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Guaquería, la historia oculta bajo tierra

Un oficio, que en diferentes momentos puso en jaque la riqueza cultural precolombina, hoy se esfuma como tradición.

Juliana Diosa Vargas, Johana Cristina Saldarriaga Rendón y Juliana Andrea Marín Alzate*
25 de agosto de 2016 - 10:21 p. m.
Guaquería, la historia oculta bajo tierra
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La posibilidad de retratar el legado ancestral de nuestro país se desvanece cuando el color del oro ilumina la ambición de un guaquero. “Ellos se enterraban hasta dos metros de para abajo y, entonces, hacían un vacío y formaban como un saloncito y sacaban esa tierra. Entonces, ya se entraban los indios de güida de los españoles. Se enterraban vivos. Los otros indios los tapaban; entonces, se morían asfixiados. Ellos se enterraban con los animalitos, con las ollitas, las herramienticas y el oro que tenían”.

Años más tarde, las manos de quien hoy cuenta esta historia rozarían algunos de estos antiguos artefactos. Guillermo Saldarriaga, en compañía de su abuelo, saqueó tres guacas en la finca La Solita, en el municipio de Andes, hace ya varias décadas. Los 90 años que se reflejan en su piel blanca y cuarteada como una hoja seca, aún no le opacan la memoria: “Era como apretada la tierra y uno la iba sacando en un zurrón y la iba tirando a los lados de ese hueco; cuando llegaba allá, era la tierra más suelta. Ya decía el abuelo: ‘Mijo, ya vamos a llegar aquí’ y se ponía con mucho fundamento y encontraba uno así como forma de cal. No eran huesos, ya no había restos. Habían enterrado a siete indios”.

Desde hace más de 500 años, la guaquería ha estado presente en los territorios colombianos. Tres períodos bastan para describir la historia de un país cuyo patrimonio arqueológico, en su mayoría, ha sido desaprovechado y saqueado. Los tesoros escondidos de quienes alguna vez ocuparon nuestro espacio y marcaron nuestra historia, empezaron a hallarse desde 1492, y no precisamente por sus descendientes. La Iglesia católica y los Conquistadores ocupan la primera línea en una lista larga de quienes se beneficiaron con la expoliación de la riqueza indígena. La primera, con deseo de imponerse y subordinar a salvajes que, decían, eran carentes de alma y sensibilidad. Y los segundos, con sed de dinero y fortuna. Durante tres siglos, el catolicismo y los peninsulares fueron los protagonistas de ese primer período de esta historia buscando guacas y entierros.

Pero, a partir del año 1800, excavar la tierra tras el sueño aurífero se convirtió en una profesión. La sed de riqueza, que empezó en los colonizadores, parecía propagarse de generación en generación. Pues la guaquería intensiva se enmarcó en la época como una profesión reconocida y respetada que poseía incluso su propia jerga, explica el antropólogo Juan Esteban Henao.

En esa actividad, que para entonces era también llamada sepulturiar, la fiebre del oro obnubiló en los guaqueros la capacidad de descubrir la mayor riqueza que se escondía tras los artefactos indígenas. Su valor cultural y arqueológico era quebrantado cada que, con avaricia, los excavadores pillaban las piezas de alfarería.
Mientras tanto, en 1883, en el Suroeste antioqueño, un titiribeño llamado Francisco Toro Montoya viajaba a San Juan, hoy denominado Andes, para hallar oro, venderlo y suplir sus necesidades económicas. Años más tarde, su autobiografía sería rescatada mediante cartas y tomada como ejemplo por el historiador Gustavo Zapata para dilucidar el entorno guaquero que se tejía entre estas montañas en el siglo XIX: “Es por esta vía que se nos fueron los grandes tesoros de estas culturas nuestras. Los guaqueros no tenían ningún interés en conservar las piezas, no tenían interés ni antropológico ni histórico ni de ninguna índole, porque eran campesinos que tenían que subsistir de alguna manera”. Y fundir y vender se hacía sin remordimientos.

Aunque el término guaca se asocia con los tesoros indígenas prehispánicos, el concepto abraza además otro significado. Se trata del dinero o morrocotas (monedas de oro o plata) que, en época de guerra, enterraban los militares y familias acomodadas para proteger su patrimonio de los impuestos de guerra cobrados por los contradictores políticos: “Para evitar que las tropas enemigas se llevaran su oro o reclamaran esos impuestos, enterraban; como no había bancos”, aclara el historiador andino y agrega: “Es decir, yo entierro mi dinero acuñado en monedas de oro para salvar mi patrimonio de las tropas opuestas a mis creencias políticas, ¿dónde se guardaba eso? Enterrado, debajo de las tapias”.

Además de las guacas también fueron hallados los cementerios indígenas: “Se encontraron en Fredonia, en límites con Andes muchos hipogeos”. Es decir, tumbas subterráneas que, al igual que las piezas de alfarería, fueron demolidas. “Pero también fueron violentados, destruidos ¿Ustedes se imaginan la riqueza turística que tuviéramos donde hubiéramos conservado estos hipogeos? Porque habían incluso figuras rupestres, o sea, dibujos en la roca, como los que se conservan en Támesis”, dice Zapata.

El brillo de la riqueza guaquera en Andes concentró su esplendor en el corregimiento de Tapartó. Pues de la zona, es el lugar donde más se han hallado vestigios de enterramientos indígenas. En la denominada capital del Suroeste, el oro ha hecho presencia, aunque en circunstancias distintas ya que, contrario a Tapartó, el corregimiento de Santa Rita ha conocido del oro por cuestiones mineras y no por la guaquería.

Entre narigueras, bezotes, pendientes, cuentas de collar, discos, diademas, orejeras, anfibios, caracoles, cascabeles, horquillas, pinzas y anzuelos de oro, cobre, plata y tumbaga (mezcla de oro y cobre), se dibuja la evidencia guaquera del Suroeste antioqueño. La mayoría de estas piezas arqueológicas fueron encontradas en el municipio de Jericó. Si bien muchas reposan en museos colombianos, gran parte de la riqueza arqueológica del país se contempla y embellece los museos extranjeros.

El antropólogo Juan Esteban Henao coincide con el historiador Zapata al referirse al valor que en la época se les concedía a las guacas. “El oro aún tenía una visión netamente económica. Entonces, todos los ajuares y objetos rituales y simbólicos de los grupos prehispánicos eran vistos con valor mercantil, se fundían y se vendían”.

Cuando en el segundo período la guaquería se había asentado en el país y se respetaba como oficio, aparecieron quienes pintarían de otro color el panorama sobre las guacas indígenas. Así es como, de la mano de los primeros exploradores y arqueólogos, afloraron otros enfoques del entorno guaquero. Pues el destello del oro no les encandiló la capacidad de fijarse en su valor cultural; ese que hasta entonces solo era una sombra dentro de tanta luminosidad aurífera: “Lo importante en este segundo período es que los pocos arqueólogos y antropólogos colombianos que empiezan a formarse o los que llegan del extranjero, empiezan a visibilizar los contextos y sitios arqueológicos. Esto con el fin de evitar el intenso saqueo y divulgarle a la comunidad que hay unos sitios y contextos arqueológicos de un gran e inmenso valor cultural y paisajístico; los cuales recuerdan la vida de estos grupos prehispánicos, por lo cual vale la pena conservarlos”, afirma Henao. Así transcurrió el segundo período de la historia guaquera colombiana, con un tinte distinto en los significados y las ambiciones: “Hay un cambio en la visión de muchos de los guaqueros que ven la oportunidad en mucha gente que empieza a coleccionar estos objetos de oro y, en vez de fundirlos, los venden al mejor postor porque ya adquieren un valor simbólico y estético”.

Alrededor de la práctica guaquera se han tejido un conjunto de mitos que enriquecen y forjan la cultura popular. Mediante la tradición oral, las familias colombianas han transmitido las historias mitológicas de “ahora años”. Y así, de generación en generación nos hemos impregnado de los relatos sobrenaturales: el espanto que se apareció para que desenterraran su guaca y así poder “descansar en paz”; la costumbre de excavar las guacas en grupo impar de personas el Viernes Santo; el pañuelo que se deposita justo en el lugar donde desapareció un “bulto” con traje blanco y, por supuesto, la llama que se encendió en el monte y se desvaneció misteriosamente, luego de recorrer unos metros.

Dicha llama, según Rodrigo Micolta Sánchez, un sanador y guaquero andino, se manifiesta por tiempos y de su altura y tamaño depende la profundidad en la que se encuentra, así como la cantidad de bienes que contiene. Para él, los indígenas temen a sus ancestros. Además, considera que en aquellos tesoros escondidos habita un encantamiento.

Micolta asegura que las guacas deben cavarse los días martes o viernes, en número impar de personas y hora. El número impar por cuestiones de triunfo. Así lo esclarece el antropólogo Henao: “La costumbre de excavar las tumbas por parte de los guaqueros en números impares era que así tenían más éxito a la hora de encontrar las guacas”. Además, los atributos femeninos impedían el cumplimiento de los logros esperados en la cacería aurífera: “Y no llevaban mujeres a las campañas de guaquería porque las mujeres inyectaban una dosis de mala suerte, mal agüero”, concluye Henao.

Aunque el historiador Zapata respeta la mitología popular y la reconoce como parte de nuestra cultura e identidad, considera que la llama que se enciende como indicador de una guaca, no es lo que parece: “¿Sabe qué pasaba con la llama? Eso se llamaba ‘fuegos fatuos. La gente pensaba que era un asunto sobrenatural. Un ‘fuego fatuo’ es un asunto de química. La cal de los huesos, o de cualquier otra especie, en contacto con el oxígeno forma una llamita azul. Eso es una cosa química, natural. Entonces, la gente veía en el monte una llamita: ‘¡Uy!, ¡un entierro, un entierro!’, y se iban, y realmente cavaban y encontraban restos”.

Si bien cotidianamente los términos guaca y entierro se emplean para designar los tesoros sepultados, lo cierto es que, para Zapata, sobre ellos recae una diferencia: “Llamamos guaca a todo lo que se descubre bajo tierra. Yo le doy a la parte del entierro o enterramiento una connotación más de orden religioso indígena. El enterramiento indígena respondía a un ritual religioso. Había una creencia en la vida después de la muerte, donde se necesitaban todas las cosas que también se necesitan en ésta”.

Sin embargo, la concepción del antropólogo discrepa de esa distinción. Pues él considera que la diferencia entre ambos términos se relaciona con el uso del lenguaje en las diversas regiones del país: “Prácticamente, la palabra hace mención a lo mismo que es buscar tesoros, buscar el patrimonio arqueológico independientemente si está en una tumba o en un pozo, en una tumba con cámara y pozo, o en un nicho; es irrelevante. Simplemente que el término cambia según la zona del país. En el centro del país y parte del sur, siempre se remite al término guaca, y hacia el norte del país se remiten a entierros. Las dos palabras tienen la misma función: extraer o dañar los contextos arqueológicos”.

El tercer período en la historia de la guaquería en Colombia se sale de la línea del saqueo intensivo, la búsqueda de tesoros y los relatos míticos, para enmarcarse en el cuadro de la ilegalidad. Pues, a finales del siglo XX, los cazadores de fortunas que se posicionaron como profesionales de jerga propia, empezaron a perder su auge y popularidad, casi hasta desaparecer.

La Arqueología y la Antropología apaciguaron ese fervor porque señalaron los riesgos de esa práctica para el patrimonio. Así, la guaquería se estableció como una práctica ilegal y dañina.

Sin embargo, Henao delimita la frontera entre la guaquería y las actividades arqueológicas: “Una cosa es la ciencia y la investigación y otra cosa es la guaquería. La guaquería simplemente usa un método de excavación que es saque arena y extraiga lo que se pueda encontrar en las tumbas o en los contextos arqueológicos. Nosotros, los arqueólogos, excavamos, recopilamos datos, hacemos análisis, analizamos la cerámica; todas esas evidencias que puedan salir en el contexto, reconstruimos las estructuras y le damos vida a ese contexto que ya no tiene. Se hace visible ese contexto arqueológico. Mientras que la guaquería simplemente va a extraer los objetos y, como todo buen guaquero, la idea de ellos es venderlo para subsistir”.

“La legislación castiga el tráfico y porte ilegal de patrimonio arqueológico con multas que van de 200 a 400 salarios mínimos y privación de la libertad de tres a cinco años dependiendo de la cantidad de piezas que les cojan a los que están traficando”, concluye Henao.

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Aunque la guaquería se manifiesta en distintos países de América, cada vez sus prácticas se reducen más. Los hombres, que otrora se reunían en grupos impares de personas y buscaban el esplendor de una llama que anunciara el punto de convergencia con un tesoro sepultado, están frisando la edad de las arrugas y el olvido repentino; la de recuerdos efímeros, confusiones latentes y carencia de palabras. Cada vez son menos los guaqueros que relatan las vivencias míticas que reposan en su memoria.

Legislación patrimonio cultural en Colombia

Según el Decreto 833 de 2002, el cual reglamenta la Ley 397 de 1997, “el patrimonio arqueológico pertenece a la Nación”. Además, dicta que “quien de manera fortuita encuentre bienes integrantes del patrimonio arqueológico deberá dar aviso inmediato a las autoridades civiles o policivas más cercanas, las cuales tienen como obligación informar el hecho al Ministerio de Cultura dentro de las veinticuatro (24) horas siguientes al recibo del aviso”. También aclara: “Recibida la información por el Ministerio de Cultura ésta será inmediatamente trasladada al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Incahi) a efectos de realización de los estudios técnicos, trámites y decisión de las medidas aplicables de acuerdo con lo reglamentado en este Decreto”.

*Este artículo fue publicado en el periódico De la Urbe, de la Universidad de Antioquia

*julianadiosa29@gmail.com, jo-ha7@hotmail.com, marinalzatejulianaandrea@gmail.com

Por Juliana Diosa Vargas, Johana Cristina Saldarriaga Rendón y Juliana Andrea Marín Alzate*

 

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