De la bonanza a la crisis, un siglo de economía cafetera
En medio de un paro cafetero, el producto que identificó al país ante el mundo vive su peor momento.
El Espectador
¿En qué momento se vino a menos una actividad que a Colombia le dio el carácter de monoexportador y que en sus instantes de mayor auge fue la palanca para promover el desarrollo económico? Sin duda, el punto de quiebre fue la caída del pacto internacional de cuotas en junio de 1989 que regulaba la producción mundial del grano y que obligó a un esquema de mercado libre después de 29 años de acuerdo. De ahí en adelante, a pesar de la creatividad de los cafeteros, el negocio no volvió a ser el mismo.
De cualquier manera, antes de evaluar el pasado reciente o el presente de un renglón económico de enorme tradición hoy sometido a una larga hora de vacas flacas, vale la pena recorrer la historia nacional para entender lo que significa el café en Colombia. Aunque los estudiosos del tema advierten que los primeros en introducir su cultivo en el territorio patrio fueron los sacerdotes jesuitas en las primeras décadas del siglo XVIII, fue en Norte de Santander donde por primera vez se extendió su cultivo.
Sin embargo, como lo detalla la obra ‘Biografía del café’, editada por Ana María Romero, con el paso del tiempo las plantaciones del grano se fueron trasladando hacia regiones ubicadas en la vertiente de Los Andes, y fue así como del oriente colombiano, donde fue situada su principal producción hacia 1856, según la connotada Comisión Corográfica, pronto fue el eje de ese gran movimiento poblacional, cultural y económico denominado la colonización antioqueña.
Desde el sur de Antioquia, en busca de tierras y de bienestar para sus familias, partieron decenas de aventureros en dos olas colonizadoras. Una inicial que fue fundando pueblos en el norte de Caldas hasta la creación de Manizales; y otra posterior que llegó hasta el Valle y el Tolima, dejando a su paso una gesta de arrieros que dejó su impronta en los actuales territorios de Caldas, Risaralda y Quindío. A finales del siglo XIX, a lomo de mula, el llamado Viejo Caldas tomaba forma y con él la proyección del café.
Ya en el siglo XX, después de los cruentos días de la Guerra de los Mil Días, entre 1899 y 1902, y la hora dolorosa de la pérdida de Panamá en 1903, con una economía arruinada y un país devastado por la violencia, el café surgió como una tabla de salvación para sobrevivir al naufragio. Su crecimiento fue vertiginoso. En los años 20, ya Colombia participaba con el 10% en la producción mundial de café. Una década después había doblado esta cifra. Para 1924, el café representaba casi el 80% de la exportación nacional.
Como era de suponerse, con el auge de la economía cafetera, se consolidaron también aquellas regiones donde se convirtió en la principal fuente de desarrollo. Por ejemplo, Manizales fue la ciudad modelo en las primeras décadas del siglo XX; y la actividad bancaria se fue moviendo de una manera paralela a las regiones donde el café se hizo cultura. En los años 50, las ventas del grano a nivel internacional superaban el 70% del valor total exportado por Colombia. No en vano, para distinguir al país se le denominaba ‘La nación cafetera’.
En medio de este ejemplar desarrollo, durante el segundo Congreso Cafetero que se desarrolló en Medellín, en 1927 se decidió crear la Federación Nacional de Cafeteros. La idea surgió con el propósito de fortalecer la industria y agremiar a sus productores alrededor de iniciativas tales como la regulación del precio interno, el fortalecimiento en la calidad del producto y el acceso al crédito para garantizar la expansión de la actividad. Esta iniciativa fue crucial para la economía cafetera.
La prueba es que a partir de entonces la industria cafetera multiplicó sus alcances. Además se logró que a través de un proyecto de Ley quedara reglamentado un impuesto de 10 centavos por cada saco de café exportado para fortalecer los intereses de la Federación. Poco a poco, este organismo fue creciendo en importancia política y económica hasta transformarse en uno de los gremios más representativos del país. Su alcance se integraba con los grandes poderes nacionales.
Con una economía en auge, una industria respaldada desde el alto gobierno y regiones prósperas, el café llegó a su punto más alto. Hacia 1940, con el propósito de cumplir con un convenio mundial de cuotas para regular el mercado internacional, se creó una nueva institución, el Fondo Nacional del Café, dispuesto para fortalecer las arcas del gremio. Su control quedó a cargo de la Federación de Cafeteros, que poco a poco fue desplegando nuevas alternativas de expansión dentro y fuera del territorio.
Fueron los años dorados de la economía cafetera. Los tiempos en que los almacenes generales de depósito sirvieron de abastecimiento para la producción; donde empezaron a implementarse nuevas tecnologías para desarrollar especies resistentes a las enfermedades; o las épocas en que las cooperativas, las fábricas o el mismo Juan Valdez demostraron que la proyección cafetera colombiana iba para largo y tenía en la Federación a su baluarte incondicional.
En las décadas de los años 50, 60 y 70 la situación continuó desahogada. El orgullo de Colombia como exportador de café era muy significativo y la cultura de las chapoleras en la recolección del grano ya era un distintivo del país ante el mundo. A pesar de los altibajos de la producción y los estancamientos cíclicos en las exportaciones, se mantuvo la pujanza. Además, se lograron desarrollar las variedades Caturra y Colombia que fueron fundamentales para superar la dependencia del sombrío.
Fue tal el éxito del ingenio colombiano que entre los años 70 y 80, las áreas sembradas del café tradicional, necesitadas de sombra, fueron reemplazadas por el café Caturra. De manera consecuente, los volúmenes de producción crecieron significativamente. En la medida en que Brasil, primer productor mundial, tenía dificultades climáticas, el grano colombiano cubría los faltantes del mercado internacional. Hasta los años 80, era difícil pensar que el imperio del café pudiera desmoronarse en Colombia.
No obstante, pasó lo inesperado. En junio de 1989, principalmente por la iniciativa de los países compradores del grano, se vino abajo el pacto de cuotas regulado en el Acuerdo Internacional del Café. Después de 29 años de un mercado regulado, de la noche a la mañana se regresó a la ley de oferta y demanda. Aunque la Federación Nacional de Cafeteros hizo toda clase de esfuerzos para volver al pacto de cuotas, esta opción nunca pudo tomar forma, y en breve las pérdidas ya eran millonarias.
Un estimativo de la época señala que en un año, los países productores ya habían perdido unos 6.000 millones de dólares por los bajos precios. Aunque se llegaron a proponer fórmulas como la retención de la producción nacional para disminuir la oferta en el mercado mundial, nada detuvo que empezara a abrirse paso una época de apremios. Como si fuera poco, a la pelea por los mercados se sumaron países como Vietnam, Etiopía o India, con lo cual también se perjudicaron los precios del grano.
Como lo describió la catedrática Angélica Rettberg en un ensayo para el libro ‘Crisis y transformaciones del mundo del café’, la caída de los precios internacionales perjudicó también a la Federación Nacional de Cafeteros que, con el correr de los años, afrontó un déficit creciente y cada vez perdió más capacidad para garantizar la estabilidad de los precios que antes le daba a los productores nacionales. Eso explica cómo fue recortando su presupuesto y su accionar, sin renunciar a la búsqueda de alternativas.
Sin embargo, ni los programas de cafés especiales, ni la apertura de las tiendas Juan Valdez que dio proyección a la actividad a nivel mundial, ni siquiera la recuperación de los precios, le dieron alivio a la creciente crisis. Inevitablemente, en las otrora prósperas regiones cafeteras, además de la sustitución de la actividad en algunos casos, no faltaron las primeras tensiones políticas. Y en busca de responsables, tampoco faltaron las recriminaciones a la Federación Nacional de Cafeteros.
El catedrático de la Universidad Javeriana, Jaime Forero Álvarez, en su escrito titulado ‘Estrategias adaptativas de la caficultura colombiana’, ilustra claramente esta última controversia. Expresa el autor que el principal cuestionamiento a la Federación provino de la afirmación según la cual, sus directrices habían sido encausadas en favor de un grupo cerrado de cafeteros y exportadores. De paso, se empezaron a cuestionar que muchos de los recursos en tiempos de abundancia terminaron mal invertidos.
En particular se recuerda la adquisición de la Flota Mercante Grancolombiana que, según los entendidos, sólo dejó pérdidas operacionales y que antes de su liquidación representaba el 41% de las inversiones de la Federación. Otro caso correspondió al Banco Cafetero que tuvo que pasar a manos del Gobierno. Fue tal el desplome de la economía cafetera que en poco tiempo después de la ruptura del pacto de cuotas, la Federación tuvo que salir de todas las empresas que no fueran directamente funcionales para la intervención en la producción y el mercado del grano.
