Carolina Boetti, la primera trans reparada por culpa de la dictadura argentina
Carolina Boetti hizo historia en América Latina, pues el jueves 17 de mayo de 2018 se convirtió en la primera mujer trans reparada por culpa de una dictadura. El reconocimiento se hizo en las instalaciones de la Gobernación de Santa Fe, en Rosario (Argentina), donde hace cuarenta años uniformados oficiales intentaron sistemáticamente anularle cualquier asomo de dignidad por el hecho de ser trans.
Pilar Cuartas Rodríguez
Todos conocían el horror que vivió Carolina Boetti y guardaron silencio. Pero qué más daba. Corrían los últimos años de la dictadura militar en Rosario, y ella era una de las incorregibles, las disfrazadas, las raras, las travas.
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Todos conocían el horror que vivió Carolina Boetti y guardaron silencio. Pero qué más daba. Corrían los últimos años de la dictadura militar en Rosario, y ella era una de las incorregibles, las disfrazadas, las raras, las travas.
Qué importaba si la aprehendían mientras compraba el pan para el desayuno. Las normas se escudaban en la “moralidad pública” y cualquier disidencia sexual merecía una buena paliza y hasta 120 días de encierro.
Qué importaba si las trans se lanzaban de un tercer piso prefiriendo la muerte antes que la tortura. Perseguirlas era legal. Una persecución ciega, injusta y obtusa, pero “legal”.
Carolina ni ninguna otra tenían derecho a existir y las obligaron a exiliarse. Todos lo sabían y todos lo callaban. Así, año tras año, hasta que pasaron casi cuatro décadas.
Quizá por eso cuando llegó la hora de su reparación no soltó ni una lágrima. Era el jueves 17 de mayo de 2018 y el mundo lamentaba la muerte reciente de Tom Wolfe, cronista estadounidense considerado el padre del “nuevo periodismo”. Unos sesenta palestinos eran asesinados por las fuerzas de seguridad israelíes cerca de la franja de Gaza. El Reino Unido se preparaba para la boda del príncipe Harry y la actriz Megan Markle, y Hawái atendía la explosión más poderosa del volcán Kilauea, uno de los más activos del mundo. Mientras tanto, en Rosario, Carolina Boetti hacía historia en América Latina, convirtiéndose en la primera mujer trans reparada por culpa de una dictadura.
Era época de otoño. Carolina llegó a las instalaciones de la Gobernación de Santa Fe, en Rosario, subió los quince escalones de la entrada principal y le dio la espalda a la Plaza San Martín, más bien a su pasado. Allí, cuarenta años antes, uniformados oficiales intentaron sistemáticamente anularle cualquier asomo de dignidad por el hecho de ser trans.
“¡Arriba los torcidos, arriba los torcidos!”, les gritaban a las trans los borregos de la dictadura a las 6.00 a.m. mientras las requisaban y las desnudaban en la Plaza San Martín.
Vestía un traje negro, del mismo color que la sombra en sus párpados; saludó a sus amigas y caminaron juntas hacia la sala donde el mandatario provincial, Miguel Lifschitz, aguardaba. Creía que se trataba de una reunión rutinaria, pero de repente el gobernador le dio un beso en la mejilla y dejó en sus manos la resolución que le concedió una pensión vitalicia.
“Quedé suspendida en el tiempo: estaba en el mismo lugar adonde nos llevaban detenidas. Donde hoy queda la Gobernación funcionó en la dictadura la Jefatura de la Policía”.
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Carolina recuerda hoy aquellos días de dolor desde su sala de comedor. Camina con delicadeza hacia el estante donde guarda celosamente el documento. Lleva encima un pantalón, un saco negro y una bufanda verde que contrasta con su cabellera amarilla. Se ve serena y cansada. Mueve suave sus dedos y admite el agotamiento de tener que volver a los días de la dictadura para los medios.
“¿Querés mate? Porque voy a poner el agua”.
Con la misma calma parecía transcurrir aquel 17 de mayo. Estaba perpleja, sin amenaza de llanto y en medio de uno torrencial en los ojos de sus compañeras de lucha que, como ella, semanas después también fueron reparadas. La inverosimilitud de la situación era apenas lógica. En esas mismas paredes, Carolina fue encarcelada una decena de veces.
