Entre Chicoral y La Habana

Una revisión del nuevo acuerdo de paz por expertos en el tema agrario.

Rocío del Pilar Peña - Luis Enrique Ruiz - Mónica Parada *Especial para El Espectador
21 de noviembre de 2016 - 01:00 a. m.
 El Acuerdo de La Habana es una oportunidad para saldar la deuda con los campesinos colombianos.  / AFP
El Acuerdo de La Habana es una oportunidad para saldar la deuda con los campesinos colombianos. / AFP
Foto: AFP - GUILLERMO LEGARIA
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El eterno “déjà vu” de la política de tierras

En enero de 1972 se celebró en Chicoral (Tolima) una reunión entre el Gobierno Nacional de la época y los grandes latifundistas del país, representados por los directorios de los partidos Liberal y Conservador, con el fin de dar una solución a los problemas de orden público generados por las protestas campesinas que exigían hacer efectiva la reforma agraria promovida por el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (la redistribución de tierras y el mejoramiento de las condiciones económicas y laborales en el campo se quedaron en promesas). Chicoral se convirtió así en el escenario de discusión y concertación de las políticas públicas para el desarrollo rural colombiano. Sin embargo, los grandes ausentes de la reunión fueron precisamente los campesinos sin tierra.

Una de las grandes conclusiones, que luego se plasmó en la Ley 4 de 1973, es la idea de que los problemas del campo colombiano no eran causados por la concentración de la propiedad de la tierra, sino por la baja productividad de la misma. Esta idea nefasta y perversa ha marcado la política pública del agro colombiano y ha favorecido con subsidios la producción de los grandes latifundistas y gremios agroindustriales del país, con resultados lamentables en cuanto a la productividad y el desarrollo social del campo (estamos en niveles inferiores a los alcanzados en el Frente Nacional). Asimismo, la persistencia de esta idea ha profundizado el olvido de quienes viven y trabajan en la tierra, los campesinos, que hoy son casi 10 millones de colombianos. Después de cinco décadas y con un conflicto armado a cuestas, el panorama no ha mejorado.

Las negociaciones de La Habana se presentaron como una oportunidad para saldar la deuda con el campo colombiano y especialmente con las comunidades campesinas. Sin embargo, las críticas al acuerdo original, firmado el 26 de septiembre pasado en Cartagena, por parte de los partidarios del No, difieren poco de los reclamos de aquellos latifundistas de los años setenta.

La publicación del nuevo acuerdo, que respondió a varias de las reservas que formularon distintos grupos promotores del No en el plebiscito, deja un sabor agridulce, al menos en lo que tiene que ver con el punto sobre reforma rural integral, y recuerdan este oscuro episodio de Chicoral, del cual aún no hemos podido recuperarnos y en el que, como sociedad, no podemos volver a caer. Por un lado, se destaca positivamente que algunas de las propuestas del uribismo que amenazaban el espíritu reformista del acuerdo en materia rural no fueron acogidas; pero, por otro lado, el riesgo que ya se había advertido de que el uribismo aprovechara la coyuntura para impulsar su propia agenda rindió sus frutos.

Lo que, por fortuna, no se incluyó

El nuevo acuerdo incluye varias aclaraciones que responden directamente a algunas de las observaciones hechas por el Centro Democrático. Por ejemplo, se aclaró que el acuerdo “respetará la propiedad privada”. Asimismo se precisó que los procedimientos de expropiación y extinción administrativa del dominio se adelantarán “conforme a la Constitución y las leyes vigentes”. Sin embargo, y por fortuna para los propósitos del acuerdo y la necesidad de distribuir la tierra en Colombia, se dejaron por fuera las exigencias más recalcitrantes. Es el caso de la “presunción de buena fe no desvirtuable”, que, como se ha venido advirtiendo, hacía prácticamente imposible adelantar cualquier programa de redistribución o restitución de tierras en el país, dejando al Estado sin instrumentos necesarios para revertir la alta concentración de la propiedad rural.

Las dudas

Al tiempo que algunas aclaraciones menores se incluyen y otras perjudiciales se quedan por fuera, una modificación en especial preocupa. A diferencia del primer acuerdo, éste se queda corto al momento de defender y promover la economía campesina, familiar y comunitaria. Se trata de la inclusión del llamado principio de desarrollo integral, según el cual se asume el compromiso de “promover y fomentar encadenamientos de la pequeña producción con otros modelos en formas verticales, horizontales y en diferente escala”, y más adelante se hace explícito el compromiso gubernamental de impulsar “la asociatividad entre pequeños, medianos y grandes productores”.

Tales modificaciones preocupan, y no precisamente por una resistencia a cualquier clase de asociatividad o a la posibilidad de que la economía campesina se integre a los mercados. La preocupación obedece, primero, a la tendencia que han tenido las políticas dirigidas a promover la asociatividad en el campo, sin una distribución justa de los riesgos entre pequeños y medianos productores y empresarios; segundo, al rechazo que históricamente han expresado los campesinos a los modelos de alianzas productivas que funcionan en rubros como la palma de aceite, el cacao, la caña de azúcar, el caucho y algunos frutales, y, tercero, al carácter secundario que el Estado le otorga al campesinado en sus políticas rurales cuando propone la coexistencia con modelos agroindustriales.

Esta referencia a los esquemas asociativos y a encadenamientos productivos remite inmediatamente a políticas públicas recientes, como las zidres, que no han estado exentas de oposición por parte de organizaciones sociales, como la Cumbre Agraria. Como denuncia esta organización, las políticas que promueven esquemas como el de las zidres privilegian el papel de los empresarios agroindustriales en el desarrollo del campo y relegan a los campesinos a un segundo plano en el que se pone en riesgo su especial relación con la tierra. Asimismo, estos esquemas delegan la provisión de bienes públicos, como la asistencia técnica, los sistemas de riego y la infraestructura vial terciaria, a terceros privados, cuando es el Estado el que, en principio, debe hacer la provisión de manera directa.

Si en algo se destacó el anterior acuerdo de La Habana es que iba en sintonía con los reclamos históricos del campesinado por mayor protagonismo en las políticas estatales, además de responder a una política rural adecuada para aliviar la pobreza y la desigualdad que afecta de manera específica el campo. Con las modificaciones parece reproducirse esa disputa entre grandes y pequeños productores, en la que estos últimos podrán verse relegados por cuenta de las presiones de la oposición a los acuerdos.

La importancia del campesinado, la mujer rural y el acuerdo de La Habana

A tono con las promesas distributivas del acuerdo, como el Fondo de Tierras o el Programa Masivo de Formalización de la Pequeña Propiedad (con esquemas asociativos no siempre favorables al campesinado), actualmente cursan dos iniciativas legislativas que implican un protección reforzada de las comunidades campesinas en general y de las mujeres rurales en particular.

La primera es un acto legislativo promovido por el senador Alberto Castilla y otros congresistas del Polo Democrático y la Alianza Verde, el cual pretende modificar la Constitución para incluir explícitamente al campesinado como sujeto político, reconocer su especial relación con la tierra y el territorio y garantizar su inclusión en la toma de decisiones sobre los territorios campesinos. La segunda iniciativa es la presentada por las congresistas Nora García (Partido Conservador), Maritza Martínez (Partido de la U) y Daira Galvis (Cambio Radical), que busca establecer mínimos anuales para que un porcentaje determinado de las adjudicaciones de las tierras baldías, vivienda rural y proyectos productivos se titule a favor de las mujeres rurales.

Este acuerdo tiene el potencial de convertirse en un instrumento de protección de las comunidades campesinas, pero esto depende de cómo se complementa con iniciativas legislativas que fomenten la economía campesina, familiar y comunitaria. De lo contrario, puede convertirse en una iniciativa más en donde la vinculación del campesinado resulta subordinada a la histórica predilección del Estado por favorecer a los grandes empresarios y propietarios del campo.

* Investigadores del Observatorio de Restitución y Regulación de Derechos de Propiedad Agraria.

Por Rocío del Pilar Peña - Luis Enrique Ruiz - Mónica Parada *Especial para El Espectador

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