Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El 12 de noviembre de 1988, a partir de las seis de la mañana, aquel tenebroso político camuflado en uno de los partidos tradicionales con mayor apertura hacia las libertades y las reformas estructurales le hizo cacería al joven periodista y poeta Julio Daniel Chaparro, quien a los veintiséis años ejercía como director de la revista Oriente, el único medio regional independiente, abierto y de tendencia democrática de Villavicencio que, por esos días, había hecho unas denuncias sobre los turbios manejos de las finanzas en las entidades públicas regionales. (Recomendamos: Una de las crónicas de Julio Daniel Chaparro sobre “Los que la violencia se llevó” en Tacueyó, Cauca).
A esa hora tocaron a su puerta y le dijeron que el dirigente lo invitaba a desayunar. Julio Daniel no dudó un instante, pensando en la chiva que seguramente iba a obtener, ya que reconocía la trascendencia de entrevistar al dueño del poder regional.
—Amor, me voy a cumplir una cita clave. Me invita el parlamentario a desayunar. ¡Voy a conseguir en exclusiva varias noticias importantes!
Un año antes, en febrero de 1987, luego de que hubiera participado brillantemente en el desarrollo de una obra analítica sobre el poeta Eduardo Carranza, se le ofreció a Julio Daniel un cargo en Bienestar Universitario de la Universidad de los Llanos para acompañar una labor de enlace generacional con los estudiantes, a través de actividades relacionadas con el arte, el cine, la historia y la literatura. Su madurez y su responsabilidad para asumir esa tarea, contribuyeron con creces a crear un clima convivencial en la institución, esencia de la formación integral. (Más: El libro que recoge la obra poética de Julio Daniel Chaparro).
Cuando se hicieron ruda la tarea, continua la persecución y estrecho el presupuesto, Julio Daniel escribió: «Este alcaraván alza el vuelo». Renunció y poco tiempo después asumió la dirección de la revista Oriente. Comprendimos su deseo de volar, en el sentido exacto del término. La revista Oriente, creada y gerenciada por el impresor Miguel Ortiz Castillo, tenía la misión de analizar los asuntos sociales, culturales y políticos. Los que teníamos alguna inquietud intelectual, pudimos expresarla en ese medio.
Aquel día de la invitación a desayunar, dos guardaespaldas y el chofer lo llevaron en un campero a un potrero con un saladero de ganado. A eso de las nueve y media de esa mañana, ni llegaba el patrón, ni había el desayuno anunciado. El caluroso espacio con techo de dos latas en el cual lo habían dejado, carecía de todo y alrededor no había nada ni nadie, ni siquiera árboles, solamente maleza. Al poco tiempo, uno de los guardaespaldas le dijo que el político había tenido una urgencia especial, pero que no se preocupara porque pronto llegaría. A eso de las tres y media de la tarde, sin un sorbo de agua y menos de algo que comer, se le dijo que el patrón ya venía y que había ordenado que lo atendieran como se merecía. Al fin, casi a las 10 de la noche, el supuesto anfitrión apareció sonriente y orondo.
—Socio, excusa mi demora, pero asuntos delicados de Estado me coparon todo el día. Espero que te hayan atendido. Te llamé porque soy tu amigo, tu socio. Yo sé que tienes una esposa trabajadora e hijos a quienes adoras. Ellos no deben sufrir por ningún motivo, ni tener las angustias que puedan causar las denuncias que se publican en esa revista que diriges… ¿Cómo se llama? Sí, sí en esa, en ese sucio pasquín, como ellos le dicen, tú sabes. Socio, ese talento tuyo debe llevarse a ciudades mayores, porque acá no cabe, causa problemas y malestares… ¿Me entiendes?
El hambre y la sed del secuestro velado de ese día tenían desgonzado al escritor, quien no obstante le dijo…
—¿Me está amenazando?
—No, socio. Yo solamente tengo el deber de comunicarte sobre las intenciones que tienen unas personas y que mis seguidores me hicieron saber, pues las escucharon. Además, me informaron que era bueno que te fueras mañana mismo, pero yo intervine a favor tuyo, les pedí que te dieran 48 horas, y lo conseguí, gracias a Dios.
El parlamentario se despidió con un gesto, sin dar la mano y sin mirar; se montó en su camioneta último modelo y partió.
A Julio Daniel le tocó echar infantería alrededor de 3 horas para llegar a su casa, pues el predio a donde lo llevaron quedaba en la vereda El Cairo, cinco kilómetros abajo de la vía que va de Villavicencio a Restrepo. Al otro día empacó maletas y a muy tempranas horas se marchó a Bogotá con su grupo familiar.
Al llegar a Villavicencio para fin de año, el 28 de diciembre de 1988, encontramos a eso de las seis de la tarde, tristes y cariacontecidos a los amigos comunes de Julio Daniel. Estaban tomando unas cervezas en la Tienda Vaquero, abajo del Parque Infantil, y relataron una y otra vez ese ya acostumbrado —por esos días— procedimiento de expulsión a quienes se atrevían a disentir de las arbitrariedades cometidas. Esto motivó la escritura, durante esos días hasta el 31 de diciembre de dicho año, del «Alegato Histórico del llano», documento que apareció en el libro de poemas Un sueño de alcaraván.
Cuando se sopesaron las crónicas de Julio Daniel publicadas en 1990 en El Espectador, sentimos alegría y ganas de vivir, pese a que el relato tocaba las fibras íntimas y dolorosas de la tragedia humana. Teníamos orgullo, aunque también temor, ese que ronda a quienes vemos correr a diario sangre y llanto a la vera del camino, en el vecindario o en nuestra propia familia.
La voz de Julio Daniel Chaparro fue ahogada de nuevo y para siempre el 24 de abril de 1991, a las seis y media de la tarde, entrada ya la noche. Salía con Jorge Enrique Torres Rojas —fotógrafo del diario El Espectador— a recorrer las calles de Segovia (Antioquia), donde los paramilitares de Fidel Castaño y Henry Pérez, liderados por «el negro Vladimir» y apoyados por militares activos, habían masacrado tiempo atrás a varios lugareños para hacerle un favor a algunos políticos.
El poeta suele tener muy cerca de su inspiración a los momentos cruciales de la vida, en particular cuando esta se esfuma. Julio Daniel juntaba el verbo para contarlo en verso y el clima de muertes selectivas que palpaba era proclive a premoniciones y trágicas coincidencias. Así escribió en el premonitorio poema «Si una noche cualquiera»:
Amigos, mis amigos,/ si ven que he muerto en la esquina de una calle/ seguramente vestido de azul hasta en las uñas/ y sonriendo acaso revestido de cenizas como un ángel,/ piensen que he vivido, recuerden la joven figura ebria de los patios/ mis 23 años que levanté danzando/ mi público sueño de eco de agua que se pierde/ y no me lloren, no me giman siquiera:/ pienso que detendrán el sol que tendré entonces/ en mitad del pecho,/ persistiendo tercamente en la última calle/ de esa tarde sobre la tierra.
Dos días después de la tragedia, el 26 de abril, escribí en el mesón de un bar un poema dedicado a él titulado «Tengo celos»:
Tengo celos/ de todos los besos/ que regaste/ en tantas carnes bellas./ Y celos tengo/ de tus versos/ que cantaron primero/ que los míos./ Y celos tendré/ de aquella juventud sonriente/ que nos embriagó/ en palabras…/ Tengo celos/ de tu muerte temprana/ y de tu eterno descanso…/ tengo celos!
* Escritor e historiador llanero. Presidente de la Academia de Historia del Meta