Cúcuta, entre la muerte y el silencio
(Opinión) La ciudad se sumió en una sensación generalizada de pesimismo después de una masacre ocurrida en las puertas de un colegio de la ciudad.
Estefanía Colmenares
Que Cúcuta sea la ciudad más peligrosa de Colombia para ejercer el periodismo no es una casualidad. En una ciudad en la que hacen presencia más de 27 grupos armados que se disputan el control territorial por las rentas ilícitas -lavado de activos, narcotráfico, microtráfico y explotación sexual-, es sencillo entender por qué a los actores armados les conviene el silencio.
Pero desafortunadamente, no son los únicos. Norte de Santander, Cúcuta y la frontera han tenido una característica que ha venido creciendo exponencialmente: el afianzamiento de las relaciones entre mafia, corrupción y política. Esa estrecha relación ha llevado a que ni siquiera los mismos gobernantes se atrevan a definir estrategias reales para mejorar los indicadores de seguridad, ni tampoco para investigar. Y cada vez más, ronda en el aire la pregunta de si esa inacción tiene que ver con que son las cabezas de esas mismas organizaciones las que han financiado las campañas políticas.
El pasado fin de semana, la ciudad se sumió en una sensación generalizada de pesimismo después de una masacre ocurrida en las puertas de un colegio de la ciudad.
A pesar de ser la cuarta que ocurre en el área metropolitana este año, las características traspasaron una frontera que para muchos hizo sonar las alarmas: el atentado se realizó con fusiles, en las puertas del colegio, en el momento en que cientos familias con niños y jóvenes salían de las interclases. La muerte hizo presencia en un escenario lleno de inocentes, niños que tuvieron que observar cómo dos de sus compañeras quedaban heridas por las balas y otro de 14 años, hijo de Luis Miguel Osorio, el hombre asesinado, quedó sin vida tendido en el suelo.
No es la primera vez que en Cúcuta asesinan a alguien en presencia de sus hijos o de menores. Pero este hecho ha puesto sobre la mesa una preocupación que se ha venido exacerbando en los últimos meses entre la ciudadanía: ningún escenario de la ciudad escapa del riesgo que implica una sociedad totalmente permeada por actividades ilícitas.
En este caso ocurrido el pasado fin de semana, hay otro agravante que se repite: la conclusión de las autoridades es que se trata de un ajuste de cuentas, de una disputa entre bandas o de una lucha de poder entre carteles.
Pero para la sociedad cucuteña que hoy no duerme pensando cómo abordar este problema de seguridad de una manera distinta que pueda empezar a generar pequeños cambios, hacen falta respuestas.
No se sabe si es que las investigaciones por estos crímenes no avanzan, o si avanzan, pero sus resultados se reservan. Lo cierto es que la ciudad merece conocer de qué bandas o carteles estamos hablando, cuál es la dimensión real del problema que enfrentamos, y cuál es el rol de Venezuela en todo este entramado de organizaciones que parecen haber permeado todo.
En una sociedad donde todos quieren tapar la corrupción y la ilegalidad con la misma cobija, casi que el único aliado que le queda a la ciudadanía son los medios y los veedores. Tristemente, el parásito de la corrupción y las prácticas del soborno, en donde se ofrece y se recibe dinero a cambio de silencio, se han tomado también este gremio, haciendo que casi todos miren para otro lado a la hora de investigar, generando a la vez un escenario en el que el riesgo para quienes sí decidan hacerlo, sea altísimo.
Sin embargo, hoy son más que necesarios para ayudar a comprender las dinámicas que han llevado a que en lo corrido del año, Cúcuta haya registrado 202 homicidios, según cifras de la Policía, lo que se traduce en un muerto cada 31 horas. Esta cifra supera por 8, los homicidios del mismo periodo de 2023.
De Osorio Chacín se dice que fue el objetivo principal del ataque en el colegio debido a sus presuntas conexiones con el narcotráfico, pues en Machiques del Perijá (Venezuela) existe un expediente judicial del 2014 que lo vincula a un proceso por transportar cocaína de alta pureza escondida en un cargamento de queso.
Osorio Chacín también estaría vinculado en un establecimiento comercial de juegos de azar, entre otros negocios. Aunque es originario del vecino país, donde también tiene inversiones, su principal actividad comercial se desarrollaba en Cúcuta. De él se dice también que era socio de un hombre muy poderoso, cuyo rol como financiador de las pasadas elecciones locales fue clave. Su entorno, al parecer, ha tenido relaciones con el sector público y entes territoriales, lo que lleva a hacer más preguntas, que hasta ahora, tampoco tienen respuesta.
Que Cúcuta sea la ciudad más peligrosa de Colombia para ejercer el periodismo no es una casualidad. En una ciudad en la que hacen presencia más de 27 grupos armados que se disputan el control territorial por las rentas ilícitas -lavado de activos, narcotráfico, microtráfico y explotación sexual-, es sencillo entender por qué a los actores armados les conviene el silencio.
Pero desafortunadamente, no son los únicos. Norte de Santander, Cúcuta y la frontera han tenido una característica que ha venido creciendo exponencialmente: el afianzamiento de las relaciones entre mafia, corrupción y política. Esa estrecha relación ha llevado a que ni siquiera los mismos gobernantes se atrevan a definir estrategias reales para mejorar los indicadores de seguridad, ni tampoco para investigar. Y cada vez más, ronda en el aire la pregunta de si esa inacción tiene que ver con que son las cabezas de esas mismas organizaciones las que han financiado las campañas políticas.
El pasado fin de semana, la ciudad se sumió en una sensación generalizada de pesimismo después de una masacre ocurrida en las puertas de un colegio de la ciudad.
A pesar de ser la cuarta que ocurre en el área metropolitana este año, las características traspasaron una frontera que para muchos hizo sonar las alarmas: el atentado se realizó con fusiles, en las puertas del colegio, en el momento en que cientos familias con niños y jóvenes salían de las interclases. La muerte hizo presencia en un escenario lleno de inocentes, niños que tuvieron que observar cómo dos de sus compañeras quedaban heridas por las balas y otro de 14 años, hijo de Luis Miguel Osorio, el hombre asesinado, quedó sin vida tendido en el suelo.
No es la primera vez que en Cúcuta asesinan a alguien en presencia de sus hijos o de menores. Pero este hecho ha puesto sobre la mesa una preocupación que se ha venido exacerbando en los últimos meses entre la ciudadanía: ningún escenario de la ciudad escapa del riesgo que implica una sociedad totalmente permeada por actividades ilícitas.
En este caso ocurrido el pasado fin de semana, hay otro agravante que se repite: la conclusión de las autoridades es que se trata de un ajuste de cuentas, de una disputa entre bandas o de una lucha de poder entre carteles.
Pero para la sociedad cucuteña que hoy no duerme pensando cómo abordar este problema de seguridad de una manera distinta que pueda empezar a generar pequeños cambios, hacen falta respuestas.
No se sabe si es que las investigaciones por estos crímenes no avanzan, o si avanzan, pero sus resultados se reservan. Lo cierto es que la ciudad merece conocer de qué bandas o carteles estamos hablando, cuál es la dimensión real del problema que enfrentamos, y cuál es el rol de Venezuela en todo este entramado de organizaciones que parecen haber permeado todo.
En una sociedad donde todos quieren tapar la corrupción y la ilegalidad con la misma cobija, casi que el único aliado que le queda a la ciudadanía son los medios y los veedores. Tristemente, el parásito de la corrupción y las prácticas del soborno, en donde se ofrece y se recibe dinero a cambio de silencio, se han tomado también este gremio, haciendo que casi todos miren para otro lado a la hora de investigar, generando a la vez un escenario en el que el riesgo para quienes sí decidan hacerlo, sea altísimo.
Sin embargo, hoy son más que necesarios para ayudar a comprender las dinámicas que han llevado a que en lo corrido del año, Cúcuta haya registrado 202 homicidios, según cifras de la Policía, lo que se traduce en un muerto cada 31 horas. Esta cifra supera por 8, los homicidios del mismo periodo de 2023.
De Osorio Chacín se dice que fue el objetivo principal del ataque en el colegio debido a sus presuntas conexiones con el narcotráfico, pues en Machiques del Perijá (Venezuela) existe un expediente judicial del 2014 que lo vincula a un proceso por transportar cocaína de alta pureza escondida en un cargamento de queso.
Osorio Chacín también estaría vinculado en un establecimiento comercial de juegos de azar, entre otros negocios. Aunque es originario del vecino país, donde también tiene inversiones, su principal actividad comercial se desarrollaba en Cúcuta. De él se dice también que era socio de un hombre muy poderoso, cuyo rol como financiador de las pasadas elecciones locales fue clave. Su entorno, al parecer, ha tenido relaciones con el sector público y entes territoriales, lo que lleva a hacer más preguntas, que hasta ahora, tampoco tienen respuesta.