La historia de la otra Pereira
Durante cuatro años, Juan Miguel Álvarez se sumergió en el universo oculto de la capital de Risaralda y sus hallazgos constituyen una cruda radiografía de cómo el narcotráfico ha marcado su historia.
Redacción País
Nadie se había atrevido a contarlo. Siempre fue un secreto a voces que se fue perpetuando en la memoria, pero que se sigue evidenciando por cruces de muchachos asesinados menores de 25 años, cuyo número aumenta en el cementerio Valle del Recuerdo. Es la tragedia oculta de Pereira, que no deslumbra mucho en los reflectores nacionales, pero que el narcotráfico impone desde hace cuatro décadas a través de un rosario de malevos y sicarios que continúan pasando de agache. La otra historia de una ciudad pujante que el periodista y escritor Juan Miguel Álvarez saca de su anonimato en su obra Balas por encargo.
La saga delincuencial de Antonio Correa, quien se murió de viejo sin que la ley lo tocara y cuya dimensión describió horas antes de ser extraditado a Estados Unidos en 2007 el capo del norte del Valle Luis Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño: “Llegó a manejar este país. Cuando nosotros apenas comenzábamos en el negocio, él era el gran capo de Colombia”. Pionero de la ruta La Guajira-San Andrés-Estados Unidos a mediados de los años 70, con más de 200 ahijados en la isla, Antonio Correa impuso su hegemonía a balazos. Como él, dos muchachos del municipio de Apía a quienes llamaban Los Caruso fueron su impune brazo armado.
Las vueltas de Cara de ángel y El Flaco Marulo, que en el curso de diez años, antes de caer en su talión, desde una Yamaha plateada asesinaron a unas 300 personas. La leyenda negra de Octavio Piedrahíta que llegó a ser poderoso accionista del Atlético Nacional y el Deportivo Pereira antes de ser acribillado por sus socios del cartel de Medellín. Los hermanos Darío y Paco Sepúlveda, el primero en la lista de esposos de la jefa de la cocaína en Nueva York, Griselda Blanco, y el segundo un avezado bandido que cayó preso en Estados Unidos por tráfico de drogas y tiempo después volvió a Pereira con su atado de muertos a cuestas.
Un acumulado de violencia que Juan Miguel Álvarez decidió rastrear no sólo para sacar del olvido la sevicia sin castigo de tantos victimarios, sino para probar que la mala racha legada por los sicarios persiste en Pereira. “Los delincuentes suelen ser felices contando sus andanzas”, refiere Álvarez, y eso fue lo que hizo: meterse a las calles a escuchar sus voces. Con el debido contraste de los archivos oficiales y periodísticos, o la experiencia y los documentos de los investigadores judiciales, la radiografía dolorosa de una realidad mirada de soslayo que esconde una ciudad donde el microtráfico y las oficinas de cobro siguen ajustando sus cuentas turbias.
Hijo del reconocido periodista pereirano Miguel Álvarez de los Ríos, quien por más de 50 años dio cátedra de estilo narrativo en su ciudad natal, Juan Miguel Álvarez heredó su pasión por el oficio, pero con otro contexto: la ciudad de Cali en los años 90, cuando el narcotráfico desdoblaba sus guerras y en los barrios populares se incrementaban las tristezas. “A Cholito lo apedrearon sin clemencia, Mancho terminó cargando revólver y amenazando a su gente, algunos amigos pasaron del juego a ostentar con resonantes camionetas, otros aparecieron descuartizados en el río Cali. La misma maldición que se extendió por el Valle y no tardó en llegar a Pereira”.
Como envolviendo esa madeja o recobrando el rastro, después de hacerse periodista en Bogotá, Juan Miguel Álvarez se radicó en la tierra de sus ancestros, la misma que vio caer decapitado a su abuelo materno Delfín Ramírez, en tiempos en que El Cóndor y sus secuaces calibraban la vida y la muerte en su deseo de conservatizar a sangre y fuego el occidente de Colombia. Ya en Pereira, junto con los periodistas judiciales de La Tarde o El Diario del Otún, en contacto con los fiscales y jueces, o escuchando de viva voz a los repartidores de la muerte, concretó su crónica de inmersión al pasado y presente de una región martirizada por coletazos del narcotráfico.
