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El bullerengue, más joven y más vivo que nunca

Terminó el pasado fin de semana el Festival del Bullerengue en Puerto Escondido, Córdoba. Aquí la crónica de un visitante que va de la sorpresa de que se trata de un movimiento cultural de gente joven al descubrimiento de la “Rueda” como esencia de la verdadera fiesta popular

Jaime Forero Álvarez, especial para El Espectador. Montería
29 de junio de 2024 - 05:28 p. m.
Imagen de referencia de Gloria García, lideresa social, integrante de la organización afro Manuel Zapata Olivella y cantadora de bullerengue de Montería.
Imagen de referencia de Gloria García, lideresa social, integrante de la organización afro Manuel Zapata Olivella y cantadora de bullerengue de Montería.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

El Festival del Bullerengue queda entre las mejores experiencias de mi vida. Yo llegué, entre los primeros, muy a las 3 en punto de la tarde. Poco a poco me iba sorprendiendo cada vez más con las pintas, muy visajosas, demasiado pomposas y coloridas, con que la gente joven asistía al evento para descubrir más tarde que todos ellos no eran público sino artistas.

Pero la sorpresa más grande fue entender que el bullerengue es un movimiento cultural de gente joven que tiene como referencia a las ancianas cantadoras y a los viejos tamboreros. Yo tenía la idea que esta música era interpretada tan solo por matronas ancianas y que por esta razón podía estar extinguiéndose con la vida de estas mujeres. Pues no, está vivo y lleno de vitalidad.

Me sorprendió también que la gente del bullerengue es una comunidad diversa en la cual ocupan sus puestos tranquilamente muchachos y muchachas que se han salido notablemente de los patrones machistas de la tradicional sociedad costeña y que disponen de su cuerpo con libertad. Hasta donde yo pude percibir (soy un melómano, pero no un musicólogo) esta gente toca, baila y canta con virtuosismo los tres ritmos tradicionales (sentado, chalupa y fandango) apegados a las tradicionales formas de interpretación que deben tener unas cuantas centurias.

Más del 90 % de los asistentes que colmaron un amplio sector del espacio acondicionado con sillas Rímax eran intérpretes o acompañantes de los músicos. Unas cuatrocientas personas.

Desfilaron por una enorme tarima, con un sonido impecable y con dos pantallas gigantes laterales, 2| grupos venidos de los pueblos cercanos de las costas cordobesas, sucreñas y, más que todo, del Urabá costero. Por su parte, los conjuntos que representaron a Medellín, Barranquilla y Bogotá se destacaron. En estas ciudades parte de los músicos no son migrantes de las tierras del bullerengue sino jóvenes del “interior”.

Hasta donde pude enterarme, toda esta gente, más que por la presentación y el concurso en tarima, viene a hacer la Rueda por la noche y hasta el amanecer. Por la Rueda fue que dije que esta fue una de las mejores experiencias de mi vida. La Rueda es un baile cantado colectivo en el cual mediante un rito, el del “quite”, los y las cantadoras, los y las bailadoras, los y las tamboreros van siendo reemplazados en una especie de competición fraternal en la cual cada cual trata de hacerlo mejor que el anterior, y lo logra. Entre tanto, todos los demás palmean e interpretan los maravillosos coros de cada canción. Fluyen los versos de canciones conocidas que se prolongan y prolongan con la improvisación de los y las cantadoras.

Desde hace más de 70 años vengo buscando la verdadera fiesta popular. He hecho algunos hallazgos como la salsa dominguera en Juanchito; el fandango también en rueda, y con papayera en el centro del círculo; una fiesta popular de currulao en Salahonda al otro lado de la Bahía de Tumaco; unas celebraciones santeras en el Bronx de Nueva York… pero por fin la hallé con toda contundencia, con toda la magia, en su máxima e inverosímil expresión en la Rueda del Bullerengue.

El cuerpo me aguantó hasta las dos de la mañana, hora en que me fui a acompañar en sus sueños a las viejas cantadoras que, después de haber asistido a muchas ruedas en su vida, prefirieron, esa noche, quedarse en reposo en sus cambuches. La Rueda siguió girando con el movimiento de rotación del planeta, de la tierra que los bailadores acarician con sus pies desnudos. Esa noche dio media vuelta y la noche siguiente completó el primer círculo.

