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                                                                                                                                El padrino al que Pablo Escobar llamaba Don

                                                                                                                                “Familia. La novela amoral de Antioquia” (Ediciones B) es un revelador expediente sobre cómo la mafia corrompió a la sociedad desde el Valle de Aburrá. Publicamos un fragmento de la historia del rey del contrabando, Alfredo Gómez López, contada por su sobrino.

                                                                                                                                Jairo Osorio Gómez * Especial para El Espectador

                                                                                                                                PUBLICIDAD

                                                                                                                                 

                                                                                                                                Algunos textos sobre la vida de Pablo Escobar determinan que su carrera delictiva la comenzó en función del rey del contrabando en Colombia, Alfredo Gómez López. Es cierto en la medida en que lo ocupó en la servidumbre elemental de la organización, donde los muchachos aprendían la profesión de subordinados, y no en el ejercicio de la valentonada, que es lo pretendido por los escribanos de oídas. Porque además no era el modo de operar del tío. Lo constato por boca del mismo Sebastián Marroquín, en un almuerzo el martes 25 de febrero del año 2014, en “La puerta del Sol”, el refugio de Richard Gómez en el alto de Santa Elena. Alrededor de la mesa escucharon su relato el Tigre, Diego, el mejor amigo de Sebastián, y el mismo anfitrión. El hijo de Pablo acababa de firmar el contrato con el que se comprometía a realizar un libro sobre su padre para una editorial ibérica.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Con cierto respeto y bastante admiración, amigos y enemigos se referían a Don Alfredo con el alias que heredó de la película de Ford Coppola sobre Don Vito Corleone. Él resumía en su personalidad y su trabajo las contradicciones de la sociedad antioqueña. En la persecución final, Consuelo de Montejo, ladina y trampera, con la artera de su periódico, entronizó públicamente su chapa por medio de los titulares biliosos e iracundos con los que avivaba la cacería. Pese al beneficio con que el hijo de Pablo rememoró ante mí la amistad filial de su padre con el tío, el único bandido cercano a la prole fue Ramón Cachaco Aristizábal, un asalta bancos durante los años finales del cincuenta y comienzos del sesenta. Cuando mi padre compró la casa de Campo Valdés a la amante del rufián, ésta se deshacía del inmueble buscando dinero para rescatarlo de La Ladera, donde purgaba cárcel por una de sus infamias.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                El primer muerto por ajuste de cuentas entre la mafia de Medellín se le endosó a Ramón. Ocurrió el miércoles 27 de septiembre de 1972. En vida respondía al nombre de Evelio Antonio Giraldo, otro contrabandista joven asesinado dentro de su carro, mientras esperaba por alguien en la calle Maracaibo, a pocos metros de la carrera Palacé. El baladrón de Cachaco lo baleó sobre seguro con su instinto criminal, desde una moto Lambreta azul en medio de la calle concurrida.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Un año después de la muerte de la abuela el turno le tocó a Ramón. Lo despacharon por la misma vía que él inauguró, la del sicariato. Llegó de Cali al comienzo de la tarde, a cumplirle la cita a la muerte. Del aeropuerto Olaya Herrera se trasladó al casino del Hotel Nutibara; una llamada telefónica lo sacó de su holganza allí para llevarlo hasta la ratonera en la que encontraría su final inesperado. Quien le picó arrastre a la bomba Alí Bar, sobre la autopista Sur, tuvo que ser alguien de su entorno, muy íntimo, dijeron. Lo escuché mucho en esos días. En la casa, sobre todo.

