El ahora o la conciencia de las cosas
Una las tantas obsesiones de Kafka escritor giraba en la defensa de un cargo por más miserable que este se le dé a sus personajes.
Ricardo López Solano
“El pleno goce de la obra de Kafka como de tantos otros, ha dicho Borges, puede anteceder a toda interpretación y no depende de ella”.
En línea con lo que dice Borges en esta introducción, en una obra literaria o de arte, antes que dedicarme a buscar interpretaciones o simbolismos, por lo general estériles, más bien, sin ideas o esquemas preconcebidos, trato de descubrir, además de las obsesiones del autor, en que forma su contenido me podría impresionar, y de paso fortalecer mi formación moral, intelectual y laboral. Así como también, en lo que su lectura juiciosa me pueda favorecer en la toma de conciencia, objetividad, solución de conflictos internos, proyección futura, y en lo que quizás pudiese ser lo más importante de todo, la acumulación de un acervo informativo constructivo, del que en cualquier momento pudiese echar mano.
Con esta visión, leí, revisé y releí una y otra vez la obra de Franz Kafka, ese genial escritor checo nacido en Praga (1883-1924), autor de “La metamorfosis”, “América”, “El Proceso” y “El Castillo”, entre otros ensayos y cuentos. Y así lo hice, hasta que empecé a visualizar, acorde a mi interpretación en particular, que, en el trasfondo de su temática, una de sus tantas obsesiones como escritor, giraba en la defensa de un cargo por más miserable que este se le dé a sus personajes, algo que en nuestra cultura laboral menospreciamos y degradamos en todo el sentido de la palabra.
Esta directriz obsesiva direccionada a la conservación de un empleo, lo podemos apreciar en primera instancia en su novela “América”, así como en algunos de sus cuentos. En este orden de ideas, a través de las páginas de la obra de este gran escritor, además de deleitarme en ellas por su finura y delicadezas y elaboración de sus palabras y frases, uno empieza a tomar conciencia, cuando no la reafirma, del valor casi sobrenatural, que rodean las pequeñísimas ventajas, por nimias y triviales que estas se nos ofrezcan: unos pequeños bienes, un pequeño capital, un ascenso insignificante, la calma indescriptible propia de la fatiga que surge en medio de una faena feliz, como en capítulo 16 de “El Castillo”. En fin, un sinnúmero de frases vigorizantes con términos que refuerzan la anterior apreciación, tales como, abundante, generoso, agradecido, amoroso, gratificante, copioso, meticuloso, enérgico, agradabilísimo gozoso, opíparo, jubiloso, holgado, provechoso, y las apetitosas y sonrosadas manzanitas, tal como magistralmente las describe en las diferentes páginas de “La Metamorfosis”.
Y que decir del uso de los diminutivos: ratito, patitas, pitidito, sueñecito, pequeñito, y por igual insignificante, palabras y diminutivos que lo encontramos esparcidos en todo lo largo y ancho de su producción literaria.
Lo de preocuparse por encima de todo, a fin de, por ningún motivo, ir a perder su cargo, en toda la dimensión de la palabra, lo podemos apreciar en Gregorio Samsa, el personaje principal de “La metamorfosis”. Samsa, que había amanecido transformado en un repugnante bicho, cuando el principal de su empresa llegó a su casa para recriminarle por no haber tomado el tren de la madrugada para cumplir con un compromiso laboral fuera de la ciudad donde residía, mucho más que intranquilizarse por el cambio repugnante que sufrió su humanidad, lo que más le preocupaba era la potencial pérdida de su empleo por esta, para él, imperdonable falta. Y sin importarle en lo más mínimo su espantoso aspecto, lo que justificaría con creces su falta al trabajo de ese día, salió de su habitación detrás del principal, arrastrándose por el movimiento de sus múltiples patitas, mientras le suplicaba con su voz ininteligible, que abogara por él ante el dueño de la empresa para que no lo fuera a despedir. Como para no creer.
Llegado a este punto, vale la pena preguntarse, ¿si es que tendremos cabal conciencia en los cargos que ocupamos en las entidades donde laboramos, de nuestras pequeñas y grandes ventajas respecto a otras grandes y pequeñas empresas del país de la que hacemos parte, entre otros, ingresos, seguridad social, estabilidad laboral, y si contamos con ella, pensión a futuro y vacaciones?
Pero, de momento dejemos este análisis para el final, y prosigamos: describir en sus pormenores más insignificantes la atmósfera angustiosa, tensa y casi distorsionada, por la que los personajes kafkianos discurren en pos de un cargo, mísero muchas veces, y por las que tienen que habérselas para no correr el riesgo de perderlos, ante las exiguas perspectivas de trabajo que les rodean, es a mi modo de ver las cosas, no solo una constante en sus novelas, sino uno de sus mayores logros, y lo que en buena medida marca su genialidad.
Uno de los protagonistas secundarios, en el capítulo 7, de la novela “América”, Joseph Mendel, “El Estudiante”, trabajaba de día en la tienda Montly como vendedor de última categoría, lo que podría decirse, casi que un mandadero, donde devengaba un sueldo miserable y un trato por igual, para no decir que peor. Por las noches, tomando, tal como solía hacerlo de día, termos enteros de café negro para no dormirse en el trabajo, un lujo que tan solo pensaba darse cuando terminara sus estudios, sentado en el balcón mal iluminado del lúgubre hospedaje donde residía, solitario y casi sin interrupciones, estudiaba hasta el amanecer.
Joseph, en cierta oportunidad le comentaba a Carl Rossmann, protagonista de “América”, que haber obtenido ese cargo en Montly había sido hasta ese momento, para él, el mayor éxito de su vida, y que, si algún día le tocara elegir entre sus estudios y el puesto, desde luego que se decidiría por el puesto, y que todo su empeño se encaminaba, sencillamente, en no permitir que surgiera la necesidad de semejante elección.
¿Si será, parodiando a Mendel?, ¿Que nuestros cargos actuales, sea hasta el momento, nuestro mayor éxito? Y si así lo fuera, ¿Será que nos encontramos totalmente conscientes de ello?
Sigamos adelante: otra constante en este escritor es que sus personajes, aguijoneados quizás, por tan escasas oportunidades de trabajo, por lo general, se les ve enmarcados de un alto sentido de la responsabilidad, fatigosos y de lleno dedicados a sus tareas absorbentes, no permitiéndose en sus rutinas agobiantes, la menor distracción en todo aquello que no concierna a sus labores.
Al respecto, en el capítulo 6 de “América”, encontramos un pasaje tremendamente impactante, en el que dos porteros del Hotel Continental, donde se desarrolla este trama, atendían en sendas ventanillas donde siempre se mantenían por lo menos diez caras interrogantes que en idiomas diferentes preguntaban, reclamaban, llevaban, buscaban o pretendían algo, lo que motivaba a que, en medio de la turbamulta y el ruido ensordecedor, constantemente se agitaran numerosas manos impacientes.
Para su auxilio, cada portero contaba con un ordenanza, una figura que reiterativamente Kafka utiliza en todas sus novelas y en un buen número de sus cuentos, los que, a la carrera, desde un estante lleno de libros y de diversos cajones, debían traer, sin equivocarse, todo lo que le fuese requerido. Pero, si por cualquier razón les traían algún artículo que no se les hubiese solicitado, estos que por la prisa no podían entretenerse dando explicaciones complementarias, más bien de un solo empujón y casi sin mirar, arrojaban de la mesa a su lado, los objetos equivocados puestos por delante.
Pero lo verdaderamente impactante, era el relevo que debía hacerse varias veces al día, ya que, por más de una hora, no había quien pudiera resistir un trajín de semejante envergadura.
Al sonar una campanilla, los nuevos porteros con sus respectivos ayudantes entraban por una puerta lateral, y absortos y en silencio, se apostaban detrás de sus colegas tratando en la marcha de coger el hilo de los sucesos y cuando ya lo tenían, tocaban el hombro de los compañeros a relevar, quienes hasta el momento parecían no haberse percatado de lo que acontecía a sus espaldas. En ese preciso instante, el cambio de porteros se realizaba en forma tan relampagueante, que los clientes a su frente retrocedían espantados, al comprobar que esas no eran las caras a las que momentos antes se habían estado dirigiendo.
Terminada su jornada, y después de estirarse un poco, presurosos estos funcionarios se iban hacia a un lavabo donde procedían a refrescar sus ardientes cabezas, mientras que sus ordenanzas terminaban de recoger y ordenar en los estantes y cajones los objetos regados por el suelo.
¿Será que en algo se parecerá nuestro tren de trabajo en las empresas donde hacemos parte, en especial en los cambios de turno, a los cambios de turnos de estos porteros?
Sin que por ello tengamos que convertirnos en conformistas y permitir que nuestros superiores nos maltraten, y que tengamos que renunciar a nuestras aspiraciones más sentidas, “vivir en el ahora o tener conciencia de las cosas” es encontrarnos capacitados, ¡ojo!, capacitados, para disfrutar de todo aquello que nos rodea y de todo lo que poseemos, aún lo más sencillo e insignificante; es además, valorar en toda su profundidad las ventajas que de momento contamos, incluso las más nimias; es emprender nuestras tareas con una convicción fuera de serie y con un sentido de la responsabilidad total.
Llegado a este punto, me hago una nueva pregunta, extensiva a todos ¿Cuál podría ser nuestro futuro y el de las empresas donde laboramos si en cualquier momento colapsaran estrepitosamente?
De momento podríamos dar numerosas respuestas a este interrogante, la mayoría de ellas desobligantes: me tiene sin cuidado, me importa un comino, a buscar otro trabajo se dijo, me independizo y punto, los problemas de la empresa no son mis problemas, todavía puedo hacer muchas cosas, para que están mis viejos, alguien me dará la mano, y un sinnúmero de sandeces más.
En fin, todo un caldo de cultivo, para que, en su aspecto laboral, se cierna sobre nosotros, la visión apocalíptica de Kafka, que como un manantial de agua cristalina fluye a través de las páginas de su extensa obra; y que, llegado el momento, nos ha de llevar de la mano, como a tantos de sus protagonistas, a valorar incondicionalmente lo que en verdad vale un empleo, por más insignificante que este se nos dé y por más sacrificios que nos toque adelantar para retenerlo.
Pero quizás no necesitamos ir muy lejos o esperar demasiado, para corroborar su veracidad. Como los ejemplos sobran, ha de bastarnos con que demos una somera ojeada a nuestro alrededor o que retrocedamos un poco al pasado, quizás no mucho, para que nos estrellemos de lleno con esta verdad, ya que lo más seguro es que muchos de nosotros no nos hayamos percatado de ello o que habiéndolo vivido en carne propia, como es nuestra costumbre, de momento lo hayamos olvidado.
Tomar en serio esta probabilidad, por más remota que nos parezca, de seguro que nos llevará, tal como al estudiante, a dirigir todo nuestro empeño a fin de evitar en lo posible la pérdida de nuestro actual empleo; un empeño en el que debemos darlo todo, en otras palabras, lo mejor de sí.
Así las cosas y totalmente conscientes, estilo de Josep Mendel, de que nuestro cargo, por ahora es nuestro mayor éxito; a todos, en todos los órdenes y niveles de la organización donde trabajamos, se les podría ver, entonces, absortos y dedicados en pleno a sus tareas, sin tomarse el mas leve respiro, a no ser que sea como para disfrutar, parodiando a Kafka, de un pequeño y apetitoso refrigerio, en un momento, en que, por nada, entorpezcamos el ritmo normal de nuestras labores.
En otras palabras, vale la pena repetir esta frase: “cuando la calma indescriptible propia de la fatiga que surge en medio de una faena feliz haga acto de presencia”.
Ahora sí que podríamos decir que, “vivimos en el ahora y que tenemos conciencia de las cosas”, y que no tendríamos por qué temerle de a mucho la escasez de empleo, ya que estamos haciendo crecer la entidad donde nos encontramos laborando, y como debe ser.
“El pleno goce de la obra de Kafka como de tantos otros, ha dicho Borges, puede anteceder a toda interpretación y no depende de ella”.
En línea con lo que dice Borges en esta introducción, en una obra literaria o de arte, antes que dedicarme a buscar interpretaciones o simbolismos, por lo general estériles, más bien, sin ideas o esquemas preconcebidos, trato de descubrir, además de las obsesiones del autor, en que forma su contenido me podría impresionar, y de paso fortalecer mi formación moral, intelectual y laboral. Así como también, en lo que su lectura juiciosa me pueda favorecer en la toma de conciencia, objetividad, solución de conflictos internos, proyección futura, y en lo que quizás pudiese ser lo más importante de todo, la acumulación de un acervo informativo constructivo, del que en cualquier momento pudiese echar mano.
Con esta visión, leí, revisé y releí una y otra vez la obra de Franz Kafka, ese genial escritor checo nacido en Praga (1883-1924), autor de “La metamorfosis”, “América”, “El Proceso” y “El Castillo”, entre otros ensayos y cuentos. Y así lo hice, hasta que empecé a visualizar, acorde a mi interpretación en particular, que, en el trasfondo de su temática, una de sus tantas obsesiones como escritor, giraba en la defensa de un cargo por más miserable que este se le dé a sus personajes, algo que en nuestra cultura laboral menospreciamos y degradamos en todo el sentido de la palabra.
Esta directriz obsesiva direccionada a la conservación de un empleo, lo podemos apreciar en primera instancia en su novela “América”, así como en algunos de sus cuentos. En este orden de ideas, a través de las páginas de la obra de este gran escritor, además de deleitarme en ellas por su finura y delicadezas y elaboración de sus palabras y frases, uno empieza a tomar conciencia, cuando no la reafirma, del valor casi sobrenatural, que rodean las pequeñísimas ventajas, por nimias y triviales que estas se nos ofrezcan: unos pequeños bienes, un pequeño capital, un ascenso insignificante, la calma indescriptible propia de la fatiga que surge en medio de una faena feliz, como en capítulo 16 de “El Castillo”. En fin, un sinnúmero de frases vigorizantes con términos que refuerzan la anterior apreciación, tales como, abundante, generoso, agradecido, amoroso, gratificante, copioso, meticuloso, enérgico, agradabilísimo gozoso, opíparo, jubiloso, holgado, provechoso, y las apetitosas y sonrosadas manzanitas, tal como magistralmente las describe en las diferentes páginas de “La Metamorfosis”.
Y que decir del uso de los diminutivos: ratito, patitas, pitidito, sueñecito, pequeñito, y por igual insignificante, palabras y diminutivos que lo encontramos esparcidos en todo lo largo y ancho de su producción literaria.
Lo de preocuparse por encima de todo, a fin de, por ningún motivo, ir a perder su cargo, en toda la dimensión de la palabra, lo podemos apreciar en Gregorio Samsa, el personaje principal de “La metamorfosis”. Samsa, que había amanecido transformado en un repugnante bicho, cuando el principal de su empresa llegó a su casa para recriminarle por no haber tomado el tren de la madrugada para cumplir con un compromiso laboral fuera de la ciudad donde residía, mucho más que intranquilizarse por el cambio repugnante que sufrió su humanidad, lo que más le preocupaba era la potencial pérdida de su empleo por esta, para él, imperdonable falta. Y sin importarle en lo más mínimo su espantoso aspecto, lo que justificaría con creces su falta al trabajo de ese día, salió de su habitación detrás del principal, arrastrándose por el movimiento de sus múltiples patitas, mientras le suplicaba con su voz ininteligible, que abogara por él ante el dueño de la empresa para que no lo fuera a despedir. Como para no creer.
Llegado a este punto, vale la pena preguntarse, ¿si es que tendremos cabal conciencia en los cargos que ocupamos en las entidades donde laboramos, de nuestras pequeñas y grandes ventajas respecto a otras grandes y pequeñas empresas del país de la que hacemos parte, entre otros, ingresos, seguridad social, estabilidad laboral, y si contamos con ella, pensión a futuro y vacaciones?
Pero, de momento dejemos este análisis para el final, y prosigamos: describir en sus pormenores más insignificantes la atmósfera angustiosa, tensa y casi distorsionada, por la que los personajes kafkianos discurren en pos de un cargo, mísero muchas veces, y por las que tienen que habérselas para no correr el riesgo de perderlos, ante las exiguas perspectivas de trabajo que les rodean, es a mi modo de ver las cosas, no solo una constante en sus novelas, sino uno de sus mayores logros, y lo que en buena medida marca su genialidad.
Uno de los protagonistas secundarios, en el capítulo 7, de la novela “América”, Joseph Mendel, “El Estudiante”, trabajaba de día en la tienda Montly como vendedor de última categoría, lo que podría decirse, casi que un mandadero, donde devengaba un sueldo miserable y un trato por igual, para no decir que peor. Por las noches, tomando, tal como solía hacerlo de día, termos enteros de café negro para no dormirse en el trabajo, un lujo que tan solo pensaba darse cuando terminara sus estudios, sentado en el balcón mal iluminado del lúgubre hospedaje donde residía, solitario y casi sin interrupciones, estudiaba hasta el amanecer.
Joseph, en cierta oportunidad le comentaba a Carl Rossmann, protagonista de “América”, que haber obtenido ese cargo en Montly había sido hasta ese momento, para él, el mayor éxito de su vida, y que, si algún día le tocara elegir entre sus estudios y el puesto, desde luego que se decidiría por el puesto, y que todo su empeño se encaminaba, sencillamente, en no permitir que surgiera la necesidad de semejante elección.
¿Si será, parodiando a Mendel?, ¿Que nuestros cargos actuales, sea hasta el momento, nuestro mayor éxito? Y si así lo fuera, ¿Será que nos encontramos totalmente conscientes de ello?
Sigamos adelante: otra constante en este escritor es que sus personajes, aguijoneados quizás, por tan escasas oportunidades de trabajo, por lo general, se les ve enmarcados de un alto sentido de la responsabilidad, fatigosos y de lleno dedicados a sus tareas absorbentes, no permitiéndose en sus rutinas agobiantes, la menor distracción en todo aquello que no concierna a sus labores.
Al respecto, en el capítulo 6 de “América”, encontramos un pasaje tremendamente impactante, en el que dos porteros del Hotel Continental, donde se desarrolla este trama, atendían en sendas ventanillas donde siempre se mantenían por lo menos diez caras interrogantes que en idiomas diferentes preguntaban, reclamaban, llevaban, buscaban o pretendían algo, lo que motivaba a que, en medio de la turbamulta y el ruido ensordecedor, constantemente se agitaran numerosas manos impacientes.
Para su auxilio, cada portero contaba con un ordenanza, una figura que reiterativamente Kafka utiliza en todas sus novelas y en un buen número de sus cuentos, los que, a la carrera, desde un estante lleno de libros y de diversos cajones, debían traer, sin equivocarse, todo lo que le fuese requerido. Pero, si por cualquier razón les traían algún artículo que no se les hubiese solicitado, estos que por la prisa no podían entretenerse dando explicaciones complementarias, más bien de un solo empujón y casi sin mirar, arrojaban de la mesa a su lado, los objetos equivocados puestos por delante.
Pero lo verdaderamente impactante, era el relevo que debía hacerse varias veces al día, ya que, por más de una hora, no había quien pudiera resistir un trajín de semejante envergadura.
Al sonar una campanilla, los nuevos porteros con sus respectivos ayudantes entraban por una puerta lateral, y absortos y en silencio, se apostaban detrás de sus colegas tratando en la marcha de coger el hilo de los sucesos y cuando ya lo tenían, tocaban el hombro de los compañeros a relevar, quienes hasta el momento parecían no haberse percatado de lo que acontecía a sus espaldas. En ese preciso instante, el cambio de porteros se realizaba en forma tan relampagueante, que los clientes a su frente retrocedían espantados, al comprobar que esas no eran las caras a las que momentos antes se habían estado dirigiendo.
Terminada su jornada, y después de estirarse un poco, presurosos estos funcionarios se iban hacia a un lavabo donde procedían a refrescar sus ardientes cabezas, mientras que sus ordenanzas terminaban de recoger y ordenar en los estantes y cajones los objetos regados por el suelo.
¿Será que en algo se parecerá nuestro tren de trabajo en las empresas donde hacemos parte, en especial en los cambios de turno, a los cambios de turnos de estos porteros?
Sin que por ello tengamos que convertirnos en conformistas y permitir que nuestros superiores nos maltraten, y que tengamos que renunciar a nuestras aspiraciones más sentidas, “vivir en el ahora o tener conciencia de las cosas” es encontrarnos capacitados, ¡ojo!, capacitados, para disfrutar de todo aquello que nos rodea y de todo lo que poseemos, aún lo más sencillo e insignificante; es además, valorar en toda su profundidad las ventajas que de momento contamos, incluso las más nimias; es emprender nuestras tareas con una convicción fuera de serie y con un sentido de la responsabilidad total.
Llegado a este punto, me hago una nueva pregunta, extensiva a todos ¿Cuál podría ser nuestro futuro y el de las empresas donde laboramos si en cualquier momento colapsaran estrepitosamente?
De momento podríamos dar numerosas respuestas a este interrogante, la mayoría de ellas desobligantes: me tiene sin cuidado, me importa un comino, a buscar otro trabajo se dijo, me independizo y punto, los problemas de la empresa no son mis problemas, todavía puedo hacer muchas cosas, para que están mis viejos, alguien me dará la mano, y un sinnúmero de sandeces más.
En fin, todo un caldo de cultivo, para que, en su aspecto laboral, se cierna sobre nosotros, la visión apocalíptica de Kafka, que como un manantial de agua cristalina fluye a través de las páginas de su extensa obra; y que, llegado el momento, nos ha de llevar de la mano, como a tantos de sus protagonistas, a valorar incondicionalmente lo que en verdad vale un empleo, por más insignificante que este se nos dé y por más sacrificios que nos toque adelantar para retenerlo.
Pero quizás no necesitamos ir muy lejos o esperar demasiado, para corroborar su veracidad. Como los ejemplos sobran, ha de bastarnos con que demos una somera ojeada a nuestro alrededor o que retrocedamos un poco al pasado, quizás no mucho, para que nos estrellemos de lleno con esta verdad, ya que lo más seguro es que muchos de nosotros no nos hayamos percatado de ello o que habiéndolo vivido en carne propia, como es nuestra costumbre, de momento lo hayamos olvidado.
Tomar en serio esta probabilidad, por más remota que nos parezca, de seguro que nos llevará, tal como al estudiante, a dirigir todo nuestro empeño a fin de evitar en lo posible la pérdida de nuestro actual empleo; un empeño en el que debemos darlo todo, en otras palabras, lo mejor de sí.
Así las cosas y totalmente conscientes, estilo de Josep Mendel, de que nuestro cargo, por ahora es nuestro mayor éxito; a todos, en todos los órdenes y niveles de la organización donde trabajamos, se les podría ver, entonces, absortos y dedicados en pleno a sus tareas, sin tomarse el mas leve respiro, a no ser que sea como para disfrutar, parodiando a Kafka, de un pequeño y apetitoso refrigerio, en un momento, en que, por nada, entorpezcamos el ritmo normal de nuestras labores.
En otras palabras, vale la pena repetir esta frase: “cuando la calma indescriptible propia de la fatiga que surge en medio de una faena feliz haga acto de presencia”.
Ahora sí que podríamos decir que, “vivimos en el ahora y que tenemos conciencia de las cosas”, y que no tendríamos por qué temerle de a mucho la escasez de empleo, ya que estamos haciendo crecer la entidad donde nos encontramos laborando, y como debe ser.