientras las familias más ricas de Cali se apoderaron de los ejidos para hacer clubes, las comunidades se tomaron la tierra para construir barrios sin garantías de acueducto, alcantarillado y pavimentación. Una familia que no cuenta con vivienda digna será más vulnerable al no tener acceso a los demás derechos: educación y empleo. Santiago de Cali se encuentra entre las primeras cinco ciudades más importantes de Colombia. En ella habitan más de 2′228.000 personas, según el último censo del Dane (2018). La composición étnica del distrito se distribuye así: blancos y mestizos, 73,3 por ciento; afrocolombianos, afrodescendientes, mulatos, raizal y palenquero, 26,2 por ciento, y 0,5 por ciento, indígenas (Dane, 2005).

Esta diversidad étnica y complejidad estructural, que ha estado marginada históricamente de derechos y responsabilidades que debe otorgar el Estado, no ha sido tenida en cuenta por los gobiernos locales de los tres últimos períodos. Administraciones centradas en promover a Cali como un territorio para el desarrollo económico, logístico y financiero no pudieron consolidar un proyecto de ciudad que beneficiara a la mayoría de sus habitantes.

Por ahora, diré que Cali fue una ciudad dividida económica, territorial y físicamente en dos partes: la Cali del centro y la de las periferias oriente y ladera. La ciudad tiene un área de 619 kilómetros cuadrados. Doce de estos están destinados a la zona urbana, donde se registran 622.000 mil hogares (Alcaldía de Santiago de Cali). La ciudad se divide en 15 corregimientos y 22 comunas, mientras hace su tránsito a distrito, en el que desaparecerán las comunas y tendremos alrededor de 6 localidades.

La ciudad de las periferias, tanto en el oriente como en la ladera, alberga las miles de familias que llegaron desplazadas por la violencia social y armada. En estos territorios se ubican más de 110 asentamientos informales, junto a barrios legalmente constituidos en zonas abandona[1]das por el Estado. De esta manera se configura una Cali segregada, entre lo formal e informal, con altos niveles de pobreza y pobreza extrema.

La ciudad que se constituyó entre los 60 y los 90, tuvo muy poca planificación urbana y una débil intervención estatal en términos de garantías de derechos humanos, que sentaron las bases de una ciudad desigual. Posteriormente, se agudizaron sus problemas con el nuevo modelo de planeación estratégica, que profundizó los conflictos sociales y económicos.

Desde finales de la década de los 90, los gobiernos locales adoptaron políticas neoliberales siguiendo el proyecto de la élite empresarial. La “sucursal del cielo” no es más que la consolidación de “Cali como la capital de la salsa”, cuyo modelo que otrora era la industrialización y ofrecía empleos en Bavaria, Icolápiz, Good-Year, chiclets Adams y demás fábricas que desaparecieron en la ciudad, abrieron paso a un nuevo modelo de servicios que ofrece malls, hoteles, restaurantes y rumba por toda la ciudad.

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Según el Plan de Ordenamiento Territorial, Cali se debe consolidar como la ciudad líder de la región de la cuenca del Pacifico, para aprovechar las ventajas económicas comparativas a fin de identificar y favorecer acciones sobre el territorio que impulsen su competitividad (POT, 2014). Cali venía convirtiéndose en el centro logístico y financiero más importante del suroccidente colombiano, porque, además, se conecta con Buenaventura, el principal puerto marítimo transnacional. Con la puesta en marcha del SITM MIO, la construcción de las 21 megaobras y la configuración de festivales importantes de talla internacional, como el Festival de la Salsa y el Petronio Álvarez, la “sucursal del cielo” se construía como la “ciudad bonita”, que ofrece turismo para hacer negocios, mientras se baila salsa y currulao.

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A la par de que se materializaba dicho proyecto neoliberal, se agudizaron los problemas estructurales de quienes habitaban en zonas de ladera y oriente. Mientras la “sucursal del cielo” se ponía bonita, los problemas de acceso a la vivienda, el empleo y la educación se recrudecían, a lo que se sumaba la llegada de la pandemia del cóvid-19, que afectó a todos sin distinción de clase. Las consecuencias de las medidas tomadas para evitar la propagación: el confinamiento y las políticas nacionales que beneficiaron a la banca mundial y no a la ciudadanía, tuvieron fuertes efectos negativos. Según la Cepal, entre los sectores económicos más afectados por la pandemia se encuentra el turismo y con ello el impacto sobre la venta de servicios. El confinamiento redujo el número de turistas al ciento por ciento durante los tres primeros meses. Actualmente, el turismo se redujo en el mundo entre un veinte y un treinta por ciento, cifras que repercuten en el empleo y el ingreso económico de los hogares:

El turismo es uno de los sectores más afectados y su recuperación depende de la apertura de las fronteras en el mundo. En el 2020 se registró una reducción de entre un veinte y un treinta por ciento en el número de llegadas de turistas en el mundo, una caída mucho mayor que la observada en el 2009 (cuatro por ciento) (OMT, 2020). En un escenario en el que los ingresos por turismo disminuyeron un treinta por ciento en el 2020, el PIB se redujo 2,5, 0,8 y 0,3 puntos porcentuales en el Caribe, México y Cenroamérica, y América del Sur, respectivamente. Las repercusiones en el empleo, los ingresos de los hogares y los ingresos gubernamentales serían mayores en el Caribe, donde ese sector emplea unos 2,4 millones de personas y representa el 15,5 por ciento del PIB. Los efectos de la retracción del turismo se sentirían en particular a las micro y pequeñas empresas, cuyo peso en el sector de hoteles y restaurantes es enorme: el 99 por ciento de las empresas y el 77 por ciento del empleo (Cepal, 2020, p. 10).

En Cali, la tasa de ocupación del mercado laboral para el trimestre abril-junio del 2020 fue del 42,2 por ciento, una caída con respecto del 2019 de 17 puntos porcentuales. Estas cifras demuestran que con la pandemia se destruyeron 346.000 puestos de trabajo, la contracción de la tasa de ocupación más alta de los últimos 19 años (Ciec, 2020. Boletín 10, p. 5). Los sectores económicos más afectados fueron los artísticos y de entretenimiento, comercio, servicios de comida, industria manufacturera y alojamiento.

La pandemia tuvo impactos directos sobre jóvenes y mujeres. La tasa de desempleo entre los jóvenes de Cali en el trimestre móvil noviembre-diciembre del 2020 fue de 31,9 por ciento para las mujeres y de 20 por ciento para los hombres, un promedio general de 25,8 por ciento, la cifra más elevada en los últimos once años. Frente a los denominados “ni-nis”, que no tienen ni ocupación laboral ni están matriculados en un plantel educativo, el porcentaje de jóvenes en el trimestre móvil diciembre-febrero 2021 fue de 20,3 por ciento para los hombres y de 36 por ciento para las mujeres. El Paro Nacional, que comenzó el 28 de abril del 2021, tuvo a la juventud como a uno de los actores protagónicos de la protesta social. Estas cifras y estadísticas evidencian una pronunciada segregación social, espacial, racial y de género.

La juventud, que fue protagonista de la movilización, puso al descubierto una cruda realidad, que desembocó en un estallido social. Esta generación decidió romper el silencio y se levantó en rebeldía. Vivió por más de sesenta días en la sucursal de la resistencia para exigir sus derechos.

No cesó la horrible noche

Podría relatar el día a día de los dos meses de resistencia y el mar de emociones que vivió la ciudadanía desde aquel 28 de abril del 2021. Las organizaciones y movimientos sociales estaban coordinando la movilización y la decisión consistía en realizar plantones en varios puntos de salida de la ciudad. Estábamos a la expectativa; no sabíamos si los plantones iban a ser nutridos, o si el 28 de abril sería una movilización más. Una de las tantas que se hacen aquí en Colombia.

Siendo las ocho de la mañana, ya se escuchaban pitos y vuvuzelas en las calles. Los vecinos y vecinas fueron saliendo de sus casas con la esperanza de tumbar la reforma tributaria. Tal como lo expresaban, sus bolsillos no daban para más. Los puntos de concentración empezaron a llenarse de indignación. Antes de comenzar la marcha, el Esmad hacía presencia para dispersar a los manifestantes. No lo logró; se encontró con un pueblo enardecido, que desde muy temprano lo obligó a retirarse.

No había vehículos ni comercio abierto. Lo habíamos logrado: la ciudad se paralizó por completo. La movilización en la que me encontraba decidió marchar hasta el Centro de Administración Municipal (CAM). Hacia el mediodía ya se habían presentado saqueos de supermercados, y de bancos y graves actos violentos contra el CAM. A partir de la una de la tarde se decretó el toque de queda. Sin embargo, no hubo poder humano ni militar que hiciera respetar el toque de queda decretado por el alcalde. El resultado del día: saqueos, actos violentos, heridos y muertos.