                                                                                                                                En el parqueadero de Alí Bar, Ramón esperó sin descender de su Nissan. Despreocupado, miraba entretenido una escritura que ya tenía las firmas del notario y los sellos correspondientes, pero con los espacios del comprador en blanco. La música estridente de la radio no lo dejó escuchar la llegada de Jairito, que se deslizaba indiferente por la canalización. Mirándole a los ojos vació el proveedor entero de su ametralladora Ingram MAC-10, con balas 9 mm. La sorpresiva presencia del intruso no le dio tiempo a Ramón para sacar su pistola de la gaveta del carro. Los sellos de caucho de la notaría sobre el asiento del copiloto testimoniaron el último delito en que pensaba incurrir. Su victimario, Jairito, entrenador de sicarios, adiestraba a sus iguales en el manejo de armas entre los sotos de Burucuca, la finca del tío en La Estrella.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                De allí mismo salió el que haría la vuelta idéntica, pero ya contra su instructor, que necesitaron silenciar de modo definitivo. Se cumplía otra vez el círculo, la figura perfecta. Acerca de la muerte de Ramón se tejieron tres versiones. Yo las cuento, ustedes concluyen. Con el hampa y el poder todo es probable. La más inmediata, en medio de la consternación del crimen, la escuché en las conversaciones de la sala de mi casa, al domingo siguiente del suceso, durante la visita habitual que realizaba el tío Carlos a mamá. Su comadreo acusó de la muerte a “La sin calzones”. Ramón se matrimoniaba al final del mes con una niña del Ballet de Medellín, fue la razón que manejaron. Su amante no admitiría que después de tanta travesura a su lado, acolitándole sus andanzas desde muchacho, terminara el Ramón al lado de una mocita de buena familia de la ciudad. Una vergüenza para ella el desplante de Ramón, proxeneta de origen.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En esa época las jóvenes tampoco seleccionaban la sangre del toro que las montara, sino el oro y la plata que las cubriera. La explicación sobre los esponsales de la hija rica y el bandido se rumoró creíble entonces y nadie juzgó para nada la actitud vengadora de la amante. La zorra vieja en el lazo se mea. A comienzos del milenio, los anales de la sociedad y la mafia se hallaban repletos de incidentes similares. Seguían imitando el desenlace de la pareja fatal de “La sin calzones” y el espantapájaros.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La segunda leyenda se la escuché a un bandido en un algo parveado en Chuscalito. Entre contrabandistas jubilados y señoras sin oficio de El Poblado, el informante aseguró que la muerte de Ramón se dio como resultado de la guerra que libraban por el mercado del Marlboro. Para la cita perentoria se prestó la propia viuda de Evelio Giraldo, a quien Ramón le tiraba los perros sin ningún escrúpulo después del asesinato de su marido. Se acostumbra entre ellos heredar los bofes. La sonrisa figurada en los labios, al caer brusco sobre el asiento del copiloto, hizo suponer a quienes lo conocían que al límite de sus días el rufián había conquistado por fin a la desamparada de Evelio. Los que gozaron, a la postre, estaban del otro lado. Aquí también aparece vinculada.

                                                                                                                                “La sin calzones”, aguijoneada por el Ramón que la corneaba con la viuda.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La versión definitiva vincula al tío. La cuenta convincente el Tigre, quien se explaya en sus razones para hacerlo. A Ramón, platudo y reconocido entre todos los combos, se le esponjaron los huevos con los cánticos de Don Alfredo, lo insolentó el hampón que traía desde mozo. Olvidó el espantajo que nadie tira piedras a su propio tejado. Empezó a extorsionarlo bajo anónimos, amenazándolo con el secuestro de su hija Teresita. Las cartas conminatorias las empezaron a encontrar debajo de la puerta de la oficina central, cuando llegaba el personal de la mañana.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Por supuesto, el lobo de monte añudó los hilos. De esta forma llegaron a Medellín los primeros binóculos infrarrojos de visión nocturna conocidos en el ambiente. Se encargaron a la Military Armament Corporation, de Georgia, para vigilar las instalaciones del edificio Camacol desde el puente de la calle Colombia. La soledad del viaducto sobre el río y la oscuridad de la noche en aquel momento estaban del lado de la víctima. Los escuchas del Padrino avizoraron clara y prontamente desde allí al responsable. Ramón Cachaco mismo dejaba los mensajes garabateados toscamente, como era él, a pesar de su boato, escudado en la hora despoblada del lugar.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En la decisión no se interpuso nada ni nadie. Cuando el negrito Jairo metra disparó sobre el traje formal del pillo, el olor de la pólvora se sobrepuso al del Pino Silvestre que inundaba a la cacatúa. Le dieron sopa de su propio chocolate. Si hemos de creerle al Tigre, la muerte del figurín es el único desatino del largo inventario de malos hábitos del tío. Por la época, cuando se hablaba de la muerte de Ramón, siempre pensé que la voz íntima que lo había citado para su instante final era la de su propio patrón. Nadie da palos de balde.

