Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La certeza de la gravedad del Coronavirus tardó en llegar a los barrios incrustados al norte de los cerros orientales de Bogotá. Al principio, si acaso, aparecían rumores de la presencia de un virus por el que había que mantener cierta distancia entre personas y, sobre todo, lavarse muy bien las manos. De acuerdo con el testimonio de algunos de los habitantes de la parte alta del sector El Codito, ambas medidas les parecían absurdas y, como siempre, lejanas a su realidad: viven en promedio 4 personas en pequeñas casas apiñadas (algunas realmente son familias numerosas de 7 u 8 personas) y lavarse las manos con la frecuencia propuesta por las campañas de prevención —al menos 10 veces al día— era impensable para un barrio que lleva 20 años exigiendo sin éxito la conexión al agua y al alcantarillado.
Por eso, el jueves 23 de abril, habitantes de los sectores Villas de la Capilla, Capilla, Lomitas 1 y Lomitas 2, presentaron una tutela que hoy tiene en sus manos la Jueza María del Pilar Forero del Juzgado 10 Civil Municipal de Bogotá, con el objetivo de que sus derecho fundamental al agua se les garantice, por lo menos, mientras dure la emergencia sanitaria y social decretada por el Gobierno Nacional.
“A mí me da muchísima tristeza que a las entidades que tanto nos han visitado, sabiendo que no tenemos agua, ni el coronavirus les ablande el corazón”, le dijo a su comunidad Sixta Bautista, presidenta de la Junta de Acción Comunal del barrio Villas de la Capilla, a través de un audio de WhatsApp y a unos pocos días de conocerse la decisión del confinamiento. Para el momento, preveían el hambre, la imposibilidad de trabajar el día a día y la falta de acceso al agua como las grandes amenazas y carencias de la cuarentena.
A hoy, un mes después del inicio de la emergencia, no han recibido más que ayuda de grupos de voluntarios con mercados y tres carrotanques de agua, suficientes apenas para abastecer una semana a 36 familias de 700 que viven en el sector, según los cálculos de Patricia Puentes, otra de las lideresas del barrio. Ella hace parte del Comité del Agua, un grupo integrado por vecinos, que en tiempos de “normalidad” se encarga de comprar el agua a empresas privadas, descargarla en unos pozos de cemento que han dispuesto para ello, repartirla casa a casa a través de mangueras y administrar el dinero de la venta: 250 mil pesos les cuesta un carrotanque de 12 metros cúbicos, que alcanzan para que 12 familias tengan uno por semana. Pero, confinados y sin empleo, no todos tienen cómo pagar el agua.
La falta de agua y la marginalidad no es nueva en Bogotá. Conforme con los cálculos hechos por la Escuela Jurídica Popular - Espora, quienes vienen acompañando el proceso en defensa del derecho al agua de esta comunidad, es una realidad que podrían vivir al menos 153 barrios en la periferia de la capital, que a enero de este año no habían sido legalizados.
Por su parte, el Ministerio de Vivienda dice que en el país la cobertura de agua potable es del 92%. En zonas rurales, lo más común es que quienes pueden contar con ella pertenezcan a una comunidad que se encarga de gestionar un acueducto veredal, comunitario o la compra a privados; mientras quienes tienen el servicio cubierto en las zonas más urbanas, generalmente, es porque son suscriptores de una empresa de acueducto. Por eso, durante la pandemia y en materia de agua, el problema lo padece no solo el 8% restante, sino también quienes son contados dentro de esos 46 millones de personas pero que en medio de la emergencia no tienen dinero para seguir comprando el agua a empresas privadas, son “grandes nichos que no están ni en un lado ni en el otro: justo en la frontera y en un limbo donde ninguno de los ordenamientos jurídicos colombianos permite tomar acciones para que la gente pueda tener agua”, así lo señaló el abogado y experto en temas de acceso al agua, Andrés Gómez Rey.
Este es el caso de Villas de la Capilla y sus sectores aledaños, ubicados en el kilómetro 5 de la antigua vía al Guavio y casi a la misma distancia de la Avenida Séptima, cuando el límite urbano de la capital se desdibuja en su zona rural para fusionarse con el Municipio de la Calera. Aproximadamente, el 80% de las 3.000 personas que lo habitan están ubicadas del lado bogotano. Allí conviven niños, niñas, adultas y adultos mayores, personas con discapacidad y algunas desplazadas. Todas, sin excepción, están en situación de pobreza y con varias necesidades básicas insatisfechas.
