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El médico que vio morir a Gaitán

El doctor Hernando Guerrero Villota cumplió una nueva cita con Gaitán, 65 años después de su asesinato, en la población cundinamarquesa de Cucunubá.

Mariela Guerrero Serrano
09 de abril de 2013 - 06:59 p. m.
En la Clínica central, Pedro Eliseo Cruz había agotado todos sus esfuerzos de amigo y de médico para salvar la vida de Gaitán. /Garrido, 9 de abril de 1948
En la Clínica central, Pedro Eliseo Cruz había agotado todos sus esfuerzos de amigo y de médico para salvar la vida de Gaitán. /Garrido, 9 de abril de 1948

A sus 22 años y estando de turno en la Clínica Central de Bogotá, el médico Hernando Guerrero Villota no había terminado de almorzar, cuando fue llamado urgentemente para atender un paciente herido de gravedad. Dejó el plato servido y corrió solícito. Intentó frenarle una hemorragia de la cabeza con un apósito y vendaje compresivo en la frente producto de uno de tres disparos mortales que había recibido. Los otros dos se alojaban uno en cada pulmón, provocándole una hemorragia interna que sólo fue identificada luego en la autopsia, a la que el mismo médico asistió poco después.

Ya para entonces, pese a presentar moderados reflejos pupilares y a menos de cinco minutos de haberlo recibido, sabían que no había nada que hacer. Cuál no sería su sorpresa al reconocer que era nada menos que el dirigente liberal más importante del momento, Jorge Eliécer Gaitán, a quien daban segura su victoria como futuro presidente de Colombia. Iban a ser las dos de la tarde del ingratamente recordado 9 de abril de 1948.

Mientras, la noticia del atentado a Gaitán ya se había difundido por la radio, llegando a la Clínica una cantidad de gente a averiguar por su estado de salud, de repente, entre tantos curiosos y allegados, irrumpió abruptamente en la sala de cirugía un individuo desconocido y empuñando una hoz en la mano sentenció a los médicos que lo atendían, que si lo dejan morir, los mataba. El desconcierto para todos fue mayúsculo pues ya sabían que el caudillo del pueblo estaba clínicamente muerto. Así que mientras su amigo personal, el también médico Pedro Eliseo Cruz quien lo acompañaba a la hora del atentado, se asomaba a una ventana del segundo piso a anunciar el lamentable suceso, en medio de la confusión, el personal de la Clínica escondió a los galenos en una pieza contigua al quirófano, por temor a la reacción de los seguidores de Gaitán.

Sin saber de dónde, los invadía gente por todos lados. Iban con la esperanza de que la noticia que acababan de escuchar, no fuera cierta. Al corroborarla, su dolor se confundía con una rabia infinita. Salían enardecidos, sin rumbo fijo, buscando culpables y sobre quién descargar su frustración. Otros, en medio del desconcierto, lo único que atinaban a hacer era coger sus pañuelos o cualquier tela que tuvieran a la mano para mojarlos con la sangre de su líder y guardarla como un último recuerdo de quien se había convertido en su esperanza fallida.

La Bogotá de mediados del siglo XX no pasaba de 600 mil habitantes. Oleadas de gente provenientes del campo llegaban a la ciudad, huyéndole a la violencia, en busca de trabajo y refugio a la vez. Así que era usual el uso de machetes o peinillas, que se portaban al cinto para muchos trabajos tanto del campo como la ciudad. Y en medio de esa rivalidad –literalmente un duelo a muerte- que venía de años atrás entre liberales y conservadores, los primeros señalaron a los segundos de ser los responsables del asesinato del dirigente político.

Así que los ataques se sucedieron con todo lo que tenían a la mano: machetes, cuchillos, escopetas, rifles, pistolas y hasta palos o cualquier objeto contundente.
El tiempo para el personal de la Clínica corrió a tal velocidad que de atender a un personaje de la talla de Gaitán se vieron desbordados por miles de heridos que llegaban sin cesar. La capital se había convertido en un campo de batalla. La población enardecida, entre la rabia y el dolor, salió descontrolada a las calles, saqueando almacenes, incendiando locales y hasta el tranvía con el que entonces contaba la ciudad. Sin saber en qué momento, miles de francotiradores, apostados en los techos de las casas, disparaban a todo lo que se movía. Varias licoreras fueron asaltadas lo que agravó aún más la situación. En medio del desorden, los estragos por el consumo descontrolado de bebidas alcohólicas produjeron más caos aún.

Entre tanto, la Clínica Central era un mar de confusión. Eran tantas las personas que seguían llegando malheridas, que el lugar estaba a reventar. Llegó un momento en que a falta de camillas, tuvieron que atender en los pasillos, en las salas de espera y hasta en el garaje y los corredores de la entrada. Se acabaron las suturas, las gasas, las agujas de cirugía, los medicamentos y había que improvisar con lo que se pudiera. Echaron mano de lo que sirviera. Incluso, alguien suministró hilo y aguja de sastre que se convirtió en algo muy útil para las circunstancias. Fueron más de 48 horas sin descanso, en las que era imposible saber qué pasaba afuera, sólo atender sus letales efectos de una reacción colectiva que buscaba hacer justicia por sus manos ante el desconcierto de lo que no terminaban de aceptar.