El reino aparte de José Olmedo Ocampo que llegó del Quindío a finales de los años 70, montó oficina de sicarios escoltado por policías retirados y multiplicó el gatillo que aplicaron bajo sus órdenes Guaro, Pirringo, El Mono Tafur, El Mico o El Ñato. También murió de viejo hace pocos años, cuando sus alumnos más aventajados ya superaban su crueldad. Martín Bala, que patentaba sus crímenes descargando en sus víctimas los 17 tiros del proveedor de su arma letal; Freskolo, quien practicaba la desaparición con cadáveres de indigentes que arrojaba al río La Vieja, y algunos otros que siguen vivos, sin miedo a relatar sus guerras.
Cuando Olmedo Ocampo declinó ya mandaba El hombre del overol, Orlando Henao, y con él sus aprendices del norte del Valle. La herencia no podía ser otra que más carteles y bandas. La de Tom, en la comuna Cuba, la de un expolicía, apodado California, quien sembró el terror en el sector de La Carrilera, y la de El Chinche, quien impuso su ley en Dosquebradas. Luego aparecieron Los Cabezones, que despachaban desde una posada de indigentes llamada Residencias La Cordillera, y detrás de ellos, peleándose territorios con las Farc en Risaralda, el hijo de un carnicero a quien llamaban Vómito, quien potenció la barbarie: Carlos Mario Jiménez, alias Macaco.
Íntimo de Wílber Varela, alias Jabón; de la misma entraña del paramilitarismo de los Castaño, Don Berna o Cuco Vanoy, después de dominar en las áreas rurales se tomó Pereira. Uno tras otro cayeron sus competidores. La marca de su droga era Cordillera y la motosierra su emblema. Su mano derecha fue Monoteto, un descuartizador de oficio que vivió a sus anchas desde el Bajo Cauca hasta el norte del Valle, el mismo que fue asesinado a tiros en Buenos Aires en 2008, cuando ya el proceso de paz de las autodefensas con el gobierno Uribe era un desastre y las oficinas de cobro se daban bala por la recomposición de las bandas criminales.
Estas desgracias y muchas otras, todas entrelazadas en un escenario común, las calles de Pereira y sus municipios cercanos, constituyen la obra Balas por encargo, del periodista Juan Miguel Álvarez. “Mucha gente de la ciudad se va a molestar”, comentó esta semana un asistente al lanzamiento de su trabajo en la Feria del Libro. “Era mi deber hacerlo”, comentó escuetamente el autor. “¿Y por qué tanta impunidad en cuatro décadas?”, preguntó otro espectador. “Porque muchas autoridades civiles o de policía han sido parte del negocio”, repuso. Como buen billarista, noveno en el ranquin nacional en 2006, su libro es una riesgosa carambola a varias bandas.
Nadie se había atrevido a contarlo. Siempre fue un secreto a voces que se fue perpetuando en la memoria, pero que se sigue evidenciando por cruces de muchachos asesinados menores de 25 años, cuyo número aumenta en el cementerio Valle del Recuerdo. Es la tragedia oculta de Pereira, que no deslumbra mucho en los reflectores nacionales, pero que el narcotráfico impone desde hace cuatro décadas a través de un rosario de malevos y sicarios que continúan pasando de agache. La otra historia de una ciudad pujante que el periodista y escritor Juan Miguel Álvarez saca de su anonimato en su obra Balas por encargo.
La saga delincuencial de Antonio Correa, quien se murió de viejo sin que la ley lo tocara y cuya dimensión describió horas antes de ser extraditado a Estados Unidos en 2007 el capo del norte del Valle Luis Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño: “Llegó a manejar este país. Cuando nosotros apenas comenzábamos en el negocio, él era el gran capo de Colombia”. Pionero de la ruta La Guajira-San Andrés-Estados Unidos a mediados de los años 70, con más de 200 ahijados en la isla, Antonio Correa impuso su hegemonía a balazos. Como él, dos muchachos del municipio de Apía a quienes llamaban Los Caruso fueron su impune brazo armado.
Las vueltas de Cara de ángel y El Flaco Marulo, que en el curso de diez años, antes de caer en su talión, desde una Yamaha plateada asesinaron a unas 300 personas. La leyenda negra de Octavio Piedrahíta que llegó a ser poderoso accionista del Atlético Nacional y el Deportivo Pereira antes de ser acribillado por sus socios del cartel de Medellín. Los hermanos Darío y Paco Sepúlveda, el primero en la lista de esposos de la jefa de la cocaína en Nueva York, Griselda Blanco, y el segundo un avezado bandido que cayó preso en Estados Unidos por tráfico de drogas y tiempo después volvió a Pereira con su atado de muertos a cuestas.