En otras palabras, la economía cafetera colombiana nunca pudo recuperarse o adaptarse a las nuevas condiciones impuestas por el mercado libre. En consecuencia, de la época en que la producción cafetera daba para construir carreteras, escuelas, acueductos o proyectos de electrificación rural, se fue pasando a una época aciaga en que labriegos, sembradores, trilladores o comercializadores del grano empezaron a recontar sus arcas. En consecuencia, el eje cafetero ya no fue más el emporio de la riqueza nacional ni tampoco otras regiones productoras.
Hoy la situación es realmente angustiosa. A pesar de que la Federación Nacional de Cafeteros persiste en que los precios del mercado internacional pueden garantizar la actividad a mediano y largo plazo, los cálculos de los estudiosos del tema no dan para tanto optimismo. Los informes de la Organización Internacional del Café dan apenas para ligeros repuntes pero ahora es necesario agregar otras variables como la revaluación del peso que también ha golpeado duramente a los productores.
En esas perspectivas, con antecedentes similares años atrás, se veía venir la crisis cafetera. Durante las últimas 48 horas, sus principales productores se han hecho sentir. 70.000 caficultores exigiendo un precio de sustentación que el Gobierno no tiene como garantizar; pero al mismo tiempo exigiendo que así como el Fondo Nacional del Café sirvió para que Colombia se desarrollara en varios frentes de la economía, ahora el Estado debe blindar a un gremio que simbolizó para Colombia lo mejor de su industria.
El futuro no parece muy halagüeño. El paro cafetero ha mostrado una cara que el país no estaba acostumbrado a encarar. Es casi un billón y medio de pesos que en apenas los últimos doce meses dejaron de ingresar a los bolsillos de los cafeteros. La única salida parece ser la exportación, pero la revaluación, en cálculos de los entendidos se está llevando el 35% de los ingresos cafeteros. En otras palabras, un siglo después, Colombia empieza a pensar que ya no es más el país cafetero de antaño y que debe buscar nuevas alternativas para cerrar el ciclo.
¿En qué momento se vino a menos una actividad que a Colombia le dio el carácter de monoexportador y que en sus instantes de mayor auge fue la palanca para promover el desarrollo económico? Sin duda, el punto de quiebre fue la caída del pacto internacional de cuotas en junio de 1989 que regulaba la producción mundial del grano y que obligó a un esquema de mercado libre después de 29 años de acuerdo. De ahí en adelante, a pesar de la creatividad de los cafeteros, el negocio no volvió a ser el mismo.
De cualquier manera, antes de evaluar el pasado reciente o el presente de un renglón económico de enorme tradición hoy sometido a una larga hora de vacas flacas, vale la pena recorrer la historia nacional para entender lo que significa el café en Colombia. Aunque los estudiosos del tema advierten que los primeros en introducir su cultivo en el territorio patrio fueron los sacerdotes jesuitas en las primeras décadas del siglo XVIII, fue en Norte de Santander donde por primera vez se extendió su cultivo.
Sin embargo, como lo detalla la obra ‘Biografía del café’, editada por Ana María Romero, con el paso del tiempo las plantaciones del grano se fueron trasladando hacia regiones ubicadas en la vertiente de Los Andes, y fue así como del oriente colombiano, donde fue situada su principal producción hacia 1856, según la connotada Comisión Corográfica, pronto fue el eje de ese gran movimiento poblacional, cultural y económico denominado la colonización antioqueña.
Desde el sur de Antioquia, en busca de tierras y de bienestar para sus familias, partieron decenas de aventureros en dos olas colonizadoras. Una inicial que fue fundando pueblos en el norte de Caldas hasta la creación de Manizales; y otra posterior que llegó hasta el Valle y el Tolima, dejando a su paso una gesta de arrieros que dejó su impronta en los actuales territorios de Caldas, Risaralda y Quindío. A finales del siglo XIX, a lomo de mula, el llamado Viejo Caldas tomaba forma y con él la proyección del café.
