Dos corridas en Medellín
Crónica en dos actos sobre la 23ª temporada taurina en la Ciudad de la Eterna Primavera.
Alfredo Molano Bravo
8 de febrero
Hay corridas donde todo sale bien, se cortan orejas, se indultan toros y después nada queda; hay otras donde hay broncas y avisos, y una tanda y un gesto hacen historia. Eso pasó el 8 de febrero en Medellín. Juan Bautista Jalabert, nacido en Nimes; Juan del Álamo, salmantino, y Ricardo Rivera torearon un encierro de Santa Bárbara. Era una corrida importante para la afición antioqueña porque matadores no muy conocidos tenían que vérselas con los toros bravos de Santa Bárbara, criados a las espaldas de Monserrate.
Al patio de cuadrillas —nervios y murmullos— entró el francés con timidez, a diferencia de Juan del Álamo que llegó bien parado. En la capilla, a Ricardo Rivera —quien se hizo matador en México y vive en Guadalajara—, se le oyó quejarse, o llorar. O gritar. Es un torero al que se le mira y se le oye. La plaza recibió a los matadores con un aplauso gentil, pero escéptico. Rivera se retrasó y apenas si llegó al callejón cuando sus compañeros de cartel ya toreaban al viento. Tenía un aire entre distraído y absorto. Desplegó el capote mientras la plaza entera hacía un minuto de silencio por los fallecimientos de un cronista taurino y la madre de Carlos Barbero, el ganadero.
A su primero —un azabache astifino— Juan Bautista lo lanceó muy quieto a la verónica y apretó las chicuelinas en los quites; Jaime Mejía banderilleó sacando los brazos desde lo alto y el toro persiguió. Tenía fijeza y así el francés mostró la fluidez de su muñeca derecha con la que parece dar todo el pase. No ligó naturales. Mató bajo el último rayo de sol que cayó en la plaza. Silencio. No vi nada diferente en su segundo, Embrujo, de 464 kilos, al que Devia puso un par de banderillas airosas. Pase a pase lo llevó Jalabert al ritmo de Los Toreadores hasta colocarlo en sitio, donde pinchó y perdió la oreja.
Juan del Álamo tiene un halo blanco como lo tuvo Palomo Linares. Y torea como toreaba él, con alegría y compostura. Ingenioso —que no lo fue— tenía 453 kilos, un peso casi igual al de sus hermanos de encierro, y como todos, bravo. Verónicas y revolera aplaudidas; ligado y templado con la muleta que toma con las yemas de sus dedos, dándole delicadeza a sus pases. Metido y templando no logró, pese a todo, romper. Tampoco en su segundo, Artillero, que brindó al público. Lo consintió con la derecha en trazos hondos, pero se fue sin lo que buscaba. Mató con una estocada entera. Silencio.
La tarde fue de Ricardo Rivera que mató tres toros. Así fue la historia. Desde el callejón Rivera parecía hablar con el diablo. Metió la cabeza en la montera, de donde la sacó mirando al cielo como una figura de El Greco. Pero no miró al toro hasta que dio un paso al lado y salió del burladero para hacer tres verónicas suaves y a la vez firmes. Carlos Guillermo Rodríguez, pequeño y ágil, toca el cielo antes de clavar las banderillas en un dedal. Con la muleta, Rivera templa y saca con la derecha lo que lleva en el alma. Torea con quietud manoletinas. El toro se traga la espada. Fue con su segundo toro, Quitaluna, de 456 kilos, —cola embanderada— donde hizo la tarde. Dio pelea en varas. Prieto y Rodríguez cumplieron y el público los ovacionó obligándolos a desmonterarse. El matador ignoró sin querer el protocolo y salió a brindar al mismo tiempo. El respetable se sintió irrespetado y le armó la bronca. Rivera respondió botando con ira su montera. La bronca hizo temblar la plaza. Y ahí vino lo que se recordará: mientras los pitos no cesaban, el torero desplegó la muleta y toreó tan entregado y parado con la derecha que en un instante logró, con suavidad y genio que la rechifla se convirtiera en una ovación. Toreo vertical, sentido, por lo hondo y valeroso, por el celo con que cruzaba la raya; parecía un demente sin atender el peligro y sin sobornar al público. Naturales ligados para rematar con un pase de pecho que rasgó la hombrera. El toro se tragó la espada y el espada perdió las orejas. “Estoy roto”, murmuró de regreso al callejón. Habló con Barbero, que generoso le regaló a Lanzafuegos, el séptimo. Con una media verónica anunció que entraba a lo grande. Chicuelinas al centro. Pide perdón y sale a torear con muleta por lo bajo: pases lentos, seguros, templados, inspirados. Unta la faja, suelta la espada, torea con la izquierda y carga la suerte para una tanda de naturales con la derecha. El público rompe y aplaude. Rivera firma la plaza.
9 de febrero
Corrida a beneficio de la afición: todos pagábamos cuarenta pesos, boletas sin numerar y, por tanto, sin sitios fijos. No fue festejo de concurso, pero se torearon toros de diferentes hierros. Al primero, un bonito de Rincón Santo, Rubio de San Diego nada le sacó porque el torero —llamémoslo así— nada puso. Quizá nada tiene. A su segundo no pudo aprovecharlo. No sólo porque no lo entendió, sino porque no se dejó oler del animal. Le arrebató con soberbia las banderillas a Guillermo Rodríguez, un moreno que sí sabe ponerlas, para dejarlas de cualquier manera en la paleta del buen toro de Ernesto Gutiérrez. Con la muleta, siempre trompicada, mereció broncas a cada pase. Se le apareció la Virgen a la hora de matar. Palmas al toro.
A Paquito Perlaza se le malogró su primero, un Vistahermosa que despertó ilusiones y que fue reemplazado por uno de Achury Viejo con 456 kilos, que toreó como torea ahora, con valor y pulcritud: verónicas ajustadísimas, derechazos templados y un largo y desdeñoso abaniqueo para rematar una faena de oreja, que perdió al pinchar. El quinto de la tarde, otro toro de La Carolina, volvió a prender esperanzas al galopar y meter la cabeza. Paquito se arropó con la capa una y otra vez en quites, brindó a todos la muerte de Musitador —468 kilos— que mató tras siete descabellos y dos avisos. Juan Solanilla toreó a Peleador de 486 kilos, un bien hecho de La Carolina, al que cortó una oreja. Limpio con la capa, metido con la muleta, sacó redondos largos y ligó en naturales. Gran faena. Aplaudidos toro y torero. Con el último de la tarde, Juan poco pudo hacerle al Santa Bárbara desde que no supo qué hacer en un puerta de gayola que no lo fue. Tarde de media entrada escasa que dejó sabor del buen toreo de Perlaza y Solanilla, y de casta de un encierro variopinto.
8 de febrero
Hay corridas donde todo sale bien, se cortan orejas, se indultan toros y después nada queda; hay otras donde hay broncas y avisos, y una tanda y un gesto hacen historia. Eso pasó el 8 de febrero en Medellín. Juan Bautista Jalabert, nacido en Nimes; Juan del Álamo, salmantino, y Ricardo Rivera torearon un encierro de Santa Bárbara. Era una corrida importante para la afición antioqueña porque matadores no muy conocidos tenían que vérselas con los toros bravos de Santa Bárbara, criados a las espaldas de Monserrate.
Al patio de cuadrillas —nervios y murmullos— entró el francés con timidez, a diferencia de Juan del Álamo que llegó bien parado. En la capilla, a Ricardo Rivera —quien se hizo matador en México y vive en Guadalajara—, se le oyó quejarse, o llorar. O gritar. Es un torero al que se le mira y se le oye. La plaza recibió a los matadores con un aplauso gentil, pero escéptico. Rivera se retrasó y apenas si llegó al callejón cuando sus compañeros de cartel ya toreaban al viento. Tenía un aire entre distraído y absorto. Desplegó el capote mientras la plaza entera hacía un minuto de silencio por los fallecimientos de un cronista taurino y la madre de Carlos Barbero, el ganadero.
A su primero —un azabache astifino— Juan Bautista lo lanceó muy quieto a la verónica y apretó las chicuelinas en los quites; Jaime Mejía banderilleó sacando los brazos desde lo alto y el toro persiguió. Tenía fijeza y así el francés mostró la fluidez de su muñeca derecha con la que parece dar todo el pase. No ligó naturales. Mató bajo el último rayo de sol que cayó en la plaza. Silencio. No vi nada diferente en su segundo, Embrujo, de 464 kilos, al que Devia puso un par de banderillas airosas. Pase a pase lo llevó Jalabert al ritmo de Los Toreadores hasta colocarlo en sitio, donde pinchó y perdió la oreja.
