La seguridad en la frontera nororiental y la mirada feminista
En Cúcuta y buena parte de Norte de Santander preocupa cómo la violencia asociada al conflicto armado ha tenido afectaciones diferenciales hacia las mujeres y la población LGBTI.
Adriana Pérez
Explosiones, miedo, desapariciones, impotencia, feminicidios, rabia... Este es nuestro día a día en cualquier municipio de Norte de Santander. Escribo desde Cúcuta luego de los atentados ocurridos en el aeropuerto Camilo Daza y el barrio Aeropuerto. Esa mañana nos despertamos con dos detonaciones de fondo, sirenas de policía, cubrimientos noticiosos y llantos de periodistas. Empezamos la mañana en desconcierto: Cúcuta ya estaba en todos los medios y redes sociales; hubo pronunciamientos nacionales, locales y luego el infaltable consejo de seguridad. La respuesta de siempre: aumentar el pie de fuerza policial y militar, algo que forma parte del paisaje urbano desde hace varios meses.
Soy politóloga, aunque suelo decir que mi trayectoria se acerca más a la de una socióloga empírica que evalúa el Estado con las gafas violetas del feminismo a partir de las realidades que vivimos y sufrimos en el nororiente. También dirijo el Observatorio de Asuntos de Género de Norte de Santander, organización de la sociedad civil dedicada a la gestión de información y generación de conocimiento sobre el universo de género en la región. Nuestra experiencia de trabajo con mujeres y población LGBT, de Colombia y Venezuela, ha evidenciado que el debate de la seguridad debe trascender dichas posturas reduccionistas para integrar una mirada más acercada a las vidas que se desean proteger.
Partamos de lo básico, si estamos discutiendo sobre la seguridad es porque existe una amenaza, una que sentimos muy próxima esa mañana del 14 de diciembre. Yo misma le ordené a mi equipo de trabajo que se cancelaban todos los compromisos presenciales, para quedarnos en casa luego de la zozobra que produjo. Sin embargo, desde la organización hemos contribuido localmente con distintos análisis de seguridad y podemos asegurarles que esta es solo la punta de lanza, en gran parte porque del 1° de enero de este año a la fecha hemos identificado más de 800 víctimas de violencia de género.
Sus contextos son sumamente complejos: lideresas de la subregión del Catatumbo que nos han informado de los violentos resultados del incumplimiento de los Acuerdos de Paz sobre sus vidas y territorios; mujeres transgénero, colombianas y venezolanas, trabajadoras sexuales en el centro de la ciudad que han sufrido sistemáticamente el abuso policial y la persecución por parte de organizaciones criminales que se disputan el control territorial; migrantes caminantes que se enfrentan a la desaparición forzada, los feminicidios y la violencia sexual en las carreteras intermunicipales.
En nuestro boletín n.° 3 sobre violencias de género durante el año 2020, trabajamos con el concepto de paralelismo estatal, propuesto por Laura Rita Segato, como espacios controlados por actores armados ilegales que imponen sobre las poblaciones deberes y derechos, con vastos capitales económicos y ejércitos dispuestos para su protección y la de sus dueños. Es decir, una compleja estructura paralela que cumple funciones similares a las del Estado nacional, que permite identificar que las violencias, más que actos aislados, existen de manera sistemática y necesaria para su mantenimiento. Así lo hemos evidenciado en cada uno de los escenarios mencionados. En Tibú las mujeres temen intercambiar palabra alguna con agentes de Policía, pues se arriesgan a ser señaladas por actores armados ilegales como informantes, ¿cuáles? No saben, desde hace varios años la situación se ha precarizado tanto que no solo hay un mayor control sobre sus comunidades, también una mayor cantidad de grupos armados y organizaciones criminales, incluyendo de otros países.
A propósito de esto, varias de ellas nos han informado sobre el recrudecimiento de la trata de persona con fines de explotación sexual cuyas víctimas son mujeres menores de edad, como nos han dicho “mientras más niña mejor”, lo que ha causado que muchas familias se desplacen forzosamente a otros municipios para protegerlas.
En el centro de la ciudad, exactamente el Parque Mercedes, las mujeres transgénero que ejercen el trabajo sexual nos han comentado sobre la sistematicidad de la violencia que sufren, ¿quiénes las agreden? “Celadores”, así se conoce a estas personas que están vinculadas con las organizaciones criminales que luchan por el control de las cuadras. Sí, cuadras, porque quienes tienen autoridad sobre el Parque Mercedes no son los mismos que tienen presencia en el Parque Nacional o en la 11 con 10.