Un acumulado de violencia que Juan Miguel Álvarez decidió rastrear no sólo para sacar del olvido la sevicia sin castigo de tantos victimarios, sino para probar que la mala racha legada por los sicarios persiste en Pereira. “Los delincuentes suelen ser felices contando sus andanzas”, refiere Álvarez, y eso fue lo que hizo: meterse a las calles a escuchar sus voces. Con el debido contraste de los archivos oficiales y periodísticos, o la experiencia y los documentos de los investigadores judiciales, la radiografía dolorosa de una realidad mirada de soslayo que esconde una ciudad donde el microtráfico y las oficinas de cobro siguen ajustando sus cuentas turbias.
Hijo del reconocido periodista pereirano Miguel Álvarez de los Ríos, quien por más de 50 años dio cátedra de estilo narrativo en su ciudad natal, Juan Miguel Álvarez heredó su pasión por el oficio, pero con otro contexto: la ciudad de Cali en los años 90, cuando el narcotráfico desdoblaba sus guerras y en los barrios populares se incrementaban las tristezas. “A Cholito lo apedrearon sin clemencia, Mancho terminó cargando revólver y amenazando a su gente, algunos amigos pasaron del juego a ostentar con resonantes camionetas, otros aparecieron descuartizados en el río Cali. La misma maldición que se extendió por el Valle y no tardó en llegar a Pereira”.
Como envolviendo esa madeja o recobrando el rastro, después de hacerse periodista en Bogotá, Juan Miguel Álvarez se radicó en la tierra de sus ancestros, la misma que vio caer decapitado a su abuelo materno Delfín Ramírez, en tiempos en que El Cóndor y sus secuaces calibraban la vida y la muerte en su deseo de conservatizar a sangre y fuego el occidente de Colombia. Ya en Pereira, junto con los periodistas judiciales de La Tarde o El Diario del Otún, en contacto con los fiscales y jueces, o escuchando de viva voz a los repartidores de la muerte, concretó su crónica de inmersión al pasado y presente de una región martirizada por coletazos del narcotráfico.
El reino aparte de José Olmedo Ocampo que llegó del Quindío a finales de los años 70, montó oficina de sicarios escoltado por policías retirados y multiplicó el gatillo que aplicaron bajo sus órdenes Guaro, Pirringo, El Mono Tafur, El Mico o El Ñato. También murió de viejo hace pocos años, cuando sus alumnos más aventajados ya superaban su crueldad. Martín Bala, que patentaba sus crímenes descargando en sus víctimas los 17 tiros del proveedor de su arma letal; Freskolo, quien practicaba la desaparición con cadáveres de indigentes que arrojaba al río La Vieja, y algunos otros que siguen vivos, sin miedo a relatar sus guerras.
Cuando Olmedo Ocampo declinó ya mandaba El hombre del overol, Orlando Henao, y con él sus aprendices del norte del Valle. La herencia no podía ser otra que más carteles y bandas. La de Tom, en la comuna Cuba, la de un expolicía, apodado California, quien sembró el terror en el sector de La Carrilera, y la de El Chinche, quien impuso su ley en Dosquebradas. Luego aparecieron Los Cabezones, que despachaban desde una posada de indigentes llamada Residencias La Cordillera, y detrás de ellos, peleándose territorios con las Farc en Risaralda, el hijo de un carnicero a quien llamaban Vómito, quien potenció la barbarie: Carlos Mario Jiménez, alias Macaco.
Íntimo de Wílber Varela, alias Jabón; de la misma entraña del paramilitarismo de los Castaño, Don Berna o Cuco Vanoy, después de dominar en las áreas rurales se tomó Pereira. Uno tras otro cayeron sus competidores. La marca de su droga era Cordillera y la motosierra su emblema. Su mano derecha fue Monoteto, un descuartizador de oficio que vivió a sus anchas desde el Bajo Cauca hasta el norte del Valle, el mismo que fue asesinado a tiros en Buenos Aires en 2008, cuando ya el proceso de paz de las autodefensas con el gobierno Uribe era un desastre y las oficinas de cobro se daban bala por la recomposición de las bandas criminales.
Estas desgracias y muchas otras, todas entrelazadas en un escenario común, las calles de Pereira y sus municipios cercanos, constituyen la obra Balas por encargo, del periodista Juan Miguel Álvarez. “Mucha gente de la ciudad se va a molestar”, comentó esta semana un asistente al lanzamiento de su trabajo en la Feria del Libro. “Era mi deber hacerlo”, comentó escuetamente el autor. “¿Y por qué tanta impunidad en cuatro décadas?”, preguntó otro espectador. “Porque muchas autoridades civiles o de policía han sido parte del negocio”, repuso. Como buen billarista, noveno en el ranquin nacional en 2006, su libro es una riesgosa carambola a varias bandas.