Ya en el siglo XX, después de los cruentos días de la Guerra de los Mil Días, entre 1899 y 1902, y la hora dolorosa de la pérdida de Panamá en 1903, con una economía arruinada y un país devastado por la violencia, el café surgió como una tabla de salvación para sobrevivir al naufragio. Su crecimiento fue vertiginoso. En los años 20, ya Colombia participaba con el 10% en la producción mundial de café. Una década después había doblado esta cifra. Para 1924, el café representaba casi el 80% de la exportación nacional.
Como era de suponerse, con el auge de la economía cafetera, se consolidaron también aquellas regiones donde se convirtió en la principal fuente de desarrollo. Por ejemplo, Manizales fue la ciudad modelo en las primeras décadas del siglo XX; y la actividad bancaria se fue moviendo de una manera paralela a las regiones donde el café se hizo cultura. En los años 50, las ventas del grano a nivel internacional superaban el 70% del valor total exportado por Colombia. No en vano, para distinguir al país se le denominaba ‘La nación cafetera’.
En medio de este ejemplar desarrollo, durante el segundo Congreso Cafetero que se desarrolló en Medellín, en 1927 se decidió crear la Federación Nacional de Cafeteros. La idea surgió con el propósito de fortalecer la industria y agremiar a sus productores alrededor de iniciativas tales como la regulación del precio interno, el fortalecimiento en la calidad del producto y el acceso al crédito para garantizar la expansión de la actividad. Esta iniciativa fue crucial para la economía cafetera.
La prueba es que a partir de entonces la industria cafetera multiplicó sus alcances. Además se logró que a través de un proyecto de Ley quedara reglamentado un impuesto de 10 centavos por cada saco de café exportado para fortalecer los intereses de la Federación. Poco a poco, este organismo fue creciendo en importancia política y económica hasta transformarse en uno de los gremios más representativos del país. Su alcance se integraba con los grandes poderes nacionales.
Con una economía en auge, una industria respaldada desde el alto gobierno y regiones prósperas, el café llegó a su punto más alto. Hacia 1940, con el propósito de cumplir con un convenio mundial de cuotas para regular el mercado internacional, se creó una nueva institución, el Fondo Nacional del Café, dispuesto para fortalecer las arcas del gremio. Su control quedó a cargo de la Federación de Cafeteros, que poco a poco fue desplegando nuevas alternativas de expansión dentro y fuera del territorio.
Fueron los años dorados de la economía cafetera. Los tiempos en que los almacenes generales de depósito sirvieron de abastecimiento para la producción; donde empezaron a implementarse nuevas tecnologías para desarrollar especies resistentes a las enfermedades; o las épocas en que las cooperativas, las fábricas o el mismo Juan Valdez demostraron que la proyección cafetera colombiana iba para largo y tenía en la Federación a su baluarte incondicional.
En las décadas de los años 50, 60 y 70 la situación continuó desahogada. El orgullo de Colombia como exportador de café era muy significativo y la cultura de las chapoleras en la recolección del grano ya era un distintivo del país ante el mundo. A pesar de los altibajos de la producción y los estancamientos cíclicos en las exportaciones, se mantuvo la pujanza. Además, se lograron desarrollar las variedades Caturra y Colombia que fueron fundamentales para superar la dependencia del sombrío.
Fue tal el éxito del ingenio colombiano que entre los años 70 y 80, las áreas sembradas del café tradicional, necesitadas de sombra, fueron reemplazadas por el café Caturra. De manera consecuente, los volúmenes de producción crecieron significativamente. En la medida en que Brasil, primer productor mundial, tenía dificultades climáticas, el grano colombiano cubría los faltantes del mercado internacional. Hasta los años 80, era difícil pensar que el imperio del café pudiera desmoronarse en Colombia.
No obstante, pasó lo inesperado. En junio de 1989, principalmente por la iniciativa de los países compradores del grano, se vino abajo el pacto de cuotas regulado en el Acuerdo Internacional del Café. Después de 29 años de un mercado regulado, de la noche a la mañana se regresó a la ley de oferta y demanda. Aunque la Federación Nacional de Cafeteros hizo toda clase de esfuerzos para volver al pacto de cuotas, esta opción nunca pudo tomar forma, y en breve las pérdidas ya eran millonarias.