“Nos toca lavarnos las manos, como se dice, con agua llovida”, aseguró Bautista. Y agregó: “somos las personas más expuestas y un verdadero foco de infección; algunos incluso seguimos trabajando en lo que podemos. Yo por ejemplo voy medio tiempo a un conjunto residencial en Cedritos, porque los trabajadores de servicios generales de zonas comunes no estamos cubiertos por la medida de aislamiento preventivo”.
A esta mujer de 55 años le preocupa que su constante exposición con la fracción más urbana de la ciudad pueda enfermarla y, de paso, contagiar a quienes viven con ella: 6 personas más, su esposo, hijas y nietos. En Bogotá, al 28 de abril se contabilizan 2.345 casos de Covid-19, que la convierten en la ciudad con más registros del país. Usaquén es la tercera localidad con más infectados; y a ella pertenecen Sixta Bautista y sus vecinos.
“De pronto es la primera vez que uno puede hacer un llamamiento ‘ustedes los privilegiados que pueden cuidarse, pues cuídense más cuidando a los otros, a los más pobres’”, sentenció el profesor Gómez Rey, y advirtió que las medidas están olvidando decididamente las particularidades de una numerosa parte del país.
¿Para qué el agua potable en medio de la emergencia por el Covid-19?
Se ha repetido que el uso del agua potable es una forma eficiente de impedir la sobrevivencia del virus. El Ministerio de Salud, de manera temprana, expidió unas recomendaciones donde insiste en: “usar solo agua potable o hervida para beber, lavar alimentos y cocinar. Lavar las vasijas, tanques o canecas de almacenamiento del líquido vital; y para el caso de las fuentes de agua, que estén libres de residuos y cubiertos”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) también hizo lo suyo. Publicó a principios de marzo “Agua, saneamiento, higiene y gestión de residuos para COVID-19”, un documento que se ha convertido en referente para el tratamiento sanitario de la pandemia. En él se refirió al virus como “envuelto, no robusto, poco estable en el medioambiente y susceptible a los oxidantes como el cloro”, es decir: “la correcta práctica de los métodos convencionales de tratamiento de agua potable –coagulación, floculación. decantación, filtración y desinfección– deberían inactivarlo”, como lo aclara Freddy Blanco, doctor en Medio Ambiente Urbano, en su columna “¿El Covid-19 se puede transmitir por medio de aguas residuales?”, albergada en el portal de la Universidad Nacional de Colombia.
Pero, como también lo señala el profesor Blanco en su reflexión sobre las medidas e investigaciones avanzadas a nivel internacional, “el escaso avance en este tema en Colombia, y el contacto tan común –cercano y directo– con aguas residuales que se da en los cinturones de miseria donde habitan los segmentos más pobres de nuestra población [...] podría dar lugar a que en ellos la infección se diera también por este medio”.
Las críticas a las medidas las señalan de discriminatorias e insuficientes
Como respuesta a la emergencia por el Covid-19, el Ministerio de Vivienda, por medio del Decreto 441 del 20 de marzo, indicó que en aquellos sitios donde no sea posible asegurar el acceso a agua potable, a través de la prestación del servicio público de acueducto o los esquemas diferenciales —por ejemplo acueductos comunitarios o veredales—, los municipios y distritos deberán garantizarlo vía carrotanques, agua potable tratada y envasada, o cualquier otra opción siempre que se trate de agua de calidad. Esta misma disposición ordenó la reinstalación y reconexión inmediata del servicio de acueducto a quienes lo tengan suspendido o cortado.
Mauricio Madrigal, director de la Clínica Jurídica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes, planteó que “lo problemático de esta decisión está en que no tiene un enfoque diferencial”. En el análisis que publicó el 14 de abril, dijo que: primero, “existen cientos o miles de asentamientos irregulares e informales que no recibirán el beneficio de reinstalación o reconexión”; y, segundo, “no se reconoce a los grupos especialmente vulnerables [...]. Un claro ejemplo de ello son los habitantes de calle, los migrantes y las comunidades rurales que no cuentan con el servicio de acueducto y alcantarillado”.