La negativa de Iván Duque a la solicitud de retirar la reforma ocasionó que la gente siguiera en las calles y en los puntos de resistencia. La idea inicial era llegar hasta el histórico Primero de Mayo en las calles, pese al llamado de “movilización virtual” que orientó el Comité Nacional de Paro. Desde entonces, como organizaciones sociales, sabíamos que la movilización territorial se desarticularía del llamado nacional. Se consolidaron ollas comunitarias para resolver la alimentación y se levantaron barricadas para contener al Esmad, que desde el primer día asediaba a la movilización. La rutina de la juventud era llegar al punto, bloquear y, en coordinación con las vecinas del barrio, montar la olla para la preparación de los alimentos.

Al tercer día de movilización, el gobierno local, en cabeza de Jorge Iván Ospina, se desesperó y fijó como única salida la de aumentar la presencia policial y militar. Conjugado con el Decreto 575 del 2021, que autorizaba la asistencia militar, el alcalde respondió a la solicitud de SOS de la juventud con mayor represión estatal. Ahí comienza la horrible noche. La estrategia era permitir la movilización de día para atacar de noche. A Cali alcanzaron a llegar 4.500 hombres y mujeres de la Policía y las Fuerzas Armadas. Entre militares, Goes y Esmad pretendieron disolver a como diera lugar las manifestaciones en los más de 25 puntos de resistencia. Fue tal la fuerza popular que arribaron el ministro Diego Molano y el general Eduardo Enrique Zapateiro con el único objetivo de levantar los puntos de resistencia y acabar la movilización. Cali se había convertido en la Capital de la Resistencia.

De día vivíamos la esperanza de ver a la juventud vital salir a resistir, y en las noches llorábamos nuestros muertos. Muchos no entendían por qué tanta sangre derramada. Aquella juventud ya no tenía miedo. Era tanta la ilegitimidad y el odio hacia la fuerza pública que veíamos enfrentamientos de policía armada versus jóvenes con piedras, dispuestos a dar la vida si era necesario ¿Hasta dónde había sido conducida nuestra juventud que hasta había perdido el sentido del cuidado de la vida? Muchos expresaban que ya no tenían nada que perder. Que no tenían educación, no había trabajo y ni siquiera alimento en casa. Desde la instauración de las distintas ollas comunitarias, la mayoría de jóvenes preferían dormir ahí, ya que podían desayunar, almorzar y cenar. En diálogo con un joven de la primera línea de Puerto Resistencia me dijo: “Yo estoy aquí porque yo ya no seré nada en la vida, pero quiero que mis sobrinos sí lo sean”. Tenía 19 años. Esas palabras marcaron mi vida y dolor en el alma. ¿Cómo un joven de 19 años creía ya no ser nada en la vida?

Durante esos sesenta días de movilizaciones, Cali vivió la masacre más dolorosa de su historia. El 3 de mayo del 2021, mientras la comunidad llevaba a cabo una velatón, la Policía perpetró una masacre que marcó la difícil historia de Siloé. Esta ladera abandonada por el Estado quedó a merced de los grupos armados ilegales. Siloé ha sido un territorio en disputa entre las bacrim, las insurgencias, el paramilitarismo la fuerza de quienes lideran desde el arte y la cultura la plenitud de los derechos de los ninguneados.

Narran los líderes del barrio que había mucha sangre en el asfalto, sangre que yo misma pude ver. La masacre dejó tres personas asesinadas, una de ellos menor de edad, más varios heridos. Al siguiente día, en el territorio se dio una verdadera batalla urbana. Los vecinos y vecinas cuentan que jamás en su vida habían escuchado descargar tantas armas, ni sentido tanta zozobra por las balas disparadas desde los techos de las casas y por las rondas de los tres helicópteros que sobrevolaban el barrio. Ese día no hubo internet para dejar registro, pero ya las miradas internacionales estaban puestas sobre Siloé y Cali entera. De ahí en adelante, la estrategia de la fuerza pública tenía que cambiar.

Después tuvimos una tensa calma. El Esmad no volvió a los puntos de resistencia, pero a cambio vimos camionetas blancas, desde las cuales se disparaba a los manifestantes. Días antes, un edil de la comuna 22 (una comuna en la que viven sobre todo caleños y caleñas de estrato 6) amenazó con sacar armas si no levantaban los bloqueos. Y lo cumplieron. En la ciudad circularon varios videos y llegaron noticias de defensores de derechos humanos donde los protagonistas eran conductores de motos sin placas y camionetas con personas armadas que hacían disparos: era el paramilitarismo urbano en su máxima expresión. La Policía, mientras tanto, descansaba.

