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Al estadounidense Stephen Ferry se le recuerda por el libro “Violentología”, considerado por algunos como una enciclopedia que recoge los hechos con los que las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico, el secuestro y las masacres - por mencionar algunos fenómenos - mantenían a la sociedad colombiana aterrada y con pocas esperanzas.
Además, en él se revela el trabajo de los reporteros gráficos de medios nacionales y regionales, y esto lo ha convertido en un referente para los investigadores y el periodismo nacional. Como Ferry asegura, también es la escuela que marcó su carrera en Colombia, la cual dio un giro al introducirlo de la mano de su hermana antropóloga -Elizabeth Emma Ferry- en la minería artesanal de oro. Como resultado de este trabajo nació el libro “La Batea”.
Una serie de imágenes que componen esta publicación hacen parte de la exposición “De Hidroituango a Santurbán”, una muestra artística regional con 28 participantes, organizada por Ecoemprender, que estará abierta hasta el 22 de agosto, en el Centro Cultural del Oriente y la sede UIS Bucarica, en Bucaramanga (Santander).
En conversación con Periódico 15, el fotógrafo expresó el interés que le ha despertado la movilización social a favor del páramo de Santurbán, así como la necesidad de abrir los archivos periodísticos y académicos para hacer memoria de las distintas violencias que aún fragmentan a este país que considera su “casa”.
Lea: Stephen Ferry: retratista de tiempos difíciles
¿Cómo fue el cambio de escenario, pasar de fotografiar el conflicto armado a poner su lente en la minería artesanal de oro?
Los dos temas están solapados. Cuando empecé a trabajar en la minería artesanal de oro tenía un enfoque sobre la violencia. A finales de 2011, cuando el oro llegaba a su precio más alto, se despertó todo un boom en el país y los grupos armados empezaron a financiarse por esta vía. Llegó a ser más fuerte que la coca. Después de un tiempo me di cuenta de que existe la estigmatización al minero artesanal, y a veces lo asocian con la minería criminal.
En mi muestra hay ejemplos de un tipo de minería que es desastrosa, que acaba ríos, controlada por grupos armados, y que es criminal, pero eso no quiere decir que todos los mineros artesanales del país lo sean. Desafortunadamente, desde el Estado y los medios de comunicación, se usa un lenguaje que los discrimina, y los pintan como los responsables de la violencia y la contaminación, y ese no es el caso.
Para “La Batea” me basé en el enfoque de violencia que aprendí desde “Violentología”, y quería asegurarme que no solo mostráramos un lado de la moneda. Hay que entender que muchos mineros de oro no usan mercurio, que adelantan prácticas de una forma sostenible, que no quieren sacar el material de una vez, sino que piensan en la tradición que heredarán a nietos y bisnietos, en su legado.
Lea también: Stephen Ferry lanza 'Violentología', libro de fotografías sobre el conflicto colombiano
La fotografía nos revela la realidad que el protagonista vive o vivió. En el acercamiento a las comunidades mineras, ¿qué le contaban los protagonistas de sus fotos?
Los mineros artesanales en general están preocupados por la forma como el mundo los ve, tanto en Segovia (Antioquia) como en Marmato (Caldas). La forma de mostrarlos casi siempre obedece a asuntos económicos. En esos dos pueblos existen conflictos en socavones, en la forma de extracción. Hay un concepto diferente en la minería tradicional y es no sacar todo el oro a la vez, porque son familias que han estado en esto de generación en generación y tienen otra noción de su labor.