                                                                                                                                La verdad es que su niña y la familia retornaron a la tranquilidad de sus días.

                                                                                                                                El escritor Jaime Espinel creía que a Cachaco lo mató Toñilas. Una adaptación suya más literaria, pero artificiosa. La oí de labios del mismo cuentista una de las tres noches eternas en que Espinel y Toño Restrepo se enclaustraron en mi casa de Lomas del Pilar a tirar perico, enloquecidos con el plato sopero que nunca habían visto tan nutrido en sus días de vicio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Aunque de las tempestades más vale escuchar los ecos, su historia, publicada incluso en una revista universitaria, no puede ser cierta porque Ramón murió dentro de su carro y solo; no sentado en el bar ni rodeado por guardaespaldas, como asegura en su fábula. El ingenio de Espinel esa vez dio coces al cántaro. La misma tarde de su muerte todos vimos dormitando al bandido sobre la portezuela del Nissan.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después de su arresto Don Alfredo no pudo ser el mismo. El curso trágico del final de los años cincuenta, que lo arruinó en aquella ocasión, le sobrevino de nuevo para esta cosecha con varios coletazos que agotaron su reinado de dos décadas: la detención de Adolfo, la muerte de Ramiro, la caída de un embarque millonario en aguas del Mississippi, su prisión inesperada y la aparición silvestre de capos todavía más extravagantes con ambición y sin medida, que aprovecharon la persecución del gobierno del Pollo al clan del Padrino para aventajarlo en los asuntos, hubieron de ser los albures sentenciosos que darían la estocada concluyente a su poder absoluto.

                                                                                                                                * Licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Antioquia, con maestría en historia de América Latina en la Universidad Internacional de Andalucía. Ha publicado “Los días de Lisboa y otros lugares” y “En Medellín tocábamos el cielo”.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

                                                                                                                                 

                                                                                                                                Algunos textos sobre la vida de Pablo Escobar determinan que su carrera delictiva la comenzó en función del rey del contrabando en Colombia, Alfredo Gómez López. Es cierto en la medida en que lo ocupó en la servidumbre elemental de la organización, donde los muchachos aprendían la profesión de subordinados, y no en el ejercicio de la valentonada, que es lo pretendido por los escribanos de oídas. Porque además no era el modo de operar del tío. Lo constato por boca del mismo Sebastián Marroquín, en un almuerzo el martes 25 de febrero del año 2014, en “La puerta del Sol”, el refugio de Richard Gómez en el alto de Santa Elena. Alrededor de la mesa escucharon su relato el Tigre, Diego, el mejor amigo de Sebastián, y el mismo anfitrión. El hijo de Pablo acababa de firmar el contrato con el que se comprometía a realizar un libro sobre su padre para una editorial ibérica.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                El primer muerto por ajuste de cuentas entre la mafia de Medellín se le endosó a Ramón. Ocurrió el miércoles 27 de septiembre de 1972. En vida respondía al nombre de Evelio Antonio Giraldo, otro contrabandista joven asesinado dentro de su carro, mientras esperaba por alguien en la calle Maracaibo, a pocos metros de la carrera Palacé. El baladrón de Cachaco lo baleó sobre seguro con su instinto criminal, desde una moto Lambreta azul en medio de la calle concurrida.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Un año después de la muerte de la abuela el turno le tocó a Ramón. Lo despacharon por la misma vía que él inauguró, la del sicariato. Llegó de Cali al comienzo de la tarde, a cumplirle la cita a la muerte. Del aeropuerto Olaya Herrera se trasladó al casino del Hotel Nutibara; una llamada telefónica lo sacó de su holganza allí para llevarlo hasta la ratonera en la que encontraría su final inesperado. Quien le picó arrastre a la bomba Alí Bar, sobre la autopista Sur, tuvo que ser alguien de su entorno, muy íntimo, dijeron. Lo escuché mucho en esos días. En la casa, sobre todo.