Un estimativo de la época señala que en un año, los países productores ya habían perdido unos 6.000 millones de dólares por los bajos precios. Aunque se llegaron a proponer fórmulas como la retención de la producción nacional para disminuir la oferta en el mercado mundial, nada detuvo que empezara a abrirse paso una época de apremios. Como si fuera poco, a la pelea por los mercados se sumaron países como Vietnam, Etiopía o India, con lo cual también se perjudicaron los precios del grano.
Como lo describió la catedrática Angélica Rettberg en un ensayo para el libro ‘Crisis y transformaciones del mundo del café’, la caída de los precios internacionales perjudicó también a la Federación Nacional de Cafeteros que, con el correr de los años, afrontó un déficit creciente y cada vez perdió más capacidad para garantizar la estabilidad de los precios que antes le daba a los productores nacionales. Eso explica cómo fue recortando su presupuesto y su accionar, sin renunciar a la búsqueda de alternativas.
Sin embargo, ni los programas de cafés especiales, ni la apertura de las tiendas Juan Valdez que dio proyección a la actividad a nivel mundial, ni siquiera la recuperación de los precios, le dieron alivio a la creciente crisis. Inevitablemente, en las otrora prósperas regiones cafeteras, además de la sustitución de la actividad en algunos casos, no faltaron las primeras tensiones políticas. Y en busca de responsables, tampoco faltaron las recriminaciones a la Federación Nacional de Cafeteros.
El catedrático de la Universidad Javeriana, Jaime Forero Álvarez, en su escrito titulado ‘Estrategias adaptativas de la caficultura colombiana’, ilustra claramente esta última controversia. Expresa el autor que el principal cuestionamiento a la Federación provino de la afirmación según la cual, sus directrices habían sido encausadas en favor de un grupo cerrado de cafeteros y exportadores. De paso, se empezaron a cuestionar que muchos de los recursos en tiempos de abundancia terminaron mal invertidos.
En particular se recuerda la adquisición de la Flota Mercante Grancolombiana que, según los entendidos, sólo dejó pérdidas operacionales y que antes de su liquidación representaba el 41% de las inversiones de la Federación. Otro caso correspondió al Banco Cafetero que tuvo que pasar a manos del Gobierno. Fue tal el desplome de la economía cafetera que en poco tiempo después de la ruptura del pacto de cuotas, la Federación tuvo que salir de todas las empresas que no fueran directamente funcionales para la intervención en la producción y el mercado del grano.
En otras palabras, la economía cafetera colombiana nunca pudo recuperarse o adaptarse a las nuevas condiciones impuestas por el mercado libre. En consecuencia, de la época en que la producción cafetera daba para construir carreteras, escuelas, acueductos o proyectos de electrificación rural, se fue pasando a una época aciaga en que labriegos, sembradores, trilladores o comercializadores del grano empezaron a recontar sus arcas. En consecuencia, el eje cafetero ya no fue más el emporio de la riqueza nacional ni tampoco otras regiones productoras.
Hoy la situación es realmente angustiosa. A pesar de que la Federación Nacional de Cafeteros persiste en que los precios del mercado internacional pueden garantizar la actividad a mediano y largo plazo, los cálculos de los estudiosos del tema no dan para tanto optimismo. Los informes de la Organización Internacional del Café dan apenas para ligeros repuntes pero ahora es necesario agregar otras variables como la revaluación del peso que también ha golpeado duramente a los productores.
En esas perspectivas, con antecedentes similares años atrás, se veía venir la crisis cafetera. Durante las últimas 48 horas, sus principales productores se han hecho sentir. 70.000 caficultores exigiendo un precio de sustentación que el Gobierno no tiene como garantizar; pero al mismo tiempo exigiendo que así como el Fondo Nacional del Café sirvió para que Colombia se desarrollara en varios frentes de la economía, ahora el Estado debe blindar a un gremio que simbolizó para Colombia lo mejor de su industria.
El futuro no parece muy halagüeño. El paro cafetero ha mostrado una cara que el país no estaba acostumbrado a encarar. Es casi un billón y medio de pesos que en apenas los últimos doce meses dejaron de ingresar a los bolsillos de los cafeteros. La única salida parece ser la exportación, pero la revaluación, en cálculos de los entendidos se está llevando el 35% de los ingresos cafeteros. En otras palabras, un siglo después, Colombia empieza a pensar que ya no es más el país cafetero de antaño y que debe buscar nuevas alternativas para cerrar el ciclo.