El Estado reconocía por fin su error; tardó, pero llegó. Y ella culminó su espera a los 54 años desafiando las estadísticas que la daban por muerta a los 42. Tal vez por eso vivió sin detallar el futuro y creyendo que trabajaría eternamente para subsistir.
“¿Se escucha bien?”, pregunta Carolina desde la cocina. Ya calentó el agua y trajo con ella una bandeja con mate, azúcar, torta de vainilla y chocolate.
“Lo importante es que se grabe bien”. Toma un sorbo de mate y rememora: “Nosotras mismas nos poníamos las hormonas, las siliconas industriales en la cola, en la cara y el pecho. Recuerdo un día que mientras yo tomaba mate con mi novio, una amiga me puso silicona en la cara. Tenía veinte años. ¿Te das cuenta de la ignorancia? En aquel momento no conocíamos otra cosa”.
Ahora vive en el centro de la ciudad, en un apartamento esquinero donde prevalecen el rojo en las paredes y los cuadros de tigres y geishas en croché. Los tejió su hermana. Agarra sus gafas y mira el celular. Muestra un recorte de La Capital: “Conocidos homosexuales paseaban por la calle vestidos de mujeres”, tituló el diario el 14 de noviembre de 1980 en la página 21 de su edición impresa.
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La prensa contó ese día que dos jóvenes de 16 y 17 años con el cabello “ostentosamente teñido”, entre corto y largo, maquillados y vistiendo pantalones “estrechísimos”, “no pudieron justificar sus medios de vida” y “se les detuvo imputados de infracción a los artículos del Código de Faltas por Homosexualidad, presentar imagen del sexo contrario y vagancia”, que merecían hasta cuatro meses de arresto o multa de hasta 20.000 pesos.
A Carolina le incomoda leer en voz alta esas narraciones, que durante horas buscó en la hemeroteca municipal para adjuntarlas al proceso y que las autoridades le creyeran.
A comienzos de 2017, la Subsecretaría de Políticas de Diversidad Sexual y la Secretaría de Derechos Humanos la convocaron a ella y a otras diez sobrevivientes de la dictadura en Rosario, reconstruyeron sus recuerdos y presentaron las solicitudes de reparación histórica. Carolina las creía irreales. Y lo eran. Hasta ese momento, la Ley 13.298 de 2012 de la provincia de Santa Fe establecía la reparación económica para los presos políticos, estudiantiles y sindicales de la última dictadura militar (entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983).
Nadie habló de orientación sexual ni identidad género, pero todos sabían que el Comando Cóndor y el Comando de Moralidad de las Fuerzas Armadas y de Seguridad habían tenido la misión de perseguir a los gais y las trans en la dictadura. Hacerlos trizas.
Presos políticos que habían compartido celda con las trans testificaron ante la justicia los maltratos a los que eran sometidas, al igual que un funcionario cercano a la jueza Liliana Puccio, quien determinaba en aquella época la comisión de las faltas. La misma mujer que ordenó expulsar de un restaurante a Carolina y una amiga porque le parecía inaudito cohabitarlo con las “desviadas”.
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A los doce años, Carolina Boetti descubrió el teatro. Luego de las jornadas de talleres, el niño que se creía homosexual paseaba por la Plaza Pinasco, donde vio por primera vez a una trans: Betiana Tuccio. “Quiero ser como ella”, pensó. Nunca nadie logró impedírselo. Ni la Policía, ni sus maestras, ni su familia. Eso sí, fue suprimida por todos ellos. Se emancipó a los 16 años, cuando empezó a caer detenida por ser “ella” y no “él”. Su cabello ya lucía largo y sus cejas estaban depiladas.
Les decían los travestis. Eran tabúes y mal miradas. Las puertas se cerraban en sus caras, no podían alquilar apartamentos y vivían arrinconadas en pensiones donde pagaban el doble para poder dormir allí.
