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Más de 60 masacres en 10 meses, centenares de líderes sociales y excombatientes asesinados, amenazas de muerte a dirigentes y defensores ambientales y de derechos humanos, toques de queda, restricciones de movilidad, proliferación de cultivos ilícitos y fortalecimiento de actores armados ilegales con dominio en los territorios. Si algo deja claro el rosario de crímenes y problemas de orden público y seguridad que se vienen registrando casi a diario en distintas regiones del país, es que los fenómenos criminales se han recrudecido a tal punto que desde muchos sectores hablan de una nueva ola de violencia, que incluso puede ser mucho más profunda y sangrienta que las que ya ha vivido el país en décadas anteriores.
La pregunta sobre el origen y desarrollo de ese nuevo ciclo de la guerra en Colombia es el eje central del libro que acaba de lanzar el investigador y profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones internacionales de la Universidad Nacional, Francisco Gutiérrez Sanín, quien a través del texto plantea la urgencia de que, ante el estancamiento de la implementación del Acuerdo de Paz con las Farc, se tomen medidas inmediatas antes de que el daño sea irreparable y el país pierda la oportunidad de hacer un cambio profundo.
Para hablar de un nuevo ciclo de violencia en el país, que es la base del libro, hay que preguntarse si hubo antes una etapa de calma. ¿Se puede hablar de la existencia de un período de paz tras la firma del Acuerdo con las Farc?
La gente piensa a veces que nunca hubo un descenso en el conflicto, pero si uno considera tanto las cifras como los actores involucrados, sí hubo un cambio grande. En el caso reciente, las dos agencias armadas más grandes -que fueron los paramilitares y las Farc- se desmovilizaron y eso significó entre 40 mil y 50 mil personas en armas que volvieron a la vida civil. Eso es una cifra gigantesca y es difícil poder decir que no hubo nada. Y de hecho, todos los que se han preocupado por hacer los conteos y el registro del conflicto armado de manera seria, por ejemplo el Cerac, mostraron que hubo un descenso real. Efectivamente hubo una ruptura con lo que uno puede llamar la guerra contrainsurgente. Y ahora estamos frente a otra dinámica, con otros actores. Lo que hay que entender es que esa paz que hubo tras la salida de las Farc nunca dejó de ser una paz caliente, una paz difícil y con el incumplimiento masivo de la implementación del Acuerdo empezaron a salirse de madre muchas dinámicas.
Usted dice que hay un desmonte sistemático de la paz. ¿Cómo se documenta eso?
Creo que es algo muy público, muy difícil de no ver. Lo malo es que comienza con Santos, que incumplió cosas desde el principio, recuerde cuando los exmiembros de las Farc llegaron a los ETCR y se encontraron con unos peladeros, eso fue muy simbólico. Se pueden ver todos los puntos nodales del Acuerdo de Paz. En el tema de tierras, por ejemplo, con datos del mismo Fondo Agrario, se han distribuido creo que 30 mil hectáreas, una cifra absolutamente irrisoria, y eso teniendo en cuenta que además falta saber a quién. El tema de la sustitución de cultivos ilícitos con Iván Duque cayó bajo hachazos, pero antes ya había una combinación de sustitución y erradicación que produjo cosas espantosas, como la masacre de Tumaco. Realmente lo que queda es la entrega de armas, eso fue muy real, y la justicia transicional, aunque el gran programa del gobierno Duque es desmontarla. Realmente solo queda el Acuerdo de Paz como programa para imaginarse un tránsito hacia la paz, pero desde el punto de vista institucional y de políticas públicas queda muy poco.
¿Se puede decir entonces que la paz dejó de ser una política de Estado y se convirtió en un programa de Gobierno?