Juan del Álamo tiene un halo blanco como lo tuvo Palomo Linares. Y torea como toreaba él, con alegría y compostura. Ingenioso —que no lo fue— tenía 453 kilos, un peso casi igual al de sus hermanos de encierro, y como todos, bravo. Verónicas y revolera aplaudidas; ligado y templado con la muleta que toma con las yemas de sus dedos, dándole delicadeza a sus pases. Metido y templando no logró, pese a todo, romper. Tampoco en su segundo, Artillero, que brindó al público. Lo consintió con la derecha en trazos hondos, pero se fue sin lo que buscaba. Mató con una estocada entera. Silencio.
La tarde fue de Ricardo Rivera que mató tres toros. Así fue la historia. Desde el callejón Rivera parecía hablar con el diablo. Metió la cabeza en la montera, de donde la sacó mirando al cielo como una figura de El Greco. Pero no miró al toro hasta que dio un paso al lado y salió del burladero para hacer tres verónicas suaves y a la vez firmes. Carlos Guillermo Rodríguez, pequeño y ágil, toca el cielo antes de clavar las banderillas en un dedal. Con la muleta, Rivera templa y saca con la derecha lo que lleva en el alma. Torea con quietud manoletinas. El toro se traga la espada. Fue con su segundo toro, Quitaluna, de 456 kilos, —cola embanderada— donde hizo la tarde. Dio pelea en varas. Prieto y Rodríguez cumplieron y el público los ovacionó obligándolos a desmonterarse. El matador ignoró sin querer el protocolo y salió a brindar al mismo tiempo. El respetable se sintió irrespetado y le armó la bronca. Rivera respondió botando con ira su montera. La bronca hizo temblar la plaza. Y ahí vino lo que se recordará: mientras los pitos no cesaban, el torero desplegó la muleta y toreó tan entregado y parado con la derecha que en un instante logró, con suavidad y genio que la rechifla se convirtiera en una ovación. Toreo vertical, sentido, por lo hondo y valeroso, por el celo con que cruzaba la raya; parecía un demente sin atender el peligro y sin sobornar al público. Naturales ligados para rematar con un pase de pecho que rasgó la hombrera. El toro se tragó la espada y el espada perdió las orejas. “Estoy roto”, murmuró de regreso al callejón. Habló con Barbero, que generoso le regaló a Lanzafuegos, el séptimo. Con una media verónica anunció que entraba a lo grande. Chicuelinas al centro. Pide perdón y sale a torear con muleta por lo bajo: pases lentos, seguros, templados, inspirados. Unta la faja, suelta la espada, torea con la izquierda y carga la suerte para una tanda de naturales con la derecha. El público rompe y aplaude. Rivera firma la plaza.
9 de febrero
Corrida a beneficio de la afición: todos pagábamos cuarenta pesos, boletas sin numerar y, por tanto, sin sitios fijos. No fue festejo de concurso, pero se torearon toros de diferentes hierros. Al primero, un bonito de Rincón Santo, Rubio de San Diego nada le sacó porque el torero —llamémoslo así— nada puso. Quizá nada tiene. A su segundo no pudo aprovecharlo. No sólo porque no lo entendió, sino porque no se dejó oler del animal. Le arrebató con soberbia las banderillas a Guillermo Rodríguez, un moreno que sí sabe ponerlas, para dejarlas de cualquier manera en la paleta del buen toro de Ernesto Gutiérrez. Con la muleta, siempre trompicada, mereció broncas a cada pase. Se le apareció la Virgen a la hora de matar. Palmas al toro.
A Paquito Perlaza se le malogró su primero, un Vistahermosa que despertó ilusiones y que fue reemplazado por uno de Achury Viejo con 456 kilos, que toreó como torea ahora, con valor y pulcritud: verónicas ajustadísimas, derechazos templados y un largo y desdeñoso abaniqueo para rematar una faena de oreja, que perdió al pinchar. El quinto de la tarde, otro toro de La Carolina, volvió a prender esperanzas al galopar y meter la cabeza. Paquito se arropó con la capa una y otra vez en quites, brindó a todos la muerte de Musitador —468 kilos— que mató tras siete descabellos y dos avisos. Juan Solanilla toreó a Peleador de 486 kilos, un bien hecho de La Carolina, al que cortó una oreja. Limpio con la capa, metido con la muleta, sacó redondos largos y ligó en naturales. Gran faena. Aplaudidos toro y torero. Con el último de la tarde, Juan poco pudo hacerle al Santa Bárbara desde que no supo qué hacer en un puerta de gayola que no lo fue. Tarde de media entrada escasa que dejó sabor del buen toreo de Perlaza y Solanilla, y de casta de un encierro variopinto.