El domingo 9 de mayo se experimentó una nueva estrategia. La Minga Indígena, que vino a nuestra ciudad a acompañar la movilización desde el Cauca, fue atacada a tiros horas después de que el alcalde Jorge Iván Ospina les pidiera públicamente que se fuera de la ciudad. A los indígenas les dispararon civiles desde varias camionetas; hay videos que prueban que los agresores, en varias ocasiones, eran protegidos por la Policía. Hubo 17 indígenas heridos. Daniela Soto, joven y lideresa de la Minga, constituyó uno de los casos más graves, pues se debatió entre la vida y la muerte.

Otro de los días dolorosos para Cali fue el 28 de mayo, cuando de nuevo hombres civiles salieron a disparar a los manifestantes en la comuna 22. La Policía, además de llevarse de manera ilegal a varios manifestantes, torturó y obligó a denunciar al músico Álvaro Herrera mediante videos según los cuales él era un vándalo, cuando Cali había sido testigo de que era uno de los músicos del Cacerolazo Sinfónico. Hacía parte de los múltiples artistas que acompañaron las movilizaciones. Cómo lloramos la indolencia del gobierno de Iván Duque y nos sentíamos en una especie de pesadilla prolongada, de la que no podíamos despertar. Vivíamos a diario la horrible noche.

Aunque las cifras, aún están en disputa con la institucionalidad, según datos de la Comisión por la Vida, del Observatorio de Realidades Sociales de la Arquidiócesis de Cali (2019), el paro dejó más de 50 jóvenes asesinados. Llegamos a tener más de 100 desapariciones y aproximadamente 240 detenciones arbitrarias. Aún seguimos esperando verdad, justicia y reparación.

No todo fue tristeza… ¡La esperanza aún sigue viva!

Sin duda alguna lo acontecido en Cali también deja otra lectura más esperanzadora. El estallido social fue algo que ni las organizaciones sociales, que históricamente nos hemos movilizado, pudimos controlar. Nuestro rol fue exclusivamente de acompañamiento, pues la protagonista fue la juventud, que, de entrada, se posicionó como una nueva generación antiuribista. Durante esos sesenta días se expresó la solidaridad del vecindario, que legitimaba la movilización ante un gobierno indolente. Veíamos cómo donaba alimentos, ayudaba cuando arremetía el Esmad, salía a apoyar los plantones aun cuando jamás asistió a una marcha. Los profesionales también hicieron un aporte importante. El cuerpo médico dormía junto con los defensores de derechos humanos en los puntos de resistencia. Los abogados hicieron su mejor esfuerzo para garantizar el derecho a la protesta, y los medios alternativos se volvieron masivos. Logramos que Colombia entera escuchara la súplica por las reivindicaciones y que organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) viniera a Colombia.

En términos políticos, el estallido social debe analizarse como una experiencia que en tiempos muy cortos creó liderazgos nuevos y otras formas organizativas. Por supuesto que hubo errores; los egos políticos y la poca experiencia no permitieron avanzar en el diálogo, hasta que surgió la Unión de Resistencias Cali-URC, reconocida por el Decreto 0304 del 2021, expedido por la Alcaldía de Santiago de Cali. La URC fue el único actor político que pudo establecer mesa de negociación y que logró puntos importantes, como programas educativos, de empleabilidad y de acceso a seguridad alimentaria.

Lo más importante en los días del estallido fue la conciencia de clase que adquirieron miles de jóvenes, dispuestos a resistir desde el arte, desde la búsqueda de la soberanía alimentaria y desde el encuentro comunitario. En poco tiempo lograron reconocer por qué hoy no tienen acceso a sus derechos y por qué es justo exigirlos. Las nuevas formas organizativas y repertorios de lucha conformaron otro aspecto importante del paro. El tejido social que se formó alrededor de la “olla comunitaria” y “la palabra” en democracia directa ante la crisis de representatividad puso a la juventud a dialogar con la vecindad en asambleas populares y cabildos abiertos, en los que se tejieron relacionamientos entre los nuevos liderazgos con los liderazgos históricos de los barrios, en una estrategia que se denominó “barrio adentro”.

Hubo danzas, cantos y músicos. Paredes coloreadas con el grafiti y el mural, que expresan lo que la institucionalidad calla: que la Policía es cómplice de la sangre derramada, que no vamos a olvidar a nuestros muertos y que luchamos contra el uribismo como política. Una política que, además de ser neoliberal y arrasar con nuestros bienes y seres humanos, ejerce la violencia para ser poder. Cali soñó con una transformación del país desde el “cacerolazo sinfónico”, desde las danzas, desde el mural.