Lo que pasa es que la paz nos dividió mucho y eso, aunque no siempre sucede, tampoco es tan extraordinario. Ha pasado en muchas coyunturas, en muchas sociedades. La paz nos dividió y generó una oposición política feroz. Esa oposición ganó un par de concursos electorales y eso, naturalmente, fracturó mucho la implementación de los Acuerdos. El problema es que la ventana de oportunidad no va a estar abierta toda la vida. De hecho, se está cerrando aceleradamente y muchos de los efectos que se generaron son irreversibles.
¿Hubo división o una polarización?
No creo que la terminología polarización sea exacta. Realmente lo que hubo fue una iniciativa muy extremista de ciertas fuerzas políticas alrededor de algunos temas centrales: bloquear la paz, la paz con verdad. Eso fue una temática permanente, con mucha virulencia. No se puede decir, por ejemplo, que el tema sea porque Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe se odiaban. No, eso es una falsa equivalencia. Realmente todo lo que hemos visto es un lenguaje muy radical, ardoroso y violento de una de las partes. No creo que el diagnóstico sea la polarización. El diagnóstico adecuado es que estamos haciendo un tránsito muy difícil, que la gente creía que no iba a pisar callos que efectivamente se pisaron y que no hemos tenido ni la capacidad negociadora ni la capacidad de convicción para lograr hacer ese tránsito que es necesario.
Usted plantea que desde que existió el Acuerdo comenzaron a hacerse cambios y que el primero fue la refrendación de lo pactado a través del plebiscito. ¿Fue un error?
En términos católicos, eso fue casi que un pecado original, porque si se iba a hacer había que hacerlo muy bien. Y realmente lo del plebiscito fue una chambonada absolutamente inaudita. Fue una idea lanzada con la frivolidad del principiante y fue desarrollada de la misma manera. La justificación de la derrota del plebiscito es que los uribistas mintieron mucho y metieron mucha rabia. Y eso está probado, sin lugar a dudas, entre otras por los propios uribistas, pero eso no nos puede impedir observar los enormes vacíos, los enormes problemas de acción colectiva de la coalición de facto que estaba impulsando el proceso de paz. El resultado fue el triunfo del No en las urnas, lo que realmente dejó una hipoteca muy pesada sobre los hombros del Acuerdo.
¿Cuáles son los costos para el país del incumplimiento del Acuerdo de Paz?
Diría que tres. El primero es que se hayan minado sistemáticamente los incentivos que tenían los excombatientes para quedarse dentro de la civilidad. Eso significa que ya hay un daño hecho muy grande. Las cifras varían, pero son entre 1.500 y 2.000 personas que regresaron al monte. Y una cosa superimportante: una cantidad de cuadros intermedios con destrezas, capacidades, con conexiones internacionales que volvieron al combate convencidos de que lo que ofrezca el Gobierno va a ser una farsa. Un segundo efecto es el debilitamiento crítico de la palabra empeñada por parte del Estado colombiano. Algo que entre otras cosas demuestra que hay una imposibilidad enorme por parte de altos funcionarios de meterse en la cabeza que aquí hay un tema de Estado, no solamente del Gobierno. La idea de que la palabra empeñada no vale nada es una idea que tiene mucha gente en armas, con pruebas fehacientes de este proceso de paz y también mucha gente en los territorios. El tercer efecto es la incapacidad de establecer una relación constructiva entre el centro tomador de decisiones y distintos territorios que han estado marcados permanentemente por el abandono. Y ahí realmente la paz ofreció una oportunidad de oro que se está perdiendo.
Con los niveles de incumplimiento y lo que está pasando en las regiones, ¿se puede decir que el Acuerdo ya está muerto?