Un grupo de cuarenta trans excluidas de sus casas se las arreglaron para vivir en dos, tres o cuatro pensiones en la misma cuadra. Construyeron su propia familia y convirtieron el trabajo sexual en su soporte económico. Así que cuando una caía presa, la otra acudía a la Jefatura de Policía para llevarle comida casera, recién cocida. La visitante se ponía el único pantalón y la camisa que guardaba en el armario, y engominaba su cabello. Ni una gota de maquillaje ni tacones. Iba disfrazada de hombre porque si se viera como mujer también sería encarcelada.
No había derecho a enfermarse porque hasta el hospital llegaba la Policía para llevárselas. Si se movilizaban en taxi debían agacharse, porque en caso de ir sentadas cualquier patrullero las capturaba. Otras tenían que transarse con sexo o dinero para evitar el encierro.
“Recuerdo que estaba trabajando en una esquina y vi a un policía. Empecé a correr de la desesperación, me metí a un hospital y entré justo en la sala donde estaban operando. Los médicos quedaron en shock, yo estaba ahogada. Un policía ingresó, me esposó y me llevó”.
Otras trans preferían la muerte. El 1° de agosto de 1980, una de ellas se arrojó a las 10.15 a.m. del segundo piso del Palacio de la Jefatura. Tenía 16 años, cayó sobre el techo de un automóvil y fue trasladada al Hospital Central de Emergencias Clemente Álvarez. A nadie le importó, ni siquiera a la prensa, que aclaró que el carro amortiguó “el golpe” y le “salvó la vida”. Un episodio sin gravedad y del que se sobrepondría en breve para luego ser castigada.
Al mes siguiente, el 16 de septiembre de 1980, un nuevo titular apareció en la página 21 de La Capital: “La dama era un caballero”. El reportero contó en su texto que “los excesivos arreglos y atributos de una mujer”, más “su alegre contoneo llamaron la atención de una brigada de investigaciones” que patrullaba la zona céntrica de la ciudad. No solo la describió, también escribió su nombre, edad, domicilio y profesión. Estaba “maquillado”, “con sus labios muy pintados”, pulseras en sus manos, pero sobre todo “no dejaba de tintinear” mientras era conducido a la Jefatura de Policía.
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Tras los barrotes, los días eran aun más cruentos. Los guardias de seguridad dejaban las rejas de las trans abiertas para que delincuentes entraran con un cuchillo, lo acercaran a sus cuellos y las obligaran a bajarse los calzones para violarlas.
Siempre supieron que debían irse del país, aun cuando acabó la dictadura. Ni siquiera tuvieron derecho de ver al papa Juan Pablo II aquel abril de 1987, cuando visitó Rosario. Carolina rememora aquella noche en la que la Policía les indicó a las trabajadoras sexuales que llegaran a un punto ubicado a pocas cuadras de donde estaban. Cuando cumplieron, los uniformados las emboscaron y se las llevaron detenidas durante semanas.
“No queríamos ver al papa. Si hubiese tenido la oportunidad, tal vez hubiese ido. Pero en ese momento estaba la Liga de la Decencia, mujeres de alta sociedad conectadas con la Iglesia. Y ellas hacían y deshacían”.
En 1989 Carolina se fue a Italia.
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Las trans en Rosario nunca se permitieron olvidar a las otras. Si una lograba irse a Europa, prometía enviarle dinero a la que quedaba en Argentina para que pudiera huir: una cadena de préstamos hasta que todas estuvieran a salvo. Muchas murieron en la espera, asesinadas por la Fuerza Pública, enfermas por no poder ir a un hospital o drogadas por la depresión.
Ana Lía le prestó dinero a Carolina para que, en 1989, pisara Roma.
“Significó la libertad; salí del infierno. Era como el futuro, como es ahora en Argentina. Éramos libres. Lo triste fue darme cuenta de que habíamos naturalizado la persecución por creer que era lo que nos tocaba”.
Carolina vivió en Italia durante 25 años, al principio como prostituta hasta que se enamoró. Convivió con él durante siete años. Aprendió italiano, estudió peluquería y ejerció como promotora de Herbalife, cuidadora de ancianos y artista de espectáculos. Pero las cosas se complicaron cuando empezó la gran depresión económica, pues no tenía suficiente dinero para pagar el alquiler de 1.000 euros. Un día se levantó malhumorada, ya no tenía pareja y había roto la relación con su compañera de inquilinato.