La situación es tal que ha causado desplazamientos forzados intraurbanos, muchas de ellas bajan hasta el Parque Nacional porque, en sus palabras, la situación en el Parque Mercedes es “insostenible”. Y agreguémosle a esta ecuación el sistemático abuso de agentes de Policía, quienes las gritan, golpean, retienen, extorsionan y abusan sexualmente. Desde el Observatorio hemos participado en escenarios institucionales donde han sido convocados para esclarecer la situación, pero no asisten, tampoco responden los requerimientos enviados por entidades de control.
Y ni qué comentarles sobre lo que enfrentan mujeres migrantes que se desplazan por las carreteras intermunicipales: no solo el hambre, el agotamiento, las infecciones, también el abuso sexual por parte de grupos criminales que interceptan a los grupos de caminantes para robar sus pertenencias y, además, violar a las mujeres. En el páramo de Berlín la situación es peor, las mujeres son desaparecidas o asesinadas por personas armadas (así tal cuál porque desconocemos quiénes son), quienes señalan que no van a permitir su llegada a Bucaramanga. Ahí también operan redes de trata que las captan para fines de explotación sexual.
Todo esto ocurre en territorios con fuerte presencial de Policía y Ejército Nacional, entonces ¿debemos seguir aumentando el pie de fuerza para garantizar la seguridad? Sus relatos nos dicen que no, que su presencia genera mayores riesgos para sus vidas. Mantener este argumento desvía la atención de las voces de los liderazgos sociales, quienes contribuyen a dimensionar la situación y a construir estrategias de protección apegadas a las realidades de sus comunidades. Entonces, ahora que tengo su atención, permítanme decirles que las mujeres vivimos una crisis humanitaria en Norte de Santander, las explosiones del 14 de diciembre nos atemorizaron, pero las amenazas contra nuestra vida son mucho más intrincadas, crudas y crueles que los actos de ese día. ¿Saben qué ocurrió luego del consejo de seguridad ese día? Nosotras tampoco, pero estamos seguras de que sus lecturas no responden a la gravedad de estos asuntos. Nuestra vida, nuestros riesgos, nuestra seguridad, nuestros miedos no salen en las portadas de las noticias.
Coda. ¿Se dieron cuenta de que no di nombres de los actores armados y organizaciones criminales que mencioné en el texto? No puedo hacerlo, nada garantiza mi integridad. Así de delicado es el asunto.
* Integrante del Observatorio de Asuntos de Género de Norte de Santander.
Explosiones, miedo, desapariciones, impotencia, feminicidios, rabia... Este es nuestro día a día en cualquier municipio de Norte de Santander. Escribo desde Cúcuta luego de los atentados ocurridos en el aeropuerto Camilo Daza y el barrio Aeropuerto. Esa mañana nos despertamos con dos detonaciones de fondo, sirenas de policía, cubrimientos noticiosos y llantos de periodistas. Empezamos la mañana en desconcierto: Cúcuta ya estaba en todos los medios y redes sociales; hubo pronunciamientos nacionales, locales y luego el infaltable consejo de seguridad. La respuesta de siempre: aumentar el pie de fuerza policial y militar, algo que forma parte del paisaje urbano desde hace varios meses.
Soy politóloga, aunque suelo decir que mi trayectoria se acerca más a la de una socióloga empírica que evalúa el Estado con las gafas violetas del feminismo a partir de las realidades que vivimos y sufrimos en el nororiente. También dirijo el Observatorio de Asuntos de Género de Norte de Santander, organización de la sociedad civil dedicada a la gestión de información y generación de conocimiento sobre el universo de género en la región. Nuestra experiencia de trabajo con mujeres y población LGBT, de Colombia y Venezuela, ha evidenciado que el debate de la seguridad debe trascender dichas posturas reduccionistas para integrar una mirada más acercada a las vidas que se desean proteger.
Partamos de lo básico, si estamos discutiendo sobre la seguridad es porque existe una amenaza, una que sentimos muy próxima esa mañana del 14 de diciembre. Yo misma le ordené a mi equipo de trabajo que se cancelaban todos los compromisos presenciales, para quedarnos en casa luego de la zozobra que produjo. Sin embargo, desde la organización hemos contribuido localmente con distintos análisis de seguridad y podemos asegurarles que esta es solo la punta de lanza, en gran parte porque del 1° de enero de este año a la fecha hemos identificado más de 800 víctimas de violencia de género.