Hay que ser realista y a la vez optimista, porque si no a uno le dan ganas de meterse a un hueco. A mí las cuentas y las cifras que hay sobre el porcentaje de avance de la implementación de los Acuerdos cada vez me parecen más un acto de numerología y no de estadística. Hay además una confusión muy fuerte entre actividades y objetivos cumplidos. Se pueden hacer talleres contra la violencia, pero al día siguiente matan a dos líderes sociales. Eso no funciona así, y es de hecho una especie de canto a la ineficiencia. Respecto al Acuerdo, no diría apague y vámonos, entre otras cosas porque el Acuerdo en todo caso propone un programa que la sociedad debe pensar en temas de cultivos, tierras y relación con el Estado. En ese sentido creo que el Acuerdo está vivo, pero en términos de cumplimientos creo que este Gobierno lo destruyó a hachazos, y de manera muy taimada, porque lo que querían era tener aceptación internacional, pero por otra parte desmontarlo.
¿Hay condiciones para seguir adelante, más allá de la voluntad política?
El argumento del Gobierno sobre la falta de plata para implementar el Programa de Sustitución de Cultivos, por ejemplo, es mínimo y es mezquino. La razón es muy sencilla, y es que el propio Gobierno -y en eso este Gobierno no tiene nada de particular- está diciendo que el tema de los cultivos ilícitos en Colombia es no solo un problema de seguridad nacional, sino el problema de seguridad nacional. Y entonces si eso tiene tanta centralidad, si estamos frente a la oportunidad realmente de ir desmontando -porque además las cifras han mostrado que los campesinos cumplen masivamente- por qué no meterle el hombro. Y las fuentes de financiación de hecho se podrían conseguir, entre otras cosas, con temas como el Predial. Es decir, había fuentes para hacer una política de Estado, aumentar el alcance territorial del Estado, afincar la sustitución en una presencia real del Estado y encubrir eso con el predial que para los grandes propietarios en Colombia es bajísimo. Eso nunca ni se consideró y sin embargo, había una oportunidad abierta. Es un problema de financiación, pero en el fondo hay un tema de política pública, de opciones, de capacidades administrativas y también de acciones distributivas.
¿Cómo evitar que se recrudezca esta tercera ola de violencia?
Estos incumplimientos tienen efectos irreversibles. Ya la gente que se va no vuelve, pero sí creo que hay posibilidad de mitigación. Lo que no veo es mucha gente parándole bolas al tema, que de hecho es una de las cosas que motivan haber hecho este libro de coyuntura. Por ejemplo, ¿por qué el presidente Duque no se reunió con la minga y en cambio sí se reunió con los marchantes de las Farc? La única diferencia fue la presión internacional, porque con el asesinato de los excombatientes, que realmente es un escándalo que clama al cielo, los embajadores claves dijeron: “Oiga, ¡pilas!”; entonces la presión internacional tuvo efecto. Pero lo que veo es una combinación muy fregada también como de hostilidad hacia la paz y el retraimiento. Realmente no veo una conexión con lo que está pasando en el país real. Lo que podemos hacer los colombianos es presionar por el cumplimiento, pero también pensar en las condiciones para que ese cumplimiento sea verosímil.
En medio de los asesinatos diarios, las masacres y los múltiples hechos de violencia ¿hay posibilidad de mantenerse optimista?
Yo traté de construir un mensaje que saliera de ese tremendismo, porque es muy fácil caer ahí. Lo que yo estoy diciendo, y de verdad lo creo, es que estamos en una carrera contra el tiempo con consecuencias gigantescas: aprovechar o no la ventana de oportunidad que se abrió. Y si se cierra eso marcará a nuestra generación y a las siguientes. En Colombia ha habido fuerzas pacíficas que se han desplegado con capacidad realmente admirable. Contrario al lugar común, en las grandes ciudades hay una reserva de pasión pacifista, no solo política, sino cultural y social. Lo que se necesita es una fuerza o una coalición de fuerzas que pueda traer eso al lenguaje y a hechos políticos. Existe la fantasía de que como el país cambió y es mucho más urbano, entonces no estamos frente a tanto riesgo. Y lo que yo demuestro es que aunque esa idea no es del todo absurda, en este país urbano podemos tener una guerra con elementos más brutales.