Le preguntamos al Ministro de Vivienda, Jonathan Malagón, por las acciones concretas para fortalecer las medidas. Malagón destacó que permitieron “el uso de los recursos del Sistema General de Participaciones de Agua Potable y Saneamiento Básico —aquellas transferencias que el Gobierno Nacional le hace a gobiernos municipales y departamentales— para financiar medios alternos [...]. Con esto, buscamos darle recursos a los municipios para que lleven agua a las zonas más vulnerables que no cuentan con acceso al recurso”.
Ante esta respuesta, María Mercedes Maldonado, exsecretaria de Hábitat y Planeación de Bogotá durante la Alcaldía de Gustavo Petro, advirtió en un conversatorio organizado por Mutante, sobre acceso al agua en Colombia en medio de la pandemia, que “ese dinero la Nación no se lo dio libremente a los municipios, sino que en la constitución quedó la destinación del 5,4% para agua potable y saneamiento básico [...]. Así que decir que los municipios pueden usar estos recursos es lavarse las manos, porque ya los tienen comprometidos y mucho más en medio de la crisis”.
El gobierno nacional también expidió un decreto que llamó bastante la atención de los medios, el 528 del 7 de abril. En él, le dice a los prestadores de servicios públicos de acueducto que podrán diferir por un plazo de 36 meses el cobro del agua a los usuarios residenciales de estratos 1 y 2, por los consumos causados durante los 60 días siguientes a la declaratoria de emergencia.
De nuevo, una medida que olvida a los desconectados, y de paso, pone una carga sobre los acueductos comunitarios a los que no ayuda y por el contrario aprisiona, pues no pueden dejar de cobrarle a sus comunidades lo básico para el mantenimiento de los sistemas de acueducto, aunque al tiempo reconozcan las dificultades económicas de sus vecinos durante la cuarentena.
Así lo manifestó una lideresa de la vereda Platanito del municipio de Barbosa, en Antioquia, uno de los 31 casos de comunidades sin acceso al agua de todo el país que ha registrado la Escuela Jurídica Popular - Espora en su campaña #QueNoFalteElAgua, una estrategia que lanzaron desde el 12 de abril para “evidenciar las realidades y problemáticas múltiples detrás de la falta de abastecimiento y, sobre todo, las alternativas que se han creado, con el fin de acompañar las luchas de estas personas, desde la solidaridad y las herramientas jurídicas”, como cuenta Miguel Ángel Salas, uno de los abogados del colectivo que viene organizando esta campaña a la que se han sumado apoyos como el de la Clínica Jurídica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes.
La situación se vuelve más preocupante cuando se repasan las cifras de servicio de acueducto en Colombia. Tal como lo demuestra el último informe del 2018 de la Superintendencia de Servicios Públicos, la cobertura del área urbana en el país alcanza el 87,5%, mientras en la zona rural apenas es del 34,9%. Es fácil de allí concluir lo que advierte este mismo informe “la brecha existente entre ambas áreas”, o sea, una profunda desigualdad en el acceso al agua, considerando que uno de los fines del Estado colombiano es la provisión de servicios públicos que satisfagan las necesidades de acceso al agua potable y saneamiento de la población, como lo estipula la Constitución y la Ley 142 de 1994, conocida como la Ley de Servicios públicos domiciliarios.
Si hacemos rápidamente cálculos, estimando que somos cerca de 50 millones de habitantes y que, según cifras del DANE, el 26% vive en zona rural y el 74% en zona urbana, estaríamos hablando de que cerca de 13 millones de personas no cuentan con una conexión a una red de agua, quizá algunos de ellos tengan una fuente hídrica cerca, pero no siempre la posibilidad directa de potabilizarla y tratarla, lo que significa que más o menos para este número de personas acatar las recomendaciones de prevención y cuidado del virus resulta bastante difícil.
En Mutante también quisimos conocer cuál era la situación de comunidades con problemas de acceso al agua durante la pandemia y de cara a las órdenes del Ministerio de Vivienda. Al hacer la pregunta vía Facebook, supimos rápidamente que se trataba de una realidad compartida indistintamente por barrios y veredas a lo largo del país, pero cada una con particularidades diferentes: daños técnicos del acueducto comunitario, el olvido histórico estatal, la llegada de agua contaminada, la presión de grupos armados y la imposibilidad de conexión por ser considerados “ilegales”.