                                                                                                                                En el parqueadero de Alí Bar, Ramón esperó sin descender de su Nissan. Despreocupado, miraba entretenido una escritura que ya tenía las firmas del notario y los sellos correspondientes, pero con los espacios del comprador en blanco. La música estridente de la radio no lo dejó escuchar la llegada de Jairito, que se deslizaba indiferente por la canalización. Mirándole a los ojos vació el proveedor entero de su ametralladora Ingram MAC-10, con balas 9 mm. La sorpresiva presencia del intruso no le dio tiempo a Ramón para sacar su pistola de la gaveta del carro. Los sellos de caucho de la notaría sobre el asiento del copiloto testimoniaron el último delito en que pensaba incurrir. Su victimario, Jairito, entrenador de sicarios, adiestraba a sus iguales en el manejo de armas entre los sotos de Burucuca, la finca del tío en La Estrella.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                De allí mismo salió el que haría la vuelta idéntica, pero ya contra su instructor, que necesitaron silenciar de modo definitivo. Se cumplía otra vez el círculo, la figura perfecta. Acerca de la muerte de Ramón se tejieron tres versiones. Yo las cuento, ustedes concluyen. Con el hampa y el poder todo es probable. La más inmediata, en medio de la consternación del crimen, la escuché en las conversaciones de la sala de mi casa, al domingo siguiente del suceso, durante la visita habitual que realizaba el tío Carlos a mamá. Su comadreo acusó de la muerte a “La sin calzones”. Ramón se matrimoniaba al final del mes con una niña del Ballet de Medellín, fue la razón que manejaron. Su amante no admitiría que después de tanta travesura a su lado, acolitándole sus andanzas desde muchacho, terminara el Ramón al lado de una mocita de buena familia de la ciudad. Una vergüenza para ella el desplante de Ramón, proxeneta de origen.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En esa época las jóvenes tampoco seleccionaban la sangre del toro que las montara, sino el oro y la plata que las cubriera. La explicación sobre los esponsales de la hija rica y el bandido se rumoró creíble entonces y nadie juzgó para nada la actitud vengadora de la amante. La zorra vieja en el lazo se mea. A comienzos del milenio, los anales de la sociedad y la mafia se hallaban repletos de incidentes similares. Seguían imitando el desenlace de la pareja fatal de “La sin calzones” y el espantapájaros.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La segunda leyenda se la escuché a un bandido en un algo parveado en Chuscalito. Entre contrabandistas jubilados y señoras sin oficio de El Poblado, el informante aseguró que la muerte de Ramón se dio como resultado de la guerra que libraban por el mercado del Marlboro. Para la cita perentoria se prestó la propia viuda de Evelio Giraldo, a quien Ramón le tiraba los perros sin ningún escrúpulo después del asesinato de su marido. Se acostumbra entre ellos heredar los bofes. La sonrisa figurada en los labios, al caer brusco sobre el asiento del copiloto, hizo suponer a quienes lo conocían que al límite de sus días el rufián había conquistado por fin a la desamparada de Evelio. Los que gozaron, a la postre, estaban del otro lado. Aquí también aparece vinculada.