Alguien rumoró que las cosas estaban cambiando para las trans en Argentina y se subió a un avión de vuelta en 2009. Planeó una estadía pasajera, pero de nuevo llegó la dramaturgia. Montó un negocio para vender carteras y zapatos, y uno de sus clientes era utilero en una obra de teatro. La invitó una tarde a un ensayo y Carolina volvió a echar raíces. Adelantó entonces un profesorado en teatro.
“Once mujeres trans, de las cuarenta, sobrevivimos porque tuvimos la oportunidad de irnos”.
Tras décadas de sufrimiento, se reencontraron para contar su verdad. Quedó consignada en la resolución 853 del 15 de mayo de 2018 de la Caja de Pensiones Sociales de Santa Fe: “Las mujeres trans fueron víctimas de persecución y privadas ilícitamente de su libertad en razón de su identidad de género, identidad que se exteriorizaba en contra de la vigencia de los valores de la moralidad cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad de ser argentino, cuya defensa (entendida según los criterios de la junta militar) formaba parte de los objetivos que se dieron las FF. AA., en los llamados documentos básicos y bases políticas de las FF. AA. para el proceso de reorganización nacional”.
Por primera vez, el Estado que las había obviado en el informe de memoria “Nunca más”, donde se narraron las atrocidades de la dictadura argentina, las miró. El activista Carlos Jáuregui sostuvo en una ocasión que una fuente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) le reveló que unas 400 personas “homosexuales” habían sido torturadas, violadas y asesinadas durante la dictadura, pero que se omitieron en el informe por presiones de la Iglesia católica. Nadie conoce una versión oficial al respecto.
“Siempre pensé que iba a morir joven”. Carolina tiene 55 años. Lo primero que pagó con su primera pensión fueron deudas. Sus días transcurren entre las clases de computación, sus presentaciones artísticas en varietés y los ensayos de la obra de teatro Finalmente reparadas, en la que junto a otras cuatro víctimas de la dictadura narra en primera persona su calvario.
“La pensión nos salvó la vida a todas, porque muchas compañeras están enfermas”.
¿De qué se enfermaron?
“Son cosas personales. Hoy dispongo al menos de un dinero; es dignidad, tranquilidad y futuro”.
Luego de su reparación, otras treinta mujeres trans en Santa Fe han recibido el reconocimiento. Se estima que 1.200 personas en la provincia pertenecen al colectivo trans; sin embargo, no hay un censo oficial que las identifique con exactitud. Lo cierto es que hoy Rosario es una ciudad nueva.
Carolina Boetti figura con ese nombre en su documento de identidad. Solo falta hacer la modificación en su pasaporte italiano. Camina tranquila por las calles rosarinas sin temor a disfrutar del río. Recompuso los lazos con su familia, conversa con su madre, de ochenta años, y vive pendiente de sus amigas. Nunca tuvo oportunidad de pensar en hijos y tampoco se sintió capacitada para tenerlos. Quiere recuperar su privacidad, por eso habla poco. Sus compañeras de dictadura no quieren exponer de nuevo el pasado en los medios y se niegan a hablar sobre ello.
Afirma que el cuerpo ha mutado. Los días en que las travas eran las raras se acabaron. Celebra hoy la visibilización de varones trans, tortas, travestis, identidades no binarias y todo lo que venga.
¿Y tú cómo te identificas?
“Me gusta ser lo que soy: no soy ni mujer ni varón, soy trans, orgullosa. Sé lo que tengo y lo que no, no soy una mujer biológica. Respeto a las que dicen que sí. Lo que pido es que no me ofendan”.
Carolina, ¿una foto para esta historia?
“¡Ay, foto no! No me maquillé para foto”.
*Este texto es producto del Taller de Crónica Cultural “Rosario, una ciudad anfibia”, dictado por Cristina Fallarás en el marco del Festival Pensamiento Contemporáneo (Rosario, Argentina, mayo de 2019).