Un pacto por la vida digna

Nada podrá ser igual en Cali después del estallido social. En esos dos meses, el gobierno nacional negó incluso el derecho a protestar, al darle tratamiento de guerra a la movilización. Represión que dejó como saldo más de cincuenta personas asesinadas, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, cuerpos mutilados y sembrados en el río Cauca.

Han sido ya varias las décadas en las que no solo hemos vivido un acentuado conflicto social y político por el modelo económico impuesto, sino que, además, dicho modelo (actualmente basado en el extractivismo de nuestros bienes naturales) y el poder político se han logrado imponer y sostener a partir de la corrupción y la muerte. Tan solo en lo que va corrido desde la firma del Acuerdo de Paz han sido asesinados 1.229 líderes y lideresas sociales. No existen garantías democráticas para la oposición y en el 2020 medio millón de nuevos colombianos ingresaron a la condición de pobreza multidimensional por efectos de la pandemia y el mal manejo de los recursos nacionales, que, en lugar de ayudar a la gente con la renta básica, otorgó dineros al sector financiero. En la pandemia, una treintena de familias nuevas se enriquecieron, mientras una familia pobre tardará una década en reponerse económicamente (Oxfam, 2021).

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Según el Dane, el desempleo en la ciudad aumentó 27,5 por ciento y se encuentra por encima de la media nacional. Este contexto, que agudizó los históricos problemas que ya padecía la ciudad, nos ha llevado también a otros niveles de acción y comprensión política.

Muchos caleños y caleñas han venido adquiriendo una conciencia de clase, que no solo se expresa en la movilización social, sino también en las urnas. En Cali ganó el sí en el plebiscito para refrendar o no el Acuerdo de Paz, y lo mismo la consulta anticorrupción. También la ciudad votó por una opción de gobierno distinta, representada por la Colombia Humana. Todo esto representa la necesidad de un cambio en la democracia representativa. En el marco del Paro Nacional, una de las preocupaciones centrales del movimiento social y político fue la coyuntura electoral del 2022. Las amenazas de una posible declaratoria de estado de conmoción, sumadas a la misma estrategia de desprestigio contra el comunismo y las insurgencias señalados de querer “destrozar” el país y su economía, podrían afectar las elecciones parlamentarias y presidenciales del 2022.

Un paro inteligente

Después del primer mes de movilización, empezamos a ver dinámicas que podrían transformar la legitimidad de la lucha. En algunos puntos de resistencia comenzaron a llegar grupos armados y pandillas que pretendían ganar territorios, ante lo cual debíamos rechazar cualquier intento de afectación a la acción legítima de las manifestaciones. Siloé fue el primer punto de resistencia, que entendió que la lucha también se puede dar desde el debate, la construcción comunitaria y la pedagogía sobre la legitimidad de las acciones. El punto donde se vivieron una masacre y dos días de terror dio ejemplo al levantar su movilización y declarar que se trabajaría “barrio adentro”. Y así se logró que la palabra se posicionara en toda la ciudad, incluso para hablar de elecciones.

Ante una institucionalidad que le dio la espalda a la movilización social, la tarea fue formar liderazgos que entendieran que debíamos articular la lucha social con la disputa institucional. Es ahí donde nos encontramos. Sabemos que, tras tantos años de corrupción y de un Estado violador de los derechos, la recomposición social hacia una vida más digna será un proceso. La institucionalidad requiere representantes de las necesidades del pueblo y un pueblo organizado para construir el poder popular. Lo esperanzador del estallido social es que cada día avanzamos más en dicha conciencia política y en una nueva generación más decidida, que grita con emoción: “¡Uribe, basta ya!”.

*Ana Erazo es politóloga egresada de la Universidad del Valle, Especialista en Gestión Pública de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) y magíster en Estudios Urbanos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Ecuador). Lideresa y defensora de derechos humanos y ambientales. Feminista popular y comunitaria en construcción. Actualmente es concejala de Cali por el partido Polo Democrático Alternativo, período 2020-2023

Por Ana Erazo*

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arturo(6208)29 de abril de 2022 - 02:11 a. m.
Respeten a Cali Cali no es ciudad de hampones vándalos drogadictos es una ciudad trabajadora fuerza esmad duro contra esos hampones
Norma(12580)28 de abril de 2022 - 05:14 p. m.
Excelente análisis, con una aguda mirada panorámica de Cali Ciudad, y sus relaciones con el país y sus instituciones que parecen funcionar solo para el estratos 6. El clasismo, el racismo, la concentración de la riqueza y el abandono total de los pobres que no ven futuro aunque lo intenten, es una clara radiografía del país. Este tipo de reflexión, sereno y claro, contribuye a la concientización.
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