Hay un concepto en la minería tradicional que es la chatarrera, que viene desde siglos, donde los mineros dejan rocas que no es la propia veta, pero sí tiene algo de oro, para que las comunidades, especialmente las mujeres, trabajen y se lleven una parte. Esto es contrario a la lógica de una empresa moderna que invierten millones de dólares en estos procesos y quieren extraer cada rédito que puedan. Entonces, esos dos modelos son diferentes, y los mineros que encontramos en muchos sitios quieren explicar esas diferencias, quieren defenderlo, contar que hay formas de hacer minería que no son devastadoras. También quieren decir que no son responsables de lo que se les acusa, porque el mercurio es un tema serio. Pero hay comunidades como Marmato, Caldas, donde no usa por decisión de la comunidad, y mientras tanto, uno lee de eso en la prensa y parece que es invivible, que es un desastre y se colapsa en su propio hueco, y no es el caso.
¿Cómo se pasan los mineros el legado de generación en generación?
Ser minero es un oficio y personalmente los admiro porque es un trabajo duro, que requiere de sensibilidad para encontrar el oro dentro de la tierra. No es cualquier cosa. Hay empresas más grandes que hacen sus trabajos de forma responsable, y hay unas reglas de seguridad industrial que implementan porque nadie quiere que haya accidentes, pero la forma artesanal de practicar la minería tiene un valor importante. Particularmente, pienso que el ser humano va a vivir siempre de la minería. Todo lo que tenemos a nuestro alrededor viene en algún momento de una mina, pero los mineros tradicionales tienen mucho que enseñar a las mineras internacionales, conocimiento sobre cosas fundamentales como no dejar un hueco enorme.
Cambiando de tema, ¿qué recuerda de la época en la que cubría el conflicto armado?
Empecé “Violentología” en 1997 y se terminó en 2012, justo antes de arrancaran las negociaciones que finalmente llegaron al acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Hubo un auge que se centró en San Vicente del Caguán y las negociaciones de ese momento, un auge paramilitar.
El país todavía tiene características del conflicto, desafortunadamente, pero en algunas partes ya no se vive esa zozobra. Mi experiencia fue empezar con ignorancia y estoy agradecido con los compañeros periodistas y la gente que me guiaba y me orientaba en esas situaciones. Me acuerdo del clima y las sensaciones de los lugares. Uno podía palpar de una vez la tensión, la gente muy precavida. Esos años hubo muchas matanzas, y dejaron una sensación de tristeza.
Cuando se habla con integrantes de la Comisión de la Verdad sobre lo que ocurrió en Santander, se conoce que algunos actores desconocen lo que ocurrió en los años de conflicto, pero sabemos que la academia, los medios y las víctimas guardan relatos que evidencian lo que marcó a la región. ¿Qué hacer para activar los recuerdos y hacer memoria?
Hay un descuido de los archivos y eso es una lástima. Pueden ayudar a recordar a que la gente recuerde, reconozca y reflexione. Hay algo en la fotografía y es que tiene la capacidad de instalarse en la memoria, no sé exactamente por qué, pero hay ejemplo de muchos países. Uno reconocido es el de la niña desnuda (Kim Phuc) corriendo en la guerra de Vietnam, imagen que marcó al mundo y que tuvo bastante influencia en la sociedad norteamericana en ese momento, y llevó a movilizarse frente a esa guerra equivocada.
Muchas veces acá en Colombia cuando hablo sobre “Violentología” pregunto sobre esa foto y me dicen que sí la recuerdan. Pero cuando pregunto si tienen una foto del conflicto colombiano en la mente, nadie contesta. Hay que rescatar archivos y sacar a la luz esa labor, es esencial.
“En nuestro oficio nos ponemos reglas claras para no mentir”. Eso dice usted a la hora hablar sobre la labor del reportero gráfico. ¿Cuáles son esas reglas?
No montar los escenarios. Una excepción quizás es el retrato, pero en general no debemos decirle a nadie que haga nada. Si se llega tarde, de malas. Cuando uno hace esos montajes, aunque sean pequeños, no hay límites. Uno debe tratar de influir lo menos posible en lo que está pasando.
Después de dos décadas en Colombia, ¿qué lo sigue enamorando de este país?
