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Ir a la plaza era una costumbre en mi infancia, con canasto, esperando la ñapa y regateando. Esa práctica ha sido reemplazada en muchos sitios por los supermercados y los centros comerciales: fríos, costosos y sin personalidad. Recientemente hubo una disputa muy fuerte sobre la diferencia de precios entre las plazas y los supermercados, mientras en el debate sobre la paz cada día se visibiliza más el tema de la soberanía alimentaria.
En medio de todo esto están las olorosas y salpicadas de colores plazas de mercado que, en el caso de la capital de Santander, enfrentan las amenazas de su privatización. En Bucaramanga las plazas se resisten a desaparecer. Sus terrenos han sido, en la mayoría de los casos, donaciones hechas al municipio para que hubiera mercados de los productos agrícolas y ahora las administraciones han buscado apropiárselos para otros fines. La ciudad tiene cuatro plazas que son consideradas patrimonio público y que además son administradas por la Secretaría del Interior; integran 1.986 puestos o locales distribuidos en cuatro comunas (además existen otras plazas entregadas en comodato a sus respectivas asociaciones).
El afán privatizador, el culto al cemento y el intento de que todo sea lo más rentable posible hacen que, por ejemplo, se quiera cobrar a los vendedores cánones de arrendamiento de centros comerciales, como lo sugirió el nuevo alcalde, Rodolfo Hernández Suárez. Las plazas tienen incertidumbres propias: fluctuación de precios, sobreoferta en cosecha, riesgo del daño en el producto, que asumen ellos, entre otros.
La primera a mencionar es La Concordia, plaza desde hace 75 años. “Aquí llegaban los tabacaleros y al lado vendían los campesinos; cuando eso la calle era solo un potrero”, me cuentan. El terreno después fue donado al municipio con el único fin de establecer “la casa de mercado La Concordia”. Una de las formas de venta hoy más comunes son los domicilios, lo que crea un tipo de relación más cercana entre la plaza y la comunidad; incluso hay carros ya viejos que han prestado por años sus servicios de acarreo; la plaza es una gran red donde todos se conocen.
Otra plaza es la de San Francisco. Allí hay una emisora que desde hace nueve años coordina Javier González y que se mantiene con la poca pauta publicitaria de los puestos. Ellos mismos han realizado mejoras en el aseo, los pisos y las vitrinas, son sitios de venta ordenados y funcionales, aunque modestos. Allí se han movido en bloque para evitar amenazas de desalojos.
Y también está la plaza Guarín. Esta nació en 1958, con el auge de los mercados de campesinos en los alrededores del parque del mismo nombre. El lote fue una donación de Pedro Nolasco para construir el mercado. En 1975, las Empresas Públicas de Bucaramanga construyen una parte de la actual edificación y pasaron de la venta de los domingos a un mercado diario. Allí, Eloína Toro, con la ayuda de sus vecinos, aguantó nueve intentos de desalojo promovidos por las autoridades, pero la última vez le quitaron todo, aunque ella logró comprar algunas cosas nuevas y volver a ocupar su puesto en la plaza.
Luchas comunales
Para defender sus puestos de trabajo y su forma de vida, se reunieron los vendedores en torno a asociaciones de las plazas de mercado. En La Concordia, una de las preocupaciones eran los préstamos gota a gota, con intereses hasta del 20 %; así que montaron un fondo común de ahorro voluntario, que presta al 1 %.
En los años 2013 y 2014, el anterior alcalde, Luis Francisco Bohórquez, abrió la posibilidad de que terceros o privados celebren contratos de concesión o de asociación público-privada para quedarse con las plazas de mercado. Hay intentos más sutiles para acabar con las plazas, como insistir en proyectos de remodelación que suenan atractivos, pero preocupa que sea una forma de justificar alzas de los arriendos y además sin alternativas ante el tiempo muerto que dure la renovación. En el caso de Guarín, quisieron desmantelarla para construir la estación del cable-línea.
Otra preocupación es que en la aplicación del Plan Maestro de espacio público, las autoridades “corretearon” a los vendedores ambulantes del centro de la ciudad, pero no de los alrededores de las plazas. El fenómeno de la intermediación no solo persiste, sino que se ha legalizado. Hasta 2010 el campesino podía surtir la plaza, pero ahora no. En el centro de abastos entra el camión, pero no el campesino, y el precio lo decide el comprador. Es decir, el trabajador de la plaza ya no es solo el campesino que vende su producto sino uno más en la cadena de distribución.
Las plazas siguen teniendo la magia de sus desayunos, sus afanes y sus personajes, que las hacen algo más que un simple puesto de trabajo. Hay historias detrás de cada puesto, de metas logradas a punta de vender verduras y hortalizas, de cortar carne, de organizar las frutas.
* PhD. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia.