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Yazury Dumaza tenía cuatro años, la primera vez que vio una cámara. Fue en Bojayá, Chocó, a donde su familia se desplazó por el conflicto armado en la comunidad embera de Charco Gallo. De esa época tiene recuerdos difusos sobre su hogar, aunque permanecen otros muy claros: “en mi memoria siempre está el señor que tomaba fotos en el río, en Bellavista (cabecera urbana); él era el único fotógrafo del pueblo y siempre hacía retratos en el río”.
Dumaza hoy tiene 25 años y conoce muy bien los ríos y los espesos caminos de la selva en las subregiones de Chocó. “Hasta mis tres añitos estuve en Charco Gallo y después nos comenzamos a mover con mi familia por el conflicto, nos desplazamos al menos siete veces. De Bojayá nos fuimos después de la masacre de 2002, no recuerdo bien el suceso, pero sí a mi mamá muy afectada por eso. Ella quería que yo estudiara y nos tocaba movernos mucho”, recuerda.
Un año después de la tragedia en Bojayá, Yazury volvió con su familia al municipio y se asentaron en Bellavista. Cuando regresaron, quisieron tener una foto familiar y le pagaron al fotógrafo del pueblo, el mismo del río que ella recordaba de su primera visita. “Nosotros somos embera dóvida – que significa gente de río –. Yo estaba tan emocionada que en el momento en el que iban a tomar la foto me caí al río, nos tomaron la foto y yo salí toda mojada. En esos días le pregunté a mi mamá por qué solamente había un señor tomando fotos, por qué no había alguien más”.
Junio de 2024. Yazury cuenta esa historia con una cámara profesional de fotografía en sus manos. Está en Istmina, alistando sandalias, ropa y algunos alimentos para salir al casco urbano de Medio Baudó, llamado Puerto Meluk, y
tomar un bote durante tres horas hasta Pie de Pató, el centro de Alto Baudó. Trabaja hoy como mediadora intercultural de Médicos Sin Fronteras (MSF) en este municipio y, aunque en su labor no suele tomar fotos, esta vez será diferente. En días pasados estuvo en un taller con la fotógrafa Fernanda Pineda, documentalista y directora de Páramo Films y con otras nueve compañeras que trabajan para MSF.
Durante el taller aprendió elementos técnicos de la fotografía, cuestionó las formas en que se representa a las comunidades indígenas y afro públicamente y conoció otras formas de retratar realidades. MSF invitó a Fernanda Pineda a realizar una coproducción en la que se retratara las afectaciones que el conflicto y los vacíos institucionales han dejado en este territorio. Junto a Yazury, tuvieron el objetivo de adentrarse en comunidades rurales de Alto Baudó para registrar el confinamiento desde una mirada distinta, una que tenga en cuenta las voces de las comunidades, de las mujeres y de aquellas personas que día a día viven las consecuencias del conflicto armado en la zona.
Chocó, en medio del conflicto
Pese a la firma del Acuerdo de Paz en 2016, la situación en Chocó no ha mejorado. Han existido, eso sí, momentos menos tensos que otros por ceses al fuego y negociaciones con grupos armados. Uno de los problemas que se ha acentuado en los últimos años es el del confinamiento: a raíz de combates e instalación de minas antipersonales, toques de queda y amenazas, cientos de familias, tanto afro como embera, se han visto obligadas a quedarse en territorios en el que día a día aparecen nuevas fronteras invisibles.
De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), en 2023 más de 40.000 habitantes se vieron obligados a confinarse en Chocó. Alto Baudó fue el segundo municipio de ese departamento con afectación por conflicto armado, con 5.758 de los registros de la Unidad para las Víctimas.
“La primera vez que yo tomé fotos fue con un teléfono cuando fui a Medellín a conocer, tenía nueve años y estaba muy emocionada y quería tomar muchas fotos para llevárselas a mis tíos, a mis papás, a todas las personas de mi alrededor. Me gustaba mucho que todas quedaran en una memoria, que eso que yo hacía se convertía en un recuerdo. Ahora pienso en que estas fotos que voy a hacer lleguen mucha gente para que sepan lo que está pasando en Alto Baudó”, cuenta Yazuuy.
En esta subregión pasan muchas cosas que no suelen aparecer en la agenda nacional. Yazury, desde abril de 2022, ha visitado con MSF comunidades rurales dispersas, muy lejanas, en donde es casi imposible acceder a la atención médica. En algunas, pueden ser necesarias 15 horas en bote para llegar a un puesto de salud, en donde no suelen tener insumos suficientes para atender emergencias.
La doctora Altair Saveedra, coordinadora médica de MSF en Colombia, explica que, en casos graves, los pacientes quedan en medio de una situación muy dolorosa: “Pensemos que a un familiar tuyo en Puesto Indio se fractura gravemente. Para ir al puesto de salud primario en Pie de Pató necesitas pagar la lancha, pero no tienes los 80 mil pesos o más que vale; y si los consigues, pueden ser hasta 6 horas de viaje solo en río. Allí te remiten dos horas hasta el casco urbano de Medio Baudó donde debes tomar una ambulancia. Pero si la ambulancia está en Quibdó, tienes que conseguir un transporte particular que tarda cuatro horas; y si llegas, después de 12 horas, debes esperar a ver si te atienden en un hospital que lleva años intervenido”.
Como mediadora cultural, Yazury ha visitado con MSF varias veces los poblados de Chachajo, Puesto Indio y Mojaudó. Acompaña a los equipos médicos y en otras ocasiones hace la labor de intérprete en las capacitaciones con los agentes y promotores de salud locales para que, en caso de que alguien se enferme, al menos tenga a una persona en la comunidad que pueda detectar los síntomas y conocer las rutas de emergencia médica. Ahora, visitando esos mismos lugares como fotógrafa, dice que recuerda muchas frases que le han dicho personas que viven confinadas: “No puedo ir a pescar, no puedo ir a cazar al monte, uno a veces prefiere pasar hambre, tengo miedo de ir a la montaña o de que una mina me vaya a matar, no duermo bien”.
Cuando comenzó a visitar con MSF estas comunidades lejanas de los cascos urbanos, Yazury reafirmó la importancia de formar a personas en atención básica en salud. “Además del territorio, que yo veo que cada vez está más enfermo por la minería, por la contaminación, por la falta de cultivos, también hay comunidades que no tienen la atención médica ya sea tradicional, porque los jaibanás (sabedores espirituales emberá) a veces no tienen los elementos que tenían antes para curar justamente por esos confinamientos, y tampoco medicamentos de la medicina occidental”.
En estos últimos dos años y medio, Yazury ha trabajado mediando entre las comunidades embera y los profesionales que no hablan su idioma. Sin su trabajo y el del equipo de involucramiento comunitario, la organización no habría alcanzado más de 10.000 consultas médicas ni habría podido apoyar más de 2.000 remisiones a centros médicos, de los cuales 1.303 casos eran urgentes. “Muchas veces ayudé para entender lo que le pasaba a una persona en un lugar lejano y que llegara rápido el bote y luego la llevaran a un centro médico; había casos de personas con heridas, mordeduras de serpiente, embarazos de riesgo, todo esto necesita atención urgente”, cuenta Yazury.
La sanación
Existe una constante en las comunidades de Chachajo, Puesto Indio y Mojaudó. La vida está limitada por el confinamiento. La gente tiene miedo; está encerrada en su propio territorio y no puede salir muy lejos a pescar, cazar, cultivar o cosechar, que en la zona son las principales fuentes de sustento. Tienen miedo de que los jóvenes sean reclutados por los grupos armados y saben que hay mujeres que se han quitado la vida en medio de las condiciones del confinamiento y que sus casas queden abandonadas con huecos de balas.
En su visita como fotógrafa, Yazury y sus compañeras, Angélica Rojo, Malory Mogollón y Leslie Valencia, formaron un equipo de producción liderado por Fernanda Pineda y documentaron la vida en el encierro. Pero también quisieron resaltar las formas propias de sanación y resistencia de las comunidades. Para ello, invitaron a siete curanderas tradicionales a sanar simbólicamente fotos que reflejaban ese panorama sombrío y difícil.
Cada mujer rasgó una imagen para curarla con suturas, hierbas o baños con plantas que tomaron de sus huertas. “Este proyecto da cuenta del diálogo intercultural que MSF ha promovido en torno a la salud. Las mujeres sanadoras continúan siendo referentes para los pobladores, que buscan al agente comunitario de MSF cuando la curandera no tiene una solución”, cuenta la doctora Altair Saveedra. En el proyecto fotográfico, las sanadoras mostraron lo que hacen, pero esta vez con imágenes que reflejan los malestares.
Teolinda Castro, sanadora en Mojaudó, curó con la flor de ‘resucito’ la foto de la escuela en donde en 2023 hubo un enfrentamiento armado que dejó las paredes y el techo agujereados. “La planta de resucito sirve para curar el dolor. Si mi niño me dice ‘Ay, mama, me duele la cabeza’, yo voy y cojo el resucito y le baño la cabecita”, dice antes de recordar el temor que sintió. “El día que pasó lo de la escuela yo me metí debajo de la cama porque pensé: ¿Será que me voy a morir? Si se me sube la presión, aquí me muero, entonces me quedé quietica”.
“Yo había visto a estas señoras antes, pero yo era más intérprete y hablábamos sobre temas de pastillas, tratamientos… no conocía en profundidad sobre ellas y sus vidas. Escucharlas me sirvió mucho para darme cuenta de que eso que uno ve incurable se puede sanar”, cuenta Yazury, quien, después de estos dos años, ha conocido también otras maneras de retratar. “No quisiera que la gente se quede con esa imagen de Chocó que siempre se muestra en los noticieros, los retratos pueden mostrar otras cosas, como ese momento de felicidad cuando era niña que tomó el fotógrafo del río”.