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Aviones militares distribuyeron el 4 de abril, en el oriente del Tolima, una circular del comando del destacamento de Sumapaz: “A partir de hoy —decía esa circular—, hasta nueva orden, todo el oriente del Tolima quedó comprendido en la zona de operaciones militares”. La medida fue tomada a causa de la grave situación de orden público que afectaba el sector.
Aviones militares distribuyeron el 4 de abril, en el oriente del Tolima, una circular del comando del destacamento de Sumapaz: “A partir de hoy —decía esa circular—, hasta nueva orden, todo el oriente del Tolima quedó comprendido en la zona de operaciones militares”. La medida fue tomada a causa de la grave situación de orden público que afectaba el sector. En el centro neurálgico del problema se encontraba Villarrica, una de las regiones cafeteras más privilegiadas del país, y la población misma de Villarrica, con su enorme y combada plaza de piedra menuda, sus oscuros almacenes arruinados y sus 3.000 niños.
Cuando se declaró el estado de emergencia, Villarrica era ya, desde hacía tiempo, una población agonizante. Todos sus habitantes sufrían las consecuencias de la situación. El comercio estaba liquidado. El toque de queda estaba en vigencia desde hacía varios meses y un considerable número de familias había tomado el camino del éxodo voluntario. De manera especial, desde el primer momento, los niños de Villarrica empezaron a ser víctimas de la situación: la escuela pública, un edificio de ladrillos pintado con un fuerte color de yema de huevo y construido en una eminencia a tres cuadras de la plaza principal, fue acondicionado como cuartel. La población escolar se dispersó hacia casas particulares, donde improvisaron las escuelas.
Desde el 4 de abril, día en que se constituyó la zona de operaciones militares, hasta el 15 del mismo mes, no se recibió de Villarrica ninguna noticia que no fuera oficial. El 15 se rompió el duro cerco del control militar en la zona afectada por la violencia, y se supo que 1.200 exiliados de Villarrica habían llegado a Ibagué, en 35 camiones del ejército nacional.
Dentro del plan de operaciones, la población de Villarrica había sido evacuada y sus habitantes trasladados a Buenos Aires, Ibagué y Ambalema, principalmente. “Como es natural —escribía un corresponsal en la capital del Tolima—, las escenas son impresionantes, por cuanto los millares de evacuados llegan sin haber tenido tiempo de traer consigo sus enseres. Mal vestidos, llevan en sus rostros la huella del sobrecogimiento”. Allí, en el torrente de la población desplazada, iban también los niños de Villarrica. Cuatro días después el corresponsal de El Espectador en Ibagué se trasladó a Ambalema, a 300 kilómetros de Villarrica, y escribió un impresionante reportaje sobre los desplazados. Fue esa la primera noticia que se tuvo de los niños de Villarrica después de la movilización: solamente en Ambalema había más de 400.
Entre los niños que el corresponsal de El Espectador tuvo oportunidad de contabilizar en Ambalema, 30 eran huérfanos. Los otros estaban en poder de sus padres, que se negaban a separarse de ellos.
Algunos llegaron afectados de enteritis y fueron atendidos oportunamente por los médicos de las fuerzas armadas. En los patios de la colonial casona de la factoría, algunas madres daban el pecho a sus pequeños. Otras buscaban harapos con que cubrir a sus hijos semidesnudos. Y, entre ellas, Rosa María Avilán, de 24 años, sostenía en sus brazos a los dos niños más jóvenes de Villarrica: un varón y una hembra, gemelos, de 13 días de nacidos.
Es imposible seguir la pista de cada uno de los niños desplazados de la zona afectada. Según informaciones autorizadas, hay 3.000 niños huérfanos a consecuencia de la violencia. Otros, cuyos padres viven, han sido trasladados a diferentes instituciones de caridad, por la imposibilidad en que sus progenitores se encuentran de atender a su subsistencia. Actualmente vehículos de las fuerzas armadas se dedican a repartir niños exiliados entre los establecimientos de beneficencia especialmente dedicados a la protección infantil. Muchos de los pequeños desplazados se encuentran en Ibagué.
Otros están todavía en Ambalema y Fusagasugá, en espera de que se les resuelva momentáneamente su situación. Y 300 se encuentran en el Amparo de Niños, la institución fundada en Bogotá por doña María Michelsen de López. Algunos de esos 300 niños no tienen filiación. Apenas están en edad de expresarse. Desconocen su origen, el nombre y la suerte de sus padres. Uno de ellos, un jorobadito de 12 años, llegó al Amparo de Niños afectado de tuberculosis.
La institución fundada por doña María Michelsen de López no tiene capacidad para más de 700 niños. Los hay de todo el país. Pero desde hace dos meses la colonia más numerosa es la del Tolima. Allí están, confundidos, perplejos, todavía no repuestos del violento impacto, los niños Rodríguez, los niños Castellanos, los niños Melendros, los niños Caicedos, los niños Iriartes y los incontables niños López —estos son apellidos con que se inscribieron al entrar— procedentes de la región de Sumapaz. A cualquiera hora del día o de la noche esos niños han ido llegando al establecimiento, conducidos por elementos de las fuerzas armadas, con una orden del gobernador del Tolima para que sean admitidos en la institución. El cupo ha sido rebasado: en la actualidad hay 950 niños. Trescientos de ellos, los últimos llegados al Amparo de Niños, han sido recluidos en un pabellón especial, el pabellón Tolima.
Cada caso es un caso especial, diferente. Pero el conjunto tiene una denominación general: “víctimas de la violencia”. La menor de esas víctimas, Helí Rodríguez, tiene dos años de edad. Apenas si puede decir su nombre. No sabe nada de nada. No tiene la menor idea de en dónde se encuentra. No sabe por qué lo trajeron, ni cómo, ni cuándo. Ignora por completo el paradero de sus padres y no manifiesta emoción alguna cuando se le pregunta si cree que su padre o su madre vendrán a buscarlo.
Uno de los mayores, en cambio, que vivía con sus padres en la región de El Roble, cerca de Villarrica, sabe que su padre no regresó a la casa hace más de dos meses. Siguió viviendo, sólo con su madre, en el rancho de la parcela, donde sembraban legumbres y café.
Un día del mes pasado, que el niño no recuerda, su madre tampoco regresó a la casa. Cuando se operó la evacuación fue trasladado a Ambalema y de allí a Bogotá. Como tiene trece años sabe por qué lo trajeron al Amparo de Niños, y sabe que jamás volverá a ver a su madre. Y sabe también que el año entrante tendrá que abandonar el asilo y valerse por sí mismo, porque los reglamentos prohíben que se tengan niños mayores de catorce años.
Dentro de su mala suerte, es la menos mala de todas la suerte de los niños que lograron un cupo en el Amparo. Allí, en medio de otros 700 niños de todo el país, han encontrado una cama con buenas cobijas, en el pabellón Tolima, que el dinámico padre Castillo, director del establecimiento, ha logrado improvisar. Pero esos 300 niños son minoría. Hay todavía 2.000 niños que las fuerzas armadas están repartiendo en diferentes lugares del país, y que acaso no encuentren todos los días la mazamorra y los fríjoles que se les sirve en el Amparo, a pesar de que la cocina no tiene capacidad para atender a 1.000 comensales. Ayer, a las cuatro de la tarde, una de las estufas de carbón dejó de funcionar, averiada por el intempestivo recargo de actividad. Para repararla, el padre Castillo tiene que recurrir al exiguo presupuesto: ochenta centavos diarios que le suministra el gobierno por cada niño.
En una visita al Amparo de Niños se advierte que la situación de orden público influyó notablemente en la psicología de los mayores.
Muchos de ellos aguardan esperanzados a que sus padres vengan por ellos. Llevan trajes de niños campesinos de tierra caliente —pantalón de dril y camisa de algodón— y se protegen del frío con un abrigo natural: corriendo por los patios, subiendo y bajando las escaleras de los tres pisos de la fundación.
Pero el Amparo no tiene medios para costearse una severa vigilancia.
Una cosa es pensar en una cifra: 1.000 niños, y otra es ver 1.000 niños sueltos en un patio, saliendo al encuentro de los visitantes para preguntarles si sus padres vendrán por ellos. Se confunden unos con otros. Pero ordinariamente los mayores, en grupos aislados, no participan del desorden general. El padre Castillo sabe que es a esos a los que hay que vigilar. La semana pasada un grupo de diez exiliados de Villarrica, entre los ocho y los once años, se fugó del establecimiento con el propósito de regresar a donde sus padres. Ayer se fugó otro. Al interrogar a uno de los niños de Villarrica sobre los proyectos de sus compañeros fugados, manifestó:
—No llevaban plata. Pensaban ir al tren y meterse escondidos para volver al Tolima.
Hasta el día de hoy no se tiene ninguna noticia de los niños que se han fugado del Amparo para regresar a donde sus padres.
Examinando el caso de los 300 niños evacuados de Villarrica que se encuentran en el Amparo de Niños se comprende que allí podrán vivir, comer y dormir durante varios años. Algunos —no todos, porque no hay capacidad en los talleres— aprenderán los rudimentos de la mecánica, la fundición y la tenería. Pero cuando cumplan catorce años serán puestos en la calle, en parte porque así lo disponen los reglamentos y en parte porque entonces se necesitará el espacio para otros niños menores. De todos los niños exiliados de Villarrica, el que permanecerá mayor tiempo en el Amparo será Helí Rodríguez, que tiene todavía doce años por delante para disfrutar de la protección del asilo. Aprenderá a leer, a rezar y a cantar. Aprenderá las reglas elementales de la urbanidad y los rudimentos de la profesión de fundidor. Pero dentro de doce años, cuando tenga catorce, Helí Rodríguez tendrá que salir a la calle, a ganarse la vida. En esas circunstancias, lo más probable y también lo menos dramático que puede ocurrirle es que se muera de hambre o que un juez de menores lo envíe a una casa de corrección.
Lea mañana: “Cómo ve José Dolores el problema cafetero”.