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'Guillermo Cano se preparaba para grandes destinos'

El texto "Guillermo cano: los primeros pasos" de Rogelio Echavarría fue publicado en 1999 en El Tiempo. El Espectador reproduce este relato sobre los primeros pasos de Guillermo Cano en el periodismo.

Rogelio Echavarría*
21 de septiembre de 2016 - 01:48 p. m.
Rogelio Echavarría.
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Sí, El Espectador era una familia. Pero no me refiero a, lo que saben todos, ese patrimonio indeleble (aunque ahora endosado por imperativos de estos tiempos de crudo pragmatismo) de los Cano, sino a la familiaridad entrañable que irradiaba esta noble dinastía periodística cuando ingresamos a su histórica empresa, entre otros, Felipe González Toledo, Gonzalo González y yo, a principios de 1946, y un poco después Gabo, quien sería conocido más tarde en el mundo entero como Gabriel García Márquez. Los redactores y nuestro eterno jefe, José Salgar, nos sentíamos en nuestra propia casa, como si no tuviéramos otra (cosa que a veces, después, nos reclamaban nuestras esposas...) (Le puede interesar: Las primeras tareas de Guillermo Cano en El Espectador)
 
Esta exclusiva nómina, corta en número y en ambiciones económicas pero plena en vocación, entusiasmo y fidelidad a una tradición de servicio era inspirada por la diafanidad (ahora tan frecuente y abusivamente llamada transparencia, como si fuera invisible) de don Luis Cano, quien no solo era el director del periódico sino, sin que lo aceptara él mismo, la conciencia moral del liberalismo , a quien acudían en busca de consejo y orientación no solo los jefes de su partido sino todos sus lectores y copartidarios. Los medios de comunicación en ese entonces eran formadores de criterio y generadores de opinión y no, como ahora casi todos, oportunistas explotadores de las necesidades o de las aficiones y vicios privados que, sin el menor reato ni recato, se hacen también públicos. Don Luis había recibido lecciones de dignidad en las precarias imprentas y en las oscuras cárceles donde su padre el fundador, don Fidel Cano, pagaba con excomuniones y exacciones su rebeldía libertaria. (Le puede interesar: Guillermo Cano: el periodista todoterreno)
 
La mano derecha de don Luis pero tan de izquierda como la suya propia era su hermano don Gabriel, encargado de la prosaica pero indispensable actividad económica y publicitaria, después de haber renunciado a su juvenil adherencia al grupo de Los Panidas en Antioquia al lado de León de Greiff (quien fue siempre, y naturalmente, el mejor pagado de los colaboradores literarios del vespertino). Don Gabriel manejaba con tan acucioso y ejemplar sentido ético y estético la consecución, redacción y presentación de los avisos que mereció el apodo, que él dueño de un sentido del humor finísimo aceptaba con pícara sonrisa, de don Gabriel D Annunzio. A su lado y a distancia que no era tanta entre el hogar y la oficina, doña Luz Isaza, su esposa, colaboradora insomne, también nos hacía sentir miembros de familia, dueños de casa y accionistas de la empresa, al prolongar con tertulias en su vecina residencia las horas laborales de la redacción. Allí perdíamos el poco tiempo disponible y algunos pesos, que casi siempre nos ganaba el jefe cabeza blanca , consumíamos unas deliciosas empanadas, bendita receta paisa de doña Luz, y nos tomábamos algunas confianzas con la whiskoteca de don Gabriel cuando apenas comenzaba a organizarla. (Le puede interesr: Así era la vida de Luis Cano, tío de Guillermo Cano)
 
Nosotros, cuando teníamos la suerte de encontrar en los estancos un sello nuevo, y para compensar lo que nos gastaba al detal, le llevábamos una botella que permanecería virgen en su variopinta colección cristalina. En una de estas tenidas, don Gabriel tuvo la ocurrencia de grabar la animada charla de los contertulios, y al día siguiente nos la transmitió, lo que hizo que Guillermo renunciara a tomar trago por lo menos mientras no estuviera seguro de que no había grabadoras... pues en la cinta decíamos tales desatinos que su padre quiso aprovechar la oportunidad para advertirnos cómo el licor debe manejarse con discreción, y no a discreción, como era lo usual en aquellos tiempos en que la bohemia era parte de la vida de periodistas y escritores. Fue una de las primeras lecciones para el diarista adolescente, por lo menos en público.(Le puede interesar: Gabriel Cano Villegas: untado de tinta)
 
Los primeros pasos de Guillermo Cano en el periodismo y creo que los primeros pases también fueron como cronista taurino de su periódico. Con Hernando Santos Castillo, también primíparo y heredero a su vez en El Tiempo, hicieron entonces una pareja tan conocida en los tendidos, y eran tan inseparables amigos en todas partes que si no escribían sus reseñas juntos, al menos algo hicieron “a la limón”. La intimidad venía de la niñez, cuando de la cuadrilla gimnasiana hacían parte, entre otros, los Dominguín, y fue siempre tan sólida que no la pudieron romper ni los pasajeros avatares de una rivalidad profesional siempre curiosamente paralela ni la competencia despiadada de las empresas en que tenían empeñada, nunca empañada, su sangre... y su arena.
 