Esta última razón remarcan una idea sostenida por el profesor Gómez de la Universidad del Rosario, y es que “el derecho chiquito —o sea las normas que impiden, por ejemplo, que los asentamientos sin regularizar tengan acceso al agua— le genera límites al derecho humano”. Con esto, se refiere a las talanqueras que la normatividad colombiana le ha puesto, incluso a lo dicho por la ONU en su observación general Nº15 cuando declara que: “El derecho humano al agua es indispensable para vivir dignamente y es condición previa para la realización de otros derechos humanos”.
Recibimos entonces mensajes de casos en Barú, Santa Marta, Planeta Rica y en la vereda Granizal del municipio de Bello. Este caso final, guarda algunas similitudes con el que hoy tiene en sus manos el poder judicial por cuenta de la organización de los habitantes de la parte alta de El Codito. Ambos enfrentan el limbo que significa estar en el borde entre lo urbano y lo rural y el rechazo que supone habitar zonas de reserva ambiental.
“‘Los Muchachos’ —como se refiere al grupo armado ilegal que hace parte de la zona—, hace dos años que tienen el poder total de la vereda con el cobro del agua. Cada 8 días les pagamos 5 mil pesos. La distribuyen de un pozo que hicimos entre toda la comunidad y captura agua de un tubo madre que baja hasta Medellín. Desde la segunda semana que empezó la cuarentena se llegó a un acuerdo con ellos y no nos están cobrando hasta que no pase el coronavirus”, este es el relato de una de las lideresas y habitantes del sector — a quien llamaremos Estela en adelante, porque prefiere que su nombre no sea revelado—.
Frente al agua, esta ha sido la única respuesta que han tenido durante la cuarentena, a pesar de que casi un mes antes del confinamiento, el 20 de febrero, el Consejo de Estado falló una Acción Popular que por años esta comunidad trabajó con la pretensión de que fueran instalados los servicios públicos de acueducto y alcantarillado. Allí, la autoridad judicial le ordenó a Empresas Públicas de Medellín (EPM) y al Municipio de Bello adelantar las gestiones necesarias para garantizar de manera definitiva o temporal (de acuerdo a las posibilidades del terreno), la provisión de estos servicios.
“Ese fallo del Consejo de Estado es muy importante porque no solamente implica la prestación del servicio de acueducto, sino que hay una interpretación desde la garantía de la vida digna y de la vivienda digna. Allí se toma la decisión de ordenar al Municipio de Bello reubicaciones de quienes están en la zona de reserva del Parque Arví o en una zona de alto riesgo no recuperable, para así garantizar el derecho al agua potable”, dice Jaime Agudelo, Coordinador del Programa Centro de Atención a Víctimas de la Universidad de Antioquia, y quien ha acompañado el proceso de la vereda Granizal.
Consultamos a la alcaldía de Bello para conocer por qué la comunidad de la vereda Granizal no tiene el suministro de agua durante la pandemia, aún después de las decisiones del Gobierno Nacional y de los distintos gritos de auxilio de sus habitantes: convertidos en un derecho de petición pidiendo ayuda urgente o en cacerolazos para llamar la atención sobre la precariedad económica en la que están.
El secretario de Planeación del Municipio, Jhon Harold Muñoz Restrepo, nos respondió que: “El tema de carrotanques para 40.000 personas es una locura inimaginable: las vías de acceso son demasiado malas y creo que se ocasionaría un peor problema. EPM tiene una propuesta que va de la mano de la regularización —o sea, legalizar el asentamiento humano— para que tengan todos los servicios, debe hacerlo de una manera técnica, no a las carreras. No tenemos una solución a la mano, en un mes nos gastaríamos todo el recurso para iniciar el proyecto ordenado por el fallo del Consejo de Estado. Lo que sí deben saber es que la Mesa de Servicios Públicos está activa planteando soluciones, por ejemplo en la gestión de recursos ante el Ministerio de Vivienda, porque los ingresos del municipio son muy pocos”.
