Todos conocían el horror que vivió Carolina Boetti y guardaron silencio. Pero qué más daba. Corrían los últimos años de la dictadura militar en Rosario, y ella era una de las incorregibles, las disfrazadas, las raras, las travas.
Qué importaba si la aprehendían mientras compraba el pan para el desayuno. Las normas se escudaban en la “moralidad pública” y cualquier disidencia sexual merecía una buena paliza y hasta 120 días de encierro.
Por Pilar Cuartas Rodríguez
Periodista y abogada. Coordina la primera sección de “género y diversidad” de El Espectador, que produce Las Igualadas y La Disidencia. También ha sido redactora de Investigación. @pilar4aspcuartas@elespectador.com
Temas recomendados:
Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación