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En Suesca, Cundinamarca, era un joven acomodado que se preguntaba qué habría más allá de su pueblo y los lujos con los que creció; en Puerto Alvira, Meta, era dueño de un almacén que se convirtió en el foco de las negociaciones narcotraficantes en el periodo de invasión de las hoy extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en la zona entre el río Meta y el río Guaviare.
“Siempre fue diferente en todo”, cuenta la hija de Camilo Arturo Salazar*, recordando su llegada a finales de los 80 a un caserío que se conoce oficialmente como Puerto Alvira, pero que en aquel entonces sus habitantes llamaban Caño Jabón. Camilo abandonó su vida en Cundinamarca, departamento en que se encuentra la capital del país, y se mudó a Castillo, Meta, un departamento al sur del Bogotá, en donde conoció a Rosa*, quien para ese entonces estaba comprometida con otro hombre. Se fugó con ella a Villavicencio y allí formó una familia que mantuvo con un negocio de electrodomésticos. Sin embargo, no le bastó, quería más dinero y necesitaba irse lejos. Uno de sus conocidos le habló de la posibilidad de abrir un negocio sin competidores en una vereda en medio de la selva llanera, a pocos kilómetros del casco urbano de Mapiripán. No cualquiera aceptaría una oferta tan exótica como aquella; sí era un hombre diferente, pero dada la naturaleza de los eventos que le sucedieron a esa decisión, se podría decir que “nunca le importó qué pensaran de él”, como también advirtió su hija Daniela*, quien hoy tiene 43 años y es dueña de una microempresa de agua embotellada.
Cruzó la selva durante varios días con su esposa e hijos, por una carretera que en aquella época era todo menos una carretera. Camilo se instaló en Caño Jabón, cuando todavía no habían llegado más que un pequeño puñado de personas al pueblo. Años antes, allí no habitaba nadie que no fuera un indígena Guahibo, por lo que se encontraron en un nuevo asentamiento plagado de familias provenientes de todo el país; eran muy pocos los oriundos del Meta. Según la exesposa e hijos de Camilo, los cultivos de coca en tierras de la comunidad Guahiba eran una mina de oro que hasta entonces no había sido explotada; los visitantes negociaban la coca con los indígenas o les compraban las tierras, y construían sus propios laboratorios en medio de la selva para procesar la hoja y producir el polvillo blanco que durante años permitió el crecimiento económico y poblacional no solo de Caño Jabón, sino de muchos otros pueblos aledaños a Mapiripán, como Tillavá, El Mielón y El Pororio. Camilo no desaprovechó la oportunidad, “llegó a aventurar, no le importaban las experiencias buenas o malas”, relata su hijo Alejandro*, que ahora trabaja como técnico en supervisión de pozos de petróleo en el Llano colombiano.
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Caño Jabón no contaba con alcantarillado, mucho menos contaba con almacenes y un comercio fuerte que supliera las necesidades de sus casi 50 habitantes. “Vendíamos víveres, cerveza al por mayor, gaseosa al por mayor y gasolina. Los depósitos eran nuestros y nos generaban dinero”, expresa su exesposa, Rosa, de 66 años. ‘El Gigante’, el gran almacén de la vereda, poco a poco le dio a Camilo reconocimiento en la comunidad. Lo apodaron ‘Camilo Gigante’, haciendo alusión a su negocio, como chiste sarcástico a su corta estatura y como señal de respeto por el poder que poco a poco fue adquiriendo en la zona. ‘El Gigante’ le permitió construir ‘Agro Alvira’, un pequeño mercado en donde vendía productos agrícolas y tenía un depósito de gasolina que facilitaba el transporte por el río Guaviare, que años más tarde las Autodefensas Unidas de Colombia, un grupo armado de ultraderecha, harían explotar con casi la mitad de los habitantes del pueblo adentro, no sin antes degollar a algunos en el parque principal.
“Él veía negocio donde nadie más lo veía, se inventaba cualquier cosa”, repite Daniela constantemente, con nostalgia y admiración. Era creativo, empático y sagaz, las oportunidades ocultas aparecían ante él como si alumbraran en la oscuridad. ‘El Gigante’ estaba al borde del río Guaviare y Camilo tuvo una idea que lo haría el hombre más rico de Caño Jabón: construyó un sótano en el almacén que al mismo tiempo funcionaba como puerto, al que llegaban en lancha los terratenientes y productores de cocaína de las veredas cercanas a Mapiripán. Allí se reunían y Camilo les compraba la mercancía luego de pesarla, establecer el precio y probar su calidad. La carga se mantenía fresca y seca en su sótano.
Días más tarde, llegaban miembros de carteles de droga, desde departamentos como Antioquia y Valle Del Cauca. “Llegaban 3 o 4 avionetas, con 8 o 10 tipos que mi papá invitaba a la casa. Se reunían en ese sótano y mi papá les vendía la cocaína”, recuerda su hija. Llenaban de droga las avionetas en que habían llegado y festejaban toda la noche con prostitutas y aguardiente; a la mañana siguiente se iban. Todo estaba arreglado: los pilotos, la policía antinarcóticos, el ejército de Puerto Alvira y los filtros cuando los compradores regresaban con el cargamento al aeropuerto Vanguardia en Villavicencio. “Todo mundo estaba untado”, afirman los miembros de su familia cuando recuerdan el negocio. La fuerza pública reconocía a Caño Jabón como un caserío cocalero. El 14 de febrero de 1997, un comando policial destruyó un complejo dotado para la producción de esta droga; en el lugar se encontraron una tonelada y 200 kilos de cocaína pura.
¿Como padre de 4 hijos, esposo y líder de su comunidad, llegó a sentirse culpable por su negocio con la cocaína? No, para él lo único que tenía de ilegal era ver el noticiero en las tardes y escuchar cómo los presentadores afirmaban que el Estado luchaba arduamente contra el narcotráfico y la violencia que el negocio acarreaba. El contraste entre lo que veía en pantalla y lo que veía en Caño Jabón era suficiente como para que su consciencia no sufriera daños; al parecer, la lucha del Estado solo existía en la pantalla. El fin de semana viajaba con su piloto de confianza en su propia avioneta, aterrizaba en el Aeropuerto Vanguardia y el jefe de la policía antinarcóticos lo saludaba levantándose el sombrero, con respeto, mientras la fuerza pública en Caño Jabón se sentaba plácidamente en su negocio a tomar cerveza.
Además, nunca hubo violencia, Puerto Alvira era una comunidad unida y pacífica. En diciembre, época del año en que el calor abrasa sin miramientos la selva llanera, Camilo organizaba colectas navideñas frente a su almacén; cada niño caminaba hasta ‘El Gigante’, para recibir con ansias su regalo, atravesando pistas de baile improvisadas y atestadas de gente bailando canciones de Pedro Infante, que eran reproducidas en todo el pueblo desde muy temprano. “Llegamos a tener casi cien ahijados, todo el mundo quería que les apadrináramos a los hijos”, cuenta su exesposa. Organizaba grandes festines de carne asada junto al río, compartía con todos y Camilo Gigante era un hombre admirado y querido. Gracias a él, toda la comunidad pudo comunicarse con su familia en el exterior, instalando un sistema de radioteléfono que transmitía en todo el pueblo por medio de parlantes, avisando a cada persona que tenía una llamada que atender; planeaba la financiación y el transporte en avioneta de cualquier enfermo hasta Villavicencio, “ya fuera dueño de un negocio o un raspador de coca sin un centavo en el bolsillo”, recalca su hija. Además de los almacenes, tenía una finca de ganado, un hotel, una heladería y un cine en el que todos los habitantes del pueblo se reunían en las noches a disfrutar del séptimo arte. No, la cocaína no suponía arrepentimiento, ni para él ni al parecer para nadie que lo conociera.
Era amigable, cercano, creativo y “loquito”. No obstante, no era un paraíso. Era una vereda de gente que se hacía rica en poco tiempo, en una tierra inhóspita donde la única ley era la cocaína. “Era bien. Pues… entre su vida de pueblo, de rumba. Ese negocio inspira eso: trago, vagabundas, desorden. Esos pueblos coqueros eran así”, recuerda Rosa.
Tras un par de años de riqueza y prosperidad, las FARC comenzaron su invasión en el Meta. Su interés era dominar la zona y, según paramilitares como Salvatore Mancuso y la exesposa de Camilo, adueñarse del negocio del narcotráfico para financiar la guerra. La guerrilla hostigaba y acosaba a los habitantes de Puerto Alvira, les robaba y asesinaba a quienes se opusieran a las reglas e ideología que instauraban en la zona. A Camilo le robaban la cocaína, llegaban a su sótano a comprar, prometían pagar y el dinero nunca llegaba. El negocio empezó a decaer, el pueblo se tornó en “zona roja” y decidió enviar a sus hijos a vivir en un apartamento de Villavicencio, con una empleada de servicio como única compañía. Él se quedó con su esposa y juntos tuvieron que ver cómo conocidos y amigos morían a manos de las FARC. Un 21 de diciembre, a inicios de los 90, Camilo y sus hijos, que regresaban a Caño Jabón en las vacaciones escolares para compartir tiempo en familia, presenciaron un combate entre el Ejército y la guerrilla, en un intento desesperado por tomarse el pueblo. “Tres policías quedaron totalmente calcinados, había cadáveres por las calles, era impresionante. La gente se quejaba y gritaba. El avión fantasma sobrevolaba el pueblo y bombardeaba a la guerrilla”, relata su exesposa. Era tal la violencia que las personas tenían que adaptar sus casas para cavar trincheras en caso de que se presentara un combate inesperado.
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Camilo Gigante aguantó cuanto pudo, pero la violencia, los robos, la decadencia del negocio de la coca y la inminencia de la muerte lo obligaron a abandonar sus negocios y el pueblo que lo había hecho rico. “Tenía demasiado dinero y de repente ya no. Eso pasó en cuestión de un par de años”, recuerda su hijo. Camilo llegó sin previo aviso en un camión al apartamento en el que estaban sus hijos, lo cargó con lo poco que pudo en cuestión de horas y se fue del todo a Villanueva, Casanare. Tras su partida, las Autodefensas Unidas de Colombia incursionaron en el conflicto del Meta, asesinando a todo el que colaborara con la guerrilla o tuviera nexos con el narcotráfico; escapó a tiempo. Por teléfono, a la expectativa, Camilo escuchaba los relatos de vecinos y conocidos de las masacres de la ‘ruta del terror’, perpetradas bajo las órdenes de los hermanos Castaño y Salvatore Mancuso.
La historia recuerda la masacre de Caño Jabón: a las 27 personas degolladas y el depósito de gasolina que explotó, incinerando a los sobrevivientes. Lo que nunca se supo fue que Camilo Arturo Salazar, Camilo Gigante, fue el dueño de ese depósito. Líder de su comunidad e intermediario del negocio narcotraficante por el que tanto lucharon 3 de los principales actores de la guerra en Colombia: los paramilitares, el ejército y la guerrilla. Camilo Gigante era un hombre diferente, como dice su hija, pero también quien vio crecer y decaer a Caño Jabón, Meta. Murió casi 20 años después de su huida por un paro cardiaco, de vuelta en el punto inicial de su travesía: Suesca, Cundinamarca. Jamás declaró ante ningún órgano judicial ni de reparación, jamás pagó una condena ni se abrió alguna investigación en su contra. Su historia nunca fue contada, aunque el párroco de la diócesis de Mapiripán, Eugenio Domínguez*, lo buscó para que fuera vocero de las víctimas ante las autoridades, a lo que él contestó: “Yo no soy ninguna víctima, a mí nadie me mandó a meter allá, me metí solo en eso”.
Nota: los nombres de Camilo, su familia y las demás fuentes consultadas para la elaboración de este texto fueron cambiados por seguridad.