                                                                                                                                “La sin calzones”, aguijoneada por el Ramón que la corneaba con la viuda.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La versión definitiva vincula al tío. La cuenta convincente el Tigre, quien se explaya en sus razones para hacerlo. A Ramón, platudo y reconocido entre todos los combos, se le esponjaron los huevos con los cánticos de Don Alfredo, lo insolentó el hampón que traía desde mozo. Olvidó el espantajo que nadie tira piedras a su propio tejado. Empezó a extorsionarlo bajo anónimos, amenazándolo con el secuestro de su hija Teresita. Las cartas conminatorias las empezaron a encontrar debajo de la puerta de la oficina central, cuando llegaba el personal de la mañana.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Por supuesto, el lobo de monte añudó los hilos. De esta forma llegaron a Medellín los primeros binóculos infrarrojos de visión nocturna conocidos en el ambiente. Se encargaron a la Military Armament Corporation, de Georgia, para vigilar las instalaciones del edificio Camacol desde el puente de la calle Colombia. La soledad del viaducto sobre el río y la oscuridad de la noche en aquel momento estaban del lado de la víctima. Los escuchas del Padrino avizoraron clara y prontamente desde allí al responsable. Ramón Cachaco mismo dejaba los mensajes garabateados toscamente, como era él, a pesar de su boato, escudado en la hora despoblada del lugar.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En la decisión no se interpuso nada ni nadie. Cuando el negrito Jairo metra disparó sobre el traje formal del pillo, el olor de la pólvora se sobrepuso al del Pino Silvestre que inundaba a la cacatúa. Le dieron sopa de su propio chocolate. Si hemos de creerle al Tigre, la muerte del figurín es el único desatino del largo inventario de malos hábitos del tío. Por la época, cuando se hablaba de la muerte de Ramón, siempre pensé que la voz íntima que lo había citado para su instante final era la de su propio patrón. Nadie da palos de balde.

                                                                                                                                La verdad es que su niña y la familia retornaron a la tranquilidad de sus días.

                                                                                                                                El escritor Jaime Espinel creía que a Cachaco lo mató Toñilas. Una adaptación suya más literaria, pero artificiosa. La oí de labios del mismo cuentista una de las tres noches eternas en que Espinel y Toño Restrepo se enclaustraron en mi casa de Lomas del Pilar a tirar perico, enloquecidos con el plato sopero que nunca habían visto tan nutrido en sus días de vicio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Aunque de las tempestades más vale escuchar los ecos, su historia, publicada incluso en una revista universitaria, no puede ser cierta porque Ramón murió dentro de su carro y solo; no sentado en el bar ni rodeado por guardaespaldas, como asegura en su fábula. El ingenio de Espinel esa vez dio coces al cántaro. La misma tarde de su muerte todos vimos dormitando al bandido sobre la portezuela del Nissan.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después de su arresto Don Alfredo no pudo ser el mismo. El curso trágico del final de los años cincuenta, que lo arruinó en aquella ocasión, le sobrevino de nuevo para esta cosecha con varios coletazos que agotaron su reinado de dos décadas: la detención de Adolfo, la muerte de Ramiro, la caída de un embarque millonario en aguas del Mississippi, su prisión inesperada y la aparición silvestre de capos todavía más extravagantes con ambición y sin medida, que aprovecharon la persecución del gobierno del Pollo al clan del Padrino para aventajarlo en los asuntos, hubieron de ser los albures sentenciosos que darían la estocada concluyente a su poder absoluto.

                                                                                                                                * Licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Antioquia, con maestría en historia de América Latina en la Universidad Internacional de Andalucía. Ha publicado “Los días de Lisboa y otros lugares” y “En Medellín tocábamos el cielo”.

                                                                                                                                Por Jairo Osorio Gómez * Especial para El Espectador

                                                                                                                                Temas recomendados:

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