En “Violentología” me di cuenta de que el concepto que se tiene del conflicto en Colombia es solo drogas o narcotráfico, pero no es así, es más complejo. Con “La Batea” quisimos ir en contra de la tendencia de estigmatizar a los mineros. Colombia es un aprendizaje constante para mí con pocas esperanzas.
Además, en libro se revela el trabajo de los reporteros gráficos de medios nacionales y regionales. Esto lo ha convertido en un referente para los investigadores y el periodismo nacional. Como Ferry asegura, también es la escuela que marcó su carrera en Colombia, la cual dio un giro al introducirlo de la mano de su hermana antropóloga -Elizabeth Emma Ferry- en la minería artesanal de oro. Como resultado de este trabajo nació el libro “La Batea”.
Una serie de imágenes que componen esta publicación hacen parte de la exposición “De Hidroituango a Santurbán”, una muestra artística regional con 28 participantes, organizada por Ecoemprender, que estará abierta hasta el 22 de agosto, en el Centro Cultural del Oriente y la sede UIS Bucarica, en Bucaramanga (Santander).
En conversación con Periódico 15, el fotógrafo expresó el interés que le ha despertado la movilización social a favor del páramo de Santurbán, así como la necesidad de abrir los archivos periodísticos y académicos para hacer memoria de las distintas violencias que aún fragmentan a este país que considera su “casa”.
Lea: Stephen Ferry: retratista de tiempos difíciles
¿Cómo fue el cambio de escenario, pasar de fotografiar el conflicto armado a poner su lente en la minería artesanal de oro?
Los dos temas están solapados. Cuando empecé a trabajar en la minería artesanal de oro tenía un enfoque sobre la violencia. A finales de 2011, cuando el oro llegaba a su precio más alto, se despertó todo un boom en el país y los grupos armados empezaron a financiarse por esta vía. Llegó a ser más fuerte que la coca. Después de un tiempo me di cuenta que existe la estigmatización al minero artesanal, y a veces lo asocian con la minería criminal.
En mi muestra hay ejemplos de un tipo de minería que es desastrosa, que acaba ríos, controlada por grupos armados, y que es criminal, pero eso no quiere decir que todos los mineros artesanales del país lo sean. Desafortunadamente, desde el Estado y los medios de comunicación, se usa un lenguaje que los discrimina, y los pintan como los responsables de la violencia y la contaminación, y ese no es el caso.
Para “La Batea” me basé en el enfoque de violencia que aprendí desde “Violentología”, y quería asegurarme que no solo mostráramos un lado de la moneda. Hay que entender que muchos mineros de oro no usan mercurio, que adelantan prácticas de una forma sostenible, que no quieren sacar el material de una vez, sino que piensan en la tradición que heredarán a nietos y bisnietos, en su legado.
La fotografía nos revela la realidad que el protagonista vive o vivió. En el acercamiento a las comunidad mineras, ¿qué le contaban los protagonistas de sus fotos?
Los mineros artesanales en general están preocupados por la forma como el mundo los ve, tanto en Segovia (Antioquia) como en Marmato (Caldas). La forma de mostrarlos casi siempre obedece a asuntos económicos. En esos dos pueblos existen conflictos en socavones, en la forma de extracción. Hay un concepto diferente en la minería tradicional y es no sacar todo el oro a la vez, porque son familias que han estado en esto de generación en generación y tienen otra noción de su labor.
Hay un concepto en la minería tradicional que es la chatarrera, que viene desde siglos, donde los mineros dejan rocas que no es la propia veta, pero sí tiene algo de oro, para que las comunidades, especialmente las mujeres, trabajen y se lleven una parte. Esto es contrario a la lógica de una empresa moderna que invierten millones de dólares en estos procesos y quieren extraer cada redicto que puedan. Entonces, esos dos modelos son diferentes, y los mineros que encontramos en muchos sitios quieren explicar esas diferencias, quieren defenderlo, contar que hay formas de hacer minería que no son devastadoras. También quieren decir que no son responsables de lo que se les acusa, porque el mercurio es un tema serio. Pero hay comunidades como Marmato, Caldas, donde no usa por decisión de la comunidad, y mientras tanto, uno lee de eso en la prensa y parece que es invivible, que es un desastre y se colapsa en su propio hueco, y no es el caso.
