En Leiva, Nariño, las víctimas del conflicto esperan la reparación
En este municipio la falta de oportunidades arrincona a sus pobladores, quienes se ven obligados a la siembra de coca para vivir. Los habitantes dicen que el Gobierno incumplió los acuerdos que pactaron.
Otoniel Umaña Murgueitio - @Otonielumaa
Leiva tiene apenas 41 años de vida y es uno de los municipios más escondidos del departamento de Nariño, al menos para el Estado colombiano. Los grupos armados ilegales, Farc y paramilitares, entendieron esta circunstancia y lo convirtieron, durante décadas, en el segundo municipio del departamento con el mayor número de hectáreas sembradas de coca.
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Leiva tiene apenas 41 años de vida y es uno de los municipios más escondidos del departamento de Nariño, al menos para el Estado colombiano. Los grupos armados ilegales, Farc y paramilitares, entendieron esta circunstancia y lo convirtieron, durante décadas, en el segundo municipio del departamento con el mayor número de hectáreas sembradas de coca.
Pero al municipio de Leiva también lo esconde una permanente y densa capa de neblina que hace que sus casi 20 mil habitantes vivan entre las nubes, en las estribaciones de la cordillera Occidental. Este factor climático afecta su principal cultivo: el café, asegura Valdiri Valdés, de la Asociación de Caficultores del municipio, porque le genera un hongo al producto.
Desde Pasto hay que conducir durante cuatro horas para recorrer los 185 kilómetros que separa a la capital del departamento con el municipio. Sin embargo, el recorrido parece duplicarse por el estado de la vía, especialmente a partir de Mercaderes, en Cauca; después de atravesar el río Patía, e iniciar una aventura por un serpenteante camino destapado, finalmente se conquista el casco urbano, en la parte alta de la cordillera.
Al llegar al pueblo nos encontramos con casas decoradas con pintorescos colores y algunas calles empinadas y semidestruidas. Las tiendas permanecen con lo básico, como leche, gaseosas, arroz, azúcar, harinas, pan y huevos. En el parque principal hay una concha acústica y un polideportivo sin terminar, que son las únicas atracciones los fines de semana.
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No hay hospital, sino un improvisado puesto de salud construido en un lote que no tiene escrituras, que carece de ambulancia, camas y camillas. No cuenta con el personal médico idóneo. Lorena Burgos es la única enfermera. Atiende entre 30 y 35 pacientes cada día y el médico solo llega los fines de semana, pero cuando la situación se le sale de las manos a la enfermera le toca llamarlo y contarle la sintomatología para que la oriente por teléfono.
“El colegio alberga 315 estudiantes, pero tiene los mismos salones y pupitres desde 1965, cuando fueron donados por la Federación Nacional de Cafeteros”, manifiesta el rector, el profesor José Efrén Ortiz. Además, asegura que hay salones con 48 alumnos y algunas veces les toca recibir las clases en los pasillos, hecho que dificulta el proceso de enseñanza y aprendizaje.
El sábado es el día de mercado en la renovada plaza, que al menos ya cuenta con un techo. Ahí llegan los campesinos con sus productos, a lomo de mula o en viejos camperos, desde todas las veredas. Al frente observo un alentado y provocador racimo de plátanos. “Vale $10 mil”, me dice un hombre sonriente, de sombrero deshilachado, con manos y brazos embarrados, de no menos de 70 años. Es el mismo racimo que en Corabastos de Bogotá no baja de $70.000. Lo que ustedes no saben es que de los $10.000 el campesino debe pagar $2.000 de transporte.
Esa plaza de mercado es la única opción que tienen más de 80 comerciantes para hacer sus negocios entre amigos y vecinos, una endogamia comercial, ya que no tienen un centro de acopio y ningún turista llegará hasta el lejano y escondido municipio por los plátanos, el café o las verduras.
En 2001 empezó el baño de sangre
Desde este año las Farc y los paramilitares empezaron a alternarse la presencia en el municipio e implantar el terror. Surgieron los constantes hostigamientos desde la parte alta de la montaña, era la época en la que la mayoría de las viviendas tenían tejas livianas. Aunque era un niño, el alcalde Jorge Daza recuerda que les tocaba salir corriendo de las escuelas para esconderse en alguna de las casas que tenían terraza de cemento.
Por una de las tantas calles empinadas bajaba Roberto Rodríguez, campesino de 68 años, quien al observar mi cámara me dijo: tómele una foto a ese hueco que está ahí. Esa es mi casa y casi me la destruye un cilindro bomba en 2015.
A 50 minutos del casco urbano, por una estrecha y oscura trocha, por donde solo pasa un vehículo, se llega al corregimiento El Palmar, conformado por 18 veredas, donde habitan 4.000 personas.