Cuando digo los primeros pases no solo aludo a los que de suyo reciben los revisteros (pues los periodistas tienen entradas gratis a los espectáculos que deben comentar no porque sean venales sino porque las empresas en que trabajan no les costean este imprescindible medio de enterarse y los salarios nunca alcanzan para tanto...) sino a las suertes que le dan la vida al torero, si el toro no lo mata de paso. Supongo que Guillermo también se lanzó al ruedo, o en el campo a la dehesa, aunque nunca lo vi tan aporreado como a Hernando Santos, quien no solo toreaba bestias sino manifestantes enfurecidos, como aquel día en que bajó solo a enfrentarse a puñetazos a un grupo hostil que pasaba gritando vejaciones y arrojando piedras contra las ventanas de El Tiempo, lo que se volvió costumbre desde los tiempos de los viernes culturales de Jorge Eliécer Gaitán y continuación, cómo no, los rojaspinillistas. Hersán y Conchito eran, sin duda, hombres de casta.
 
(A Guillermo lo llamábamos Conchito por Conchita Cintrón, la rejoneadora española que por esas temporadas actuó en la plaza de Santamaría. Aquella belleza triunfante, que cambió los ruedos de las faldas de las muchachas por los ruedos de los trajes de luces, conquistó la exagerada afición de nuestro cronista, que sin embargo nunca comprometió la insobornable independencia de El Espectador confundiendo lo amateur con lo profesional). (Lea: Guillermo Cano y los toros)
 
Cuando don Luis Cano, agobiado por los males que dieron al traste con el partido liberal, falleció de pena moral y de dolor de patria, don Gabriel Cano tomó las riendas del periódico y dejó en la gerencia a su hijo Luis Gabriel, quien lideró la modernización de un diario que ya era de vanguardia. ¡Qué grata sorpresa para mí, que no conocía sus dones de escritor, su garra política y su temple democrático! Don Gabriel escribió, como su padre, su hermano y después su hijo, magistrales editoriales en una de las épocas más sombrías de la historia colombiana. Guillermo, que se había cortado la coleta taurina, se iniciaba tímidamente (siempre fue tan discreto) como comentarista anónimo de la página editorial (con Gog y conmigo hacía la columna Día a día) y era el discípulo amado de Eduardo Zalamea Borda, la eminencia gris de la parte literaria del periódico. Este escribía su famosa columna cotidiana La ciudad y el mundo, frecuentemente editorializaba y dirigía la página Fin de semana, que aparecía los sábados.
 
Guillermo, por su parte, fue fundador y director del Magazine Dominical, que en su primera etapa apareció aparte del periódico y fue famoso por sus concursos, y después se incorporó como suplemento del diario. Con semejante preceptor como Ulises, Guillermo se preparaba para grandes destinos, que sin embargo él no concebía sino dentro del periodismo. Por ello escribió García Márquez que por lo menos uno de nosotros sigue preguntándose todavía si seríamos lo que somos hoy de no haber sido por él (Zalamea) cuando critica justamente la mala memoria que tenemos los colombianos para acordarnos de los maestros.
 
Era tiempo de vino y rosas, de vino y risas, en medio de las tribulaciones nacionales y que nos hacían cada vez más unidos, más solidarios. De vez en cuando echábamos una cana, con un Cano, al aire. Al finalizar la jornada, por las tardes nos íbamos a jugar básquet al Parque Nacional, en un torneo interno que organizamos Guillermo y yo. Uno de los dos equipos lo formábamos los tres Canos (incluidos Alfonso y Fidel, que no eran columnistas como el primogénito sino columnas reales de la empresa en su parte de circulación y relaciones publicitarias) junto con Hernán Marino, tan flaco que se reía de su propia caricatura en pantaloneta. Por las noches también salíamos a jugar bolos al San Francisco, y a contarle al presidente Alberto Lleras quien inauguraba los torneos del CPB los últimos chistes sobre su propio gobierno (el gran pasatiempo nacional, del cual ni él, tan severo, pudo salvarse). Y los domingos, sin falta, formábamos la gran barra santafereña en el Campín. Santa Fe era el equipo de nuestros amores, pero sobre todo el del único amor de Guillermo... porque Ana María era hija de uno de los fundadores del club.
 
Pero no todo era juego. Cómo olvidar las jornadas de oscuridad y escasez, de estupor y de angustia sucesivas al 9 de abril de 1948, o la tristeza de ver destruidas nuestras oficinas por los incendiarios conservadores el 6 de septiembre de 1952, en cuyos escombros fue precisamente Guillermo quien rescató los originales de mi libro El transeúnte, entonces inédito. O el accidente del automóvil deportivo de Gustavo Wills Ricaurte, en el que murió con Álvaro Pachón de la Torre y Álvaro Umaña cuando regresaban de la despedida de soltero de sus compañeros a Guillermo, y a la cual yo no pude asistir, salvándome de una muerte segura, ya que esos amigos eran quienes me llevarían y traerían, como mis vecinos que eran, a casa. Gracias a la Providencia, que aplazó mi última hora.
 
Unos meses antes de su muerte, en la embajada de España (uno de los pocos centros sociales que Guillermo frecuentaba, entre otras cosas por su vinculación y la de Alfonso con familias catalanas) me recordó todavía con risas la vez en que él me vio verdaderamente atortolado, cuando su padre me reclamó por haber publicado (yo hacía aquella noche la edición de mañana y quise adelantarme a la competencia) la llegada a Bogotá de los restos de Rafael Gómez Hurtado, quien murió trágicamente en la Costa Atlántica. Porque cuando salía la edición, a las cuatro de la mañana, todavía no habían llegado y yo simplemente supuse que un avión que parte es un avión que llega. Don Gabriel me reponía que de pronto no, caso en el cual el periódico quedaría mal ante sus lectores. Esa fue una de tantas lecciones que yo nunca olvidé en mi larga vida periodística, como tampoco la olvidó Guillermo.
 
Cuando Guillermo Cano recibió la alternativa, es decir, fue nombrado director de El Espectador ante la ausencia de don Gabriel, comenzó esa faena que por su heroísmo civil lo llevaría a un martirio anunciado. ¡Fiesta brava, la del periodismo! Guillermo me había ratificado como subjefe de redacción del diario y jefe de la primera edición, cuando empezó a transformarse de vespertino en matutino, y hasta cuando la dictadura de Rojas Pinilla clausuró la prensa liberal. Entonces, al no regresar a El Espectador, González Toledo y yo fundamos el semanario Sucesos, que recibió siempre el estímulo y la colaboración de Guillermo Cano, anónima para no atraer hacia nosotros las iras del régimen. Estas líneas son el único pago, ya que jamás nos recibió otro.
 
¿Quién iba a pensar que ese hombre prematuramente cano, como todos los de su patronímico, y algo encorvado ya como por el agobio de sus lecturas y de sus responsabilidades, pero juvenil en su impetuoso cumplimiento; ese jefe de empresa sin desmayo y de hogar sin tacha; ese dechado de rectitud, ejemplo de bonhomía y generosidad; ese comunicador discreto pero exhaustivo, callado pero elocuente, que no ofendió nunca a nadie ni usó más armas que la verdad y la comprensión; que tenía tan claro el convencimiento de que el periodismo es un medio de educación y cultura para el ennoblecimiento del hombre; que jamás tuvo un desplante aunque su carácter era de una sola pieza, fiel al talante de su linaje... ¿Quién iba a pensar que ese buen ciudadano, amable y compasivo, inerme en su serena inocencia, pudiera ser víctima de sicarios malditos que tuvieron que buscarlo en la propia puerta de su trabajo porque él nunca estaba fuera de lugar? Asesinato inútil, como todos, pero especialmente como el de un periodista. Porque no les soluciona nada a los asesinos, sean autores intelectuales o verdugos analfabetos, sino que agranda infinitamente su culpa y salpica a la sociedad entera. Como en aquella fábula del jorobado que, furioso, rompe el espejo que retrata su fealdad, y así la multiplica en cada triza. Porque como en el dicho a rey muerto, rey puesto, por cada periodista muerto no solo hay un periodista puesto, sino miles dispuestos a acusar a los culpables y a impetrar justicia.
 
Cuando, el día en que se conoció la increíble noticia un periodista de la televisión me llamó para preguntarme qué opinaba sobre el asesinato de Guillermo Cano, yo solo atiné a responderle: cuando un hermano muere, uno no opina: uno llora.
 
* Publicado en El Tiempo el 25 de abril de 1999
 

Por Rogelio Echavarría*

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