Mientras tanto, como lo narra Estela, “también ‘los muchachos’ nos prohibieron ir hasta Santa Domingo —un barrio cercano que está en Medellín— a comprar el agua potable que antes traíamos en galones de esos de aceite. O sea, tenemos que consumir esa agua que no está tratada”.
El caso de esta comunidad vuelve a poner de presente el nivel de desigualdad de los barrios que se levantan en las faldas de las grandes ciudades del país. Esta vereda, a pesar de ser zona rural del Municipio de Bello, está muy cerca de Medellín, la tercera ciudad con más casos de coronavirus en el país (299 al 28 de abril).
Los “subnormales” de siempre
Los expertos que consultamos coinciden en que llamarlos barrios o comunidades “ilegales” o “subnormales”, ha sido la forma de negarles sus derechos. “El derecho pequeñito” al que se refiere el profesor Andrés Gómez, corresponde a la normatividad que ha impedido que por décadas no tengan su derecho humano al agua. Lo que parece es que a pesar de la excepcionalidad que supone la pandemia, esta etiqueta le sigue sirviendo de argumento para la negativa a la prestación del servicio a las empresas encargadas.
Volviendo al caso del inicio, Patricia Puentes la lideresa del barrio Villas de la Capilla, presentó un derecho de petición ante la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB) el 20 de marzo, como la entidad encargada del suministro. En la respuesta, le dicen que no pueden hacer nada por ella y las familias de su barrio porque están ubicados dentro de la Reserva Forestal de los Cerros Orientales, a lo que llaman “un problema estructural sin solución a la vista”, e insisten en “la prevalencia del derecho al ambiente sano de la sociedad capitalina sobre el derecho fundamental para el acceso a servicios públicos”. Finalmente, exponen que la EAAB está vendiendo agua en carrotanques y también señalan que en caso de no contar con los recursos suficientes para adquirir el agua, la comunidad debe solicitar la asignación de rubros distritales u obtener donaciones gestionadas por la misma comunidad.
Pero esto ya no le extraña a Patricia Puentes, “ni hoy, ni nunca, hemos recibido algún tipo de subsidio, ni una oferta de tarifa diferenciada por parte de la EAAB, aunque somos personas de escasos recursos. Tampoco somos beneficiarios de la política del mínimo vital —instalada en Bogotá a través del Decreto 064 de 2012—, que otorga 6 metros cúbicos de agua, sin costo, para los usuarios residenciales de los estratos 1 y 2 de la ciudad de Bogotá. A pesar de numerosas solicitudes que se han hecho durante varios años”, dice uno de los argumentos de la tutela que interpuso.
La opinión del profesor Gómez es contundente frente a eso: “¿Quién permite que existan asentamientos subnormales? pues el Estado. ¿Quién es el Estado?, pues quien construye el Plan de Ordenamiento Territorial y dice que no te puedes hacer en ciertos lugares, pero al tiempo tiene que vigilar que esto se cumpla; así que si no lo hizo y al contrario lo permitió pues responda, por omisión, y conéctelos”.
¿Qué alternativas quedan entonces para “los desconectados”? Según Malagón, la presidencia de Iván Duque tiene el programa “Agua al Barrio”, “por el cual se reglamentan los esquemas diferenciales de prestación de los servicios públicos para aquellas zonas urbanas donde no es posible alcanzar los estándares de servicio establecidos en la regulación vigente. Con este programa esperamos beneficiar en el cuatrienio a 348 mil personas que habitan en barrios informales, municipios pequeños de difícil acceso y municipios intermedios de bajo ingreso”. Pero lo cierto es que ni Patricia, ni Estela, ni Sixta han oído hablar de este programa en sus barrios y veredas.
Algunos de ellos efectivamente hacen parte de la cifra de la cobertura de agua potable en el país que registran las autoridades. Esto es, como ya se dijo, porque pueden acceder a través de los carrotanques que empresas privadas les venden. Pero esto solo ocurre cuando el trabajo del día a día les da para pagar 24.000 pesos semanales por un metro cúbico, que escasamente le alcanza a una familia de 4 personas para cocinar y asearse un poco.
Mientras estén encerrados en sus casas, sin agua y sin trabajo, no les queda más opción que esperar que la justicia, que tantas trabas les ha puesto, les sirva esta vez para defender su dignidad humana y, de paso, evitar ser parte de las cifras fatales del Covid-19.