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“La reserva era, en un comienzo, proteger por proteger. Luego dijimos ‘a esto hay que darle un valor agregado’. Entonces pensamos que una oferta podía ser el ecoturismo a través del senderismo. Pero que no fuera solo una empalizada, caminar y ya”, cuenta Fabio Tedolindo Perea, rector de la institución educativa Antonio Anglés de San Isidro, uno de los diez corregimientos de Río Quito (Chocó). Se refiere a la reserva natural de la sociedad civil El Guayacán, que surgió como alternativa a la minería de oro que ocupaba a gran parte de los pobladores de la región, pero que depredaba el medioambiente y contaminaba las aguas del río Quito con mercurio.
El Guayacán nació hace ocho años. En ese entonces, cuando Río Quito era catalogado como el municipio más pobre del país, los jóvenes de San Isidro estaban preocupados porque veían cómo la minería de oro se acercaba a la quebrada Quita Arrechera, única fuente de agua potable que suplía el acueducto no convencional para esta población con un 98 % de necesidades básicas insatisfechas, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE).
“Eso generó preocupación, la comunidad decía ‘nos van a destruir la única quebrada que nos surte de agua. Eso no puede ser’. Entonces los estudiantes empezaron a pensar en soluciones para este conflicto socioambiental. Fueron planteando críticas y posibilidades, y una de las acciones fue la posibilidad de crear una barrera natural frente al tema de la expansión de la minería y que se decretara un área protegida”, rememora Fabio.
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Fue así como, gracias al trabajo de estudiantes, profesores y directivas del colegio Antonio Anglés, surgió El Guayacán. Para 2013, año en el que se constituyó la reserva, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) reportó que, en la cuenca del río Quito, más de 12.000 hectáreas eran usadas para la explotación de oro de aluvión. Pese a la inmensidad del fenómeno, la comunidad de San Isidro celebró que, mediante la reserva, pudieran proteger las 10 hectáreas que garantizaban la seguridad ambiental sobre la quebrada Quita Arrechera.
En sus primeros años, El Guayacán fue presentado ante los ministerios de Educación y de Ambiente para ser parte de los Proyectos Ambientales Escolares (PRAE), una estrategia de ambas carteras para incluir la dimensión ambiental en la formación escolar formal. De esta manera, la reserva dejó de ser solo una iniciativa para la conservación del medioambiente, y pasó a constituirse como el Centro Agroambiental de la Biodiversidad Etnocultural de Chocó (Cabech). Este cambio le permitió al colegio de San Isidro utilizar la reserva para generar y transmitirles conocimiento a sus estudiantes. La reserva como aula.
“El Centro fue pensado a partir de cuatro componentes: el productivo, que se desarrolla a partir de una granja en donde se crían gallinas y cerdos que serán comercializados para su consumo; lo curricular, que debe articular los conocimientos que se generan en la granja y en la reserva para llevarlos al aula de clase; desde la comunicación, para dar a conocer las experiencias que estamos teniendo, y, por último, el más importante que es el ambiental, y es la reserva como tal”, señala Melqui Mosquera Maturana, docente del área de ciencias naturales y coordinador de Cabech.
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Pese al crecimiento y la consolidación de la reserva y el Centro, se han presentado varios problemas. El primero de ellos tiene que ver con el crecimiento de la minería en la región. Según los datos más recientes de la Unodc, en 2020 Río Quito fue el noveno municipio del país en donde más hectáreas explotadas para oro de aluvión se presentaron, con casi 4.000.
La segunda problemática está relacionada con la presencia de actores armados que buscan lucrarse de esta explotación. Sin embargo, Fabio Perea asegura que los grupos armados legales e ilegales han sido respetuosos del proceso y advierte que “sea quien sea, cualquier grupo tiene prohibido el paso por la reserva. Así no esté armado, el solo hecho de que entre con el camuflado se entiende como una agresión”.
El tercer problema fue con los habitantes de San Isidro y con el consejo comunitario del corregimiento. Un desencuentro que, según Melqui Mosquera, se originó precisamente en el hecho de que “muchos de los habitantes de la zona eran parte de la explotación minera y, los que no, talaban árboles para comercializar la madera”. Aun así, asevera que, ante el crecimiento de la reserva, tanto la autoridad local como la comunidad en general se han comprometido más con esta iniciativa.
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A pesar de los tropiezos, la comunidad educativa ha sido optimista y exhibe con orgullo los logros del proyecto. Perea hace énfasis en el crecimiento que ha tenido la reserva, pues empezó siendo de 10 hectáreas, luego pasó a ser de 20 y creció a 50 hace dos años: “Ya cuando inician las intervenciones de algunos aliados de la comunidad internacional, como Alianza del Clima y la Federación Luterana Mundial, crece la propuesta a las 130 hectáreas actuales. Incluso, ya el consejo comunitario propone que sean las 12.000 hectáreas, que es el territorio que se tiene titulado”.
Ancestralidad, museo vivo y bonos ambientales
San Isidro se encuentra a poco más de media hora en panga -en lancha- de la capital del departamento, o, como miden las distancias en esta región del país, a más de diez vueltas por el río que lleva su mismo nombre. Las aguas que lo rodean son entre amarillas y cafés, y exhiben la sedimentación que han tenido los ríos por la explotación minera. Fabio, que es poco expresivo, deja notar un poco de tristeza cuando se le pregunta cómo era el río hace 20 o 30 años, y solo apunta a decir que el agua “era clarita y se podían ver las piedras del fondo”.
Para llegar a El Guayacán hay que dejar atrás la vieja draga que se encuentra a la entrada del corregimiento, del otro lado de un angosto brazo del río Quito que se abre paso entre algunas casas. Ya no se utiliza para sacar oro, pero sus latas amarillas y gastadas son un recordatorio visible y constante de la realidad minera de estas tierras. También hay que atravesar por completo el pueblo. Pasar por las calles de barro, entre las casas de madera, para internarse en la espesa y húmeda selva chocoana. El recorrido inicia donde se encuentra la última casa del pueblo, que es habitada por Elio Achito Izarama, un indígena embera que hace las veces de cuidador.
Desde este punto en adelante la selva se convierte en un camino ancestral, porque, como explica Fabio, “se van a encontrar con una cantidad de saberes y conocimientos en terreno”. No son solo los más de 100 árboles y plantas que han identificado en la reserva -como el caracolí, de donde sacan la madera para construir las canoas con las que se mueven por los ríos, o el achiote, cuyo fruto es usado como colorante en la industria textil-, sino también son los 11 quilombos de madera que fueron construidos a lo largo de los caminos y en los que se exponen los conocimientos ancestrales de las comunidades afros.
En el primero de estos, que lleva por nombre El Tomín, se enseñan las medidas tradicionales. Melqui toma la palabra y procede a explicar: “Nosotros usamos unas medidas muy españolas, otras muy africanas, que todavía las conservamos. Nosotros hablamos de muchas clases de medidas para la madera, el plátano, el maíz, el oro”. Por ejemplo, para este último hay cinco medidas: “La más pequeña es una tapa, y es lo que pese medio gramo de maíz; luego viene el grano, que es como un grano de maíz. Tres granos hacen un tomín, ocho tomines hacen un castellano y cien castellanos hacen una libra, pero no son los 500 gramos que ustedes entienden por libra”.
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La idea es que en los demás quilombos, algunos todavía en proceso de construcción, se aborden otras áreas del conocimiento, como deportes y juegos autóctonos, también las técnicas para cazar animales, así como la filosofía y la religión, entre otras.
Según Fabio Perea, a la reserva, que esperan tener finalizada en los últimos meses de este año para poder recibir turistas y académicos que quieran estudiar las especies de la región, le hacen falta dos grandes pasos. El primero, “avanzar en la legalización ante Parques Nacionales Naturales de Colombia para que la reserva sea parte del Sistema Nacional de Áreas Protegidas”. El segundo, que depende de la aprobación por parte del consejo comunitario, “requiere que las 12.000 hectáreas tituladas formen parte de la reserva para poder entrar al mercado de los bonos ambientales o bonos de carbono”, un mecanismo en donde se les paga a las comunidades por cuidar el medioambiente.