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En el basurero de Puerto Carreño, en Vichada, casi un centenar de personas, indígenas en su mayoría, se agolpan alrededor del camión de la basura que llega para buscar entre lo que descarga algo para comer o vender.
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Niños muy pequeños, de hasta cuatro o cinco años, juegan entre los desechos o ayudan a sus padres a rebuscar en las bolsas y separar las botellas de plástico, la ropa que está usada y las pocas cosas de valor que luego meten en sus enormes sacos de rafia para cargarlos hasta el centro y venderlos por menos de $10.000.
La mayoría de estos recicladores informales, que ejercen bajo el sofocante sol de los llanos colombianos y los insectos propios de la descomposición, pertenecen a comunidades indígenas, sobre todo amoruas, que viven entre la frontera de Colombia y Venezuela y que desde hace unos años están asentados en esta ciudad, donde se dedican a este oficio.
Enrique Echandía lleva cuatro años en esta actividad, tratando de sustentar de esta manera a sus seis hijos: "No es porque queremos estar aquí sino porque no tenemos la situación, no tenemos recursos, no tenemos cómo", asegura.
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"No sabemos hacer otras cosas", añade a Efe este padre joven. Luego se calla y rectifica: "Bueno, sí sabemos". Ellos históricamente son un pueblo recolector, pescan e incluso cultivan, pero "lo que pasa es que nos faltan los materiales para nosotros hacer eso y como no nos los dan, no tenemos con qué comprarlo, por lo que no podemos hacer nada"
Un pueblo asentado a la fuerza
Los amoruas y los jivis, dos pueblos indígenas que viven en esta zona de los Llanos Orientales, son de las pocas comunidades nómadas que quedaban y no vivían en resguardos, como suele pasar con los indígenas de otras partes del país, como los de los departamentos del Cauca o del Chocó.
Pero el Gobierno colombiano solo reconoce los resguardos, por lo que básicamente se vieron enfrentados a tener que asentarse y desde hace unos años comenzaron a vivir en el casco urbano de Puerto Carreño y sus alrededores.
Esculcar o rebuscar en la basura fue una de sus soluciones; primero porque encontraban cosas que aún tenían valor, y luego porque llegaron chatarrerías que empezaron a pagarles por el aluminio, el vidrio o las botellas de plástico. Poco, pero sacaban algo.
Dignificar la profesión
La historia no es nueva. En 2019 la Defensoría del Pueblo ya había denunciado esta situación, la de unos 200 indígenas que iban y venían a un lado y otro de la frontera, recayendo en el basurero ante la falta de otros recursos.
Sin embargo, los enfrentamientos entre la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de las disidencias de las FARC en el lado venezolano -que comenzó a cientos de kilómetros de distancia en Arauca, pero se ha extendido hasta allá-, han hecho que lleguen más familias indígenas.
"Ellos llegan y no tienen de qué vivir, no tienen de qué subsistir. Llegan, entonces ven el comportamiento social de este pueblo y se unen", explica la Defensoría.
Pero lo hacen por necesidad: "es cuestión de hambre. Nadie hace lo que ellos hacen por gusto", subraya la Defensoría, que ha pedido reiteradamente que se les respeten los derechos, que se les deje trabajar en el reciclaje, pero con condiciones dignas.
"El amorua no ha estudiado mucho para poder saber, entonces el único trabajo que nos queda por hacer es el reciclar o los trabajitos que salgan por fuera: albañilería, ser ayudantes...", añade Echandía casi justificándose, y admite que no quiere para sus hijos lo mismo, no quiere verlos sufrir así.
Ellos hacen un llamado a dignificar la profesión, a que se les vea como trabajadores y se les den condiciones laborales dignas, con un salario y materiales para ejercerlo.
“Queremos que nos dignifiquen el trabajo de mi gente, que se les monte una empresa de reciclaje; nosotros no queremos que nos envíen un mercado, queremos trabajar”, asegura la gobernadora indígena Henny Gutiérrez.