Sus contextos son sumamente complejos: lideresas de la subregión del Catatumbo que nos han informado de los violentos resultados del incumplimiento de los Acuerdos de Paz sobre sus vidas y territorios; mujeres transgénero, colombianas y venezolanas, trabajadoras sexuales en el centro de la ciudad que han sufrido sistemáticamente el abuso policial y la persecución por parte de organizaciones criminales que se disputan el control territorial; migrantes caminantes que se enfrentan a la desaparición forzada, los feminicidios y la violencia sexual en las carreteras intermunicipales.
En nuestro boletín n.° 3 sobre violencias de género durante el año 2020, trabajamos con el concepto de paralelismo estatal, propuesto por Laura Rita Segato, como espacios controlados por actores armados ilegales que imponen sobre las poblaciones deberes y derechos, con vastos capitales económicos y ejércitos dispuestos para su protección y la de sus dueños. Es decir, una compleja estructura paralela que cumple funciones similares a las del Estado nacional, que permite identificar que las violencias, más que actos aislados, existen de manera sistemática y necesaria para su mantenimiento. Así lo hemos evidenciado en cada uno de los escenarios mencionados. En Tibú las mujeres temen intercambiar palabra alguna con agentes de Policía, pues se arriesgan a ser señaladas por actores armados ilegales como informantes, ¿cuáles? No saben, desde hace varios años la situación se ha precarizado tanto que no solo hay un mayor control sobre sus comunidades, también una mayor cantidad de grupos armados y organizaciones criminales, incluyendo de otros países.
A propósito de esto, varias de ellas nos han informado sobre el recrudecimiento de la trata de persona con fines de explotación sexual cuyas víctimas son mujeres menores de edad, como nos han dicho “mientras más niña mejor”, lo que ha causado que muchas familias se desplacen forzosamente a otros municipios para protegerlas.
En el centro de la ciudad, exactamente el Parque Mercedes, las mujeres transgénero que ejercen el trabajo sexual nos han comentado sobre la sistematicidad de la violencia que sufren, ¿quiénes las agreden? “Celadores”, así se conoce a estas personas que están vinculadas con las organizaciones criminales que luchan por el control de las cuadras. Sí, cuadras, porque quienes tienen autoridad sobre el Parque Mercedes no son los mismos que tienen presencia en el Parque Nacional o en la 11 con 10.
La situación es tal que ha causado desplazamientos forzados intraurbanos, muchas de ellas bajan hasta el Parque Nacional porque, en sus palabras, la situación en el Parque Mercedes es “insostenible”. Y agreguémosle a esta ecuación el sistemático abuso de agentes de Policía, quienes las gritan, golpean, retienen, extorsionan y abusan sexualmente. Desde el Observatorio hemos participado en escenarios institucionales donde han sido convocados para esclarecer la situación, pero no asisten, tampoco responden los requerimientos enviados por entidades de control.
Y ni qué comentarles sobre lo que enfrentan mujeres migrantes que se desplazan por las carreteras intermunicipales: no solo el hambre, el agotamiento, las infecciones, también el abuso sexual por parte de grupos criminales que interceptan a los grupos de caminantes para robar sus pertenencias y, además, violar a las mujeres. En el páramo de Berlín la situación es peor, las mujeres son desaparecidas o asesinadas por personas armadas (así tal cuál porque desconocemos quiénes son), quienes señalan que no van a permitir su llegada a Bucaramanga. Ahí también operan redes de trata que las captan para fines de explotación sexual.
Todo esto ocurre en territorios con fuerte presencial de Policía y Ejército Nacional, entonces ¿debemos seguir aumentando el pie de fuerza para garantizar la seguridad? Sus relatos nos dicen que no, que su presencia genera mayores riesgos para sus vidas. Mantener este argumento desvía la atención de las voces de los liderazgos sociales, quienes contribuyen a dimensionar la situación y a construir estrategias de protección apegadas a las realidades de sus comunidades. Entonces, ahora que tengo su atención, permítanme decirles que las mujeres vivimos una crisis humanitaria en Norte de Santander, las explosiones del 14 de diciembre nos atemorizaron, pero las amenazas contra nuestra vida son mucho más intrincadas, crudas y crueles que los actos de ese día. ¿Saben qué ocurrió luego del consejo de seguridad ese día? Nosotras tampoco, pero estamos seguras de que sus lecturas no responden a la gravedad de estos asuntos. Nuestra vida, nuestros riesgos, nuestra seguridad, nuestros miedos no salen en las portadas de las noticias.
Coda. ¿Se dieron cuenta de que no di nombres de los actores armados y organizaciones criminales que mencioné en el texto? No puedo hacerlo, nada garantiza mi integridad. Así de delicado es el asunto.
* Integrante del Observatorio de Asuntos de Género de Norte de Santander.