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Janeth Rodríguez es una de ellas, pertenece al comité de impulso del municipio que busca la reparación colectiva por parte del Estado. Con lágrimas, el ceño fruncido y los ojos colorados, cuenta que en mayo de 2006 su esposo fue desaparecido y le tocó huir con sus hijos, por amenazas de muerte. Nadie le ha explicado qué paso con el padre de sus hijos.
En diciembre de 2007 los paramilitares, que se hacían llamar Nueva Generación, llegaron con lista en mano, ingresaron a las viviendas y mataron a cinco líderes sociales. Las víctimas fueron Rigoberto Díaz, Leonilda Grijalva, Omeyer Padilla, Henry Díaz y Dávison Patiño, quien aún no había cumplido 15 años.
En 2009 volvieron las Farc y se quedaron hasta la firma de los acuerdos del teatro Colón en 2016, no sin antes asesinar en 2015 a los jóvenes Jeison Muñoz Cerón y Rulbeni Ortiz Meléndez. Afirman las autoridades del municipio que en ese entonces el frente 29 aceptó públicamente el crimen. En 2018 regresaron las autodefensas, esta vez los gaitanistas, que permanecen hasta la fecha.
La coca, un problema de nunca acabar
La economía es algo muy complejo en el municipio; no hay empresas ni industrias. La mayoría de los habitantes deriva su sustento de la agricultura, especialmente del café, el limón y las verduras en general. Pero sin duda alguna la hoja de coca es la que deja los mejores dividendos. Asegura el alcalde Jorge Daza que “el campesino la cultiva, no porque sea delincuente o una persona mala, sino por la necesidad porque el Estado nos ha dejado solos”.
La hoja de coca se las compra en el sitio donde se cultiva y los insumos son mínimos, asegura el funcionario.
Jairo Tumbaquí, párroco del municipio, terminó su misa matutina y salió a parque para contarnos sin tapujos: “La coca es la realidad en la que vivimos, desde niños se convierten en raspachines porque no tienen otra oportunidad. No hay proyectos productivos”.
Valdiri Valdés mide 1,50 metros, pero es la gran líder de los caficultores del municipio. Dice que su producto es un café pergamino puro, de excelente sabor y textura en el grano, pero solicita a gritos que le ayuden porque ha sido imposible sacar el registro Invima sin el respaldo de una entidad. Con esa cruz a cuestas cuenta que con lo que le dejó la venta de hoja de coca pudo construir su casa.
Darío Cerón, exdirector territorial del Ministerio del Trabajo en Nariño, afirma que “en ese contexto tan complejo, la mayoría de las personas que lograron tener algo fue gracias a la hoja de coca y el reto del Estado colombiano, con todas sus entidades, es el de garantizar a las personas un sustento similar al que lograban con las actividades ilícitas”.
Camilo Romero, gobernador saliente de Nariño, le apuesta a la sustitución de cultivos y descarta de plano la fumigación con glifosato porque, afirma, acaba con las demás plantaciones, los animales y hasta con las personas. Sobre la erradicación manual sostiene que tampoco es conveniente porque le abre paso a la confrontación directa entre campesinos, afros, indígenas y policías en el territorio. Considera que la erradicación solo sería viable donde se reconozca que los cultivos pertenecen al narcotráfico puro y simple.
¿Y la reparación a las víctimas?
El conflicto armado dejó 3.156 víctimas en el municipio que esperan ser reparadas de manera integral y colectiva. El alcalde asegura que desde 2014 se firmaron cinco compromisos comunitarios con el Estado, que consistían en la construcción del hospital para el corregimiento El Palmar, un estadio, un parque y varios proyectos productivos, pero desde el Gobierno Nacional se han incumplido.
Hace cuatro años la Gobernación entregó dos neveras a la Asociación de Mujeres Comunitarias, pero se dañaron arrumadas y sin uso en una bodega porque no tenían presupuesto para llenaras.
Los ciudadanos esperan contar, algún día, con los recursos económicos para mejorar sus viviendas y realizar emprendimientos que les mejoren la vía de llegada al municipio, e incluso sueñan con una universidad, porque dicen que enviar a sus hijos a Cali, Popayán o Pasto es imposible económicamente para ellos.
En el corregimiento El Palmar y en el municipio de Leiva los habitantes tienen claro que la paz viene de la mano de las oportunidades, pero mientras estas no lleguen, la única alternativa, tristemente, será cultivar hoja de coca.
Finalmente, algunos campesinos aseguran que en los senderos montañosos por donde transitaban los grupos armados ilegales todavía existen zonas minadas y esperan que sean retiradas como parte de la anhelada reparación colectiva.