Como los incendios se acrecentaban, de repente se vieron sin servicio eléctrico. Debían acudir a linternas y hasta velas. Cuando estas también se acabaron, alguien acucioso, de la nada, se ofreció a conseguir algunas. Al poco tiempo regresó con ellas en la mano y la mirada perdida, desplomándose mortalmente herido. Llegando, le habían dado un machetazo volándole la mitad del cráneo. Aún no salían del impacto de esta imagen, cuando se abrió paso en medio de los incontables heridos graves, confundidos con ya un creciente número de cadáveres que abarrotaban la Clínica, una madre que con una expresión de horror les entregó a su pequeño hijo herido. En medio del shock de este y sin terminar de entender qué pasaba a su alrededor ni qué le pasaba, les decía ‘miren, miren’ y señalaba su pecho con el dedito, del que algo esponjoso asomaba a cada respiración. Había recibido un balazo y lo que se veía era parte de su pulmón, muriendo a los pocos minutos sin darles tiempo de atenderlo. Las imágenes se sucedían una a otra, cada una más escalofriante que la otra. Mientras, seguían intentando dar prioridad a los más graves, sin dar abasto.

El doctor Guerrero, luego de más de 48 horas sin parar de enfrentar la muerte ese trágico 9 de abril, y agotadas todas las existencias posibles, debió ir a buscar medicamentos con qué seguir atendiendo una emergencia de las magnitudes que enfrentaban. Salió en la ambulancia a un hospital cercano, a pocas cuadras y casi no puede regresar. Los incendios, ataques generalizados, francotiradores, la multitud enardecida sin rumbo fijo que dejaba destrozos y muerte por doquier les impedía el paso, por lo que regresar con vida a la Clínica era casi imposible. Pero lo lograron. Entonces pudo darse una tregua de unos minutos para darle un parte de tranquilidad a su joven esposa, quien con su bebé de escasos días de nacido se debatía en medio de la angustia por el horror que pasaba en las calles de la ciudad y no saber la suerte de su marido, lejos de imaginar la responsabilidad que enfrentaba ante los sucesos vividos.

Esta y muchas más historias escabrosas y dramáticas son recordadas año tras año por el doctor Guerrero, el único sobreviviente de los médicos que atendieron en la Clínica Central, herido de muerte, al dirigente liberal. Historias que son recreadas por distintos medios de comunicación al conmemorarse cada aniversario, la fecha que partió la historia de Colombia en dos: el asesinato de Gaitán.

La casa que lo vio nacer

Este año, al cumplirse 65 años de ese infausto suceso y a punto de cumplir 90 años, aún ejerce diariamente su profesión como médico. Luego de ser Director del Instituto Roosevelt de Bogotá y uno de los primeros médicos graduados de la Universidad Javeriana, su vocación de servicio no se ha visto interrumpida desde que hizo el juramento hipocrático, de defender la vida por encima de cualquier cosa, como en esa tarde del bogotazo, que mantiene viva en su memoria.
Por cosas de la vida, estando en su finca de recreo en la región lechera de Ubaté, con su esposa fueron a Cucunubá, población cercana a la que van con alguna frecuencia, famosa por los tejidos en lana, herencia de sus antepasados muiscas. En lengua indígena, esta palabra tan sonora, Cucunubá, significa ‘semejanza de cara’ puesto que a lo lejos, el cerro sobre el que se recuesta, se asemeja a un rostro.

Y la vida le tenía reservada una sorpresa que tenía conexión con su pasado. Al entrar a un local a comprar una ruana de lana virgen, hablando con una de las dueñas y sin saber por qué, les comentaron que en esa casa había nacido nada menos que Jorge Eliécer Gaitán. La sorpresa se hizo explícita, pues siempre se había afirmado que él era oriundo de Bogotá, del barrio Las Cruces, pero ni por la mente que fuera de esta población, tan cercana a sus afectos. De inmediato, su esposa les dijo que precisamente él era uno de los médicos que lo habían atendido lo cual sorprendió igualmente a las dueñas de esta casa.

En seguida, Ruth y Gladys Pérez les contaron la historia. Su padre, don Misael, la había comprado en plena época de la violencia en Colombia, a finales de los 50, por 45 pesos. Acérrimo militante laureanista, en un pueblo eminentemente conservador, sin saberlo, vivía en donde había nacido uno de los hijos más queridos de sus enemigos políticos: Jorge Eliécer Gaitán.

Solo un par de décadas atrás, luego de indagar sobre los rumores que siempre escuchó de padres, vecinos y conocidos, un periodista cucunubense, Luis Castillo, confirmó que efectivamente en esa casa había nacido Gaitán. Y así lo publicó en un libro que recopila las historias de los habitantes de esta hermosa población. Esto llevó también a Gloria Gaitán, hija del caudillo asesinado, a llegar hasta allá a conocer dónde había nacido su padre. Desde entonces, con alguna regularidad, los 23 de enero, día de su onomástico, acostumbra ir con muchos de los admiradores de su padre, a llevarle ofrendas florales, luego de lo cual, se asoma al balcón lanzando calurosos discursos recordatorios del ideario político gaitanista y rendirle tributo a su padre, en la casa que lo vio nacer en 1898. Ah paradoja, desde el mismo balcón desde donde los conservadores lanzaran en el pasado reciente, acalorados y encendidos discursos contra los liberales.

Así, 65 años después de recibirlo en sus últimos minutos de vida, el doctor Guerrero, el médico que lo vio morir, cumplió una cita más con Gaitán, en la casa que lo vio nacer.

Por Mariela Guerrero Serrano

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