Esta humanidad estaría más cercenada aún si el bullerengue muriera. Gracias a los bullengueros de los cuatro puntos cardinales, que marca el llamador, por tener viva la esperanza y podernos dar, todos, un abrazo emocionado… cósmico

Tengo la certeza de que hoy se baila mucho más que antes el joropo en los Llanos Orientales. ¿Por qué? Porque en casi todo colegio, en toda escuela, en muchos espacios comunitarios, se les enseña a los niños y jóvenes a querer y bailar las danzas de la sabana tanto en ciudades como Villavicencio y Granada como en la última escuela rural. Es paradójico, porque la etnia de los criollos, de aquellos que andaban a caballo con cuatro, bandola y capachos y el dedo gordo del pie metido en el rústico estribo, se han venido extinguiendo. Triste, pero reconfortante al mismo tiempo, la recuperación cultural de sus cantos, sus toques y sus bailes.

Algo similar me parece que está sucediendo con el Bullerengue, el Currulao, la Tambora y muchas otras expresiones tradicionales de las dos costas: la tenacidad de muchos promotores, en especial mujeres cantadoras y bailadoras, ha hecho que no solo sea una realidad la generación de relevo, sino que quienes han seguido en la lucha por las armonías, los compases sincopados y las danzas, se multiplican; y multiplican la variedad de expresiones. Es muy emocionante ver cómo hay músicos y compositores aferrados a las viejas “partituras” centenarias que no dejan perder la tradición pura, y cómo, al mismo tiempo, muchos jóvenes recrean e innovan con resultados maravillosos.

Precisamente en el Festival del Bullererngue, que está terminado, se homenajeó a una mujer que ha dedicado toda su vida, y todo su amor, a trabajar con niños, adultos y ancianos de Puerto Escondido, logrando no solo mantener vivo el Bullerengue, sino multiplicarlo e irradiarlo a otros lugares. Un conjunto, un “semillero” de niños, formados por ella, abrió el evento con tres interpretaciones impecables del Sentado, la Chalupa y el Fandango. Ella se llama, traten de no olvidarla, Xiomara Marrugo Galvis.

Con “mucha gente se murió en la región de Urabá” comienza a capela (siempre se comienza a capela) un Sentado compuesto e interpretado por el grupo “Corazón de Tambó”. Cada grupo tiene una o dos cantadoras (o cantadores), el tambor alegre, el tambor macho o llamador, la totuma, y unas ocho personas que hacen los coros y palmas, y salen a bailar en pareja. El baile es parte esencial de cada canción, de cada rito, para decirlo con más precisión.

Corazón de Tambó comenzó con unas notas mortuorias que hacen alusión a los intérpretes y compositores que se han ido, pero yo las sentí, con el corazón arrugado, como una alusión a tanta gente sacrificada en esas tierras ensangrentadas. Pienso que, en gran parte, todos estos movimientos culturales, que han reivindicado y multiplicado la tradición musical de muchos de nuestros pueblos, se han constituido como una reacción a su sufrimiento; una forma de resistencia contra tantas fuerzas poderosas que los martirizan.

Si en el caso de los criollos su etnia se está extinguiendo con el avance de la necolonización rapaz del Llano, los afros y muchos pueblos indígenas se aferran a su tierra, a su agua, a su barro, a su selva, a su manglar, a sus cultivos y a su sangre derramada sobre sus campos. Se afianzan, se multiplican y recrean sus territorios imaginados y lúdicos en los cuales el canto es un triste y grave llanto, pero también una fiesta y una contundente esperanza.

No, Xiomara Marrugo Galvis no dijo “si me tocara repetir mi vida me gustaría ser embajadora ante la Unesco para que se me haga justicia como cantadora, como profesional con maestría, como educadora”. Lo que dijo ella es que si tuviera que repetir su vida la dedicaría, nuevamente, a afianzar el bullerengue, con los niños, con los jóvenes, con los ancianos de Puerto Escondido. Ahí mismo, en su amado pueblo.

* Profesor Emérito de la Universidad Javeriana de Bogotá.

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Por Jaime Forero Álvarez, especial para El Espectador. Montería

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