¿Cómo se pasan los mineros el legado de generación en generación?
Ser minero es un oficio y personalmente los admiro porque es un trabajo duro, que requiere de sensibilidad para encontrar el oro dentro de la tierra. No es cualquier cosa. Hay empresas más grandes que hacen sus trabajos de forma responsable, y hay unas reglas de seguridad industrial que implementan porque nadie quiere que haya accidentes, pero la forma artesanal de practicar la minería tiene un valor importante. Particularmente, pienso que el ser humano va a vivir siempre de la minería. Todo lo que tenemos a nuestro alrededor viene en algún momento de una mina, pero los mineros tradicionales tienen mucho que enseñar a las mineras internacionales, conocimiento sobre cosas fundamentales como no dejar un hueco enorme.
Cambiando de tema, ¿qué recuerda de la época en la que cubría el conflicto armado?
Empecé “Violentología” en 1997 y se terminó en 2012, justo antes de arrancaran las negociaciones que finalmente llegaron al acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Hubo un auge que se centró en San Vicente del Caguán y las negociaciones de ese momento, un auge paramilitar.
El país todavía tiene características del conflicto, desafortunadamente, pero en algunas partes ya no se vive esa zozobra. Mi experiencia fue empezar con ignorancia y estoy agradecido con los compañeros periodistas y la gente que me guiaba y me orientaba en esas situación. Me acuerdo del clima y las sensaciones de los lugares. Uno podía palpar de una vez la tensión, la gente muy precavida. Esos años hubo muchas matanzas, y dejaron una sensación de tristeza.
Cuando se habla con integrantes de la Comisión de la Verdad sobre lo que ocurrió en Santander, se conoce que algunos actores desconocen lo que ocurrió en los años de conflicto, pero sabemos que la academia, los medios y las víctimas guardan relatos que evidencian lo que marcó a la región. ¿Qué hacer para activar los recuerdos y hacer memoria?
Hay un descuido de los archivos y eso es una lástima. Pueden ayudar a recordar a que la gente recuerde, reconozca y reflexione. Hay algo en la fotografía y es que tiene la capacidad de instalarse en la memoria, no sé exactamente por qué, pero hay ejemplo de muchos países. Uno reconocido es el de la niña desnuda (Kim Phuc) corriendo en la guerra de Vietnam, imagen que marcó al mundo y que tuvo bastante influencia en la sociedad norteamericana en ese momento, y llevó a movilizarse frente a es guerra equivocada.
Muchas veces acá en Colombia cuando hablo sobre “Violentología” pregunto sobre esa foto y me dicen que sí la recuerdan. Pero cuando pregunto si tienen una foto del conflicto colombiano en la mente, nadie contesta. Hay que rescatar archivos y sacar a la luz esa labor, es esencial.
“En nuestro oficio nos ponemos reglas claras para no mentir”. Eso dice usted a la hora hablar sobre la labor del reportero gráfico. ¿Cuáles son esas reglas?
No montar los escenarios. Una excepción quizás es el retrato, pero en general no debemos decirle a nadie que haga nada. Si se llega tarde, de malas. Cuando uno hace esos montajes, aunque sean pequeños, no hay límites. Uno debe tratar de influir lo menos posible en lo que está pasando.
Después de dos décadas en Colombia, ¿qué lo sigue enamorando de este país?
En “Violentología” me di cuenta que el concepto que se tiene del conflicto en Colombia es solo drogas o narcotráfico, pero no es así, es más complejo. Con “La Batea” quisimos ir en contra de la tendencia de estigmatizar a los mineros. Colombia es un aprendizaje constante para mí.