Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Llegar a Medicina Legal con los zapatos llenos de barro tiene un estigma que va más allá del anuncio de la muerte. En Santander de Quilichao, esa imagen es el nuevo móvil de la violencia que se libra en el Norte del Cauca, que ha pasado de ver a hombres caídos por las balas del narcotráfico a ver cuerpos que agonizan en las minas ilegales.
Así llegó Orfelina Posú a mediados de enero, con las botas perdidas entre el barro que le llegaba hasta las rodillas. Llorando a gritos en busca de su marido, un minero a quien horas antes una roca le había sepultado la cabeza mientras buscaba un gramo de oro y las retroexcavadoras hurgaban en busca de la veta mayor.
Lloró, gritó, pero pocos la escucharon. Ni siquiera supo dónde quedaron las centésimas o gramos de oro que su esposo había encontrado ese día. De lo único que está segura es que no volverá a ver al negro Gonzalo, ni en la mina, ni en su casa. Tan sólo podrá volver a verlo en unos instantes, en un cajón de madera, con las botas puestas, sin el rostro negrero y sin saber de quién era la mina con la que lo mataron sin darse cuenta.
A las 10 p.m., Orfelina reclamó el cuerpo de Gonzalo. Minutos más tarde aparecieron los mineros sin rostro, de los que muchos hablan en Santander, pero a los que pocos se atreven a identificar. Primero, porque no saben quiénes ni de dónde son, y segundo, porque la amenaza, como le tocó a Orfelina, es contundente: “Le damos $600.000 para que lo entierre, pero no dice nada”.
Esa frase se la guardó por casi un mes, hasta el día en que decidió contarle al Consejo Comunitario del municipio. Contarle, como me dijo, que ya no aguanta más vivir en la miseria y que más bien prefiere que el Gobierno la sume a la larga lista de víctimas de esa otra mafia: la minería ilegal.
Del Valle a la cordillera Occidental
De Cali hasta Santander de Quilichao, las tierras planas del Sur del Valle y el Norte del Cauca están anegadas de cultivos de los ingenios azucareros. A lado y lado de la carretera Panamericana, el verde de la caña abruma la visión y da la impresión de que en estas tierras no viviera nadie. Pero a escasos diez minutos de la llanura de los quilichagüeños se llega a la cordillera Occidental y miles de negros pululan en una mina que, dicen, es ilegal.
“El Gobierno manda a quemar las máquinas, pero no da una solución”, dice Aura Mery Rivera, una minera ilegal propietaria de una retroexcavadora que alquila por $90.000 la hora en la mina San Antonio, a pocos metros de la mina que el miércoles sepultó a 30 barequeros o mineros artesanales, según cifras extraoficiales.
Llegó del Bajo Cauca hace siete meses, con la máquina montada en una camabaja y buscando recuperar los $245 millones que le costó. La compró de segunda con dinero que pidió prestado a una empresa y que ahora pretende recuperar con las 20 horas diarias que trabaja la máquina, “diez de día y diez de noche”, dice.
Para ella, ese es el tiempo justo, porque normalmente la retroexcavadora debe trabajar 400 horas mensuales, que equivalen a $36 millones, con los que también quiere terminar de pagar la universidad de su hija, que estudia finanzas internacionales en la Sergio Arboleda de Bogotá.
“Pero con la persecución del Gobierno no se puede trabajar y toca guardar las máquinas, que ahora trabajan como mínimo 250 horas al mes”, es decir, que recauda poco más de $22 millones.
Hasta una de esas minas llegó el esposo de Orfelina el 15 de enero. Llegó del distrito de Aguablanca de Cali, porque le dijeron que en Santander de Quilichao, que en lengua indígena significa tierra de oro, la plata estaba debajo de la tierra.
Y literalmente ahí encontró la muerte. Junto a otro afrodescendiente de 21 años quedó sepultado en la tierra que luego fue removida para llevarlos a Medicina Legal, que nunca ha realizado un levantamiento en la zona, pero que, según sus estadísticas, antes de la tragedia del miércoles, había tenido en sus mesas seis personas con las botas embarradas y el rostro destrozado. Mientras tanto, la comunidad ha contado desde 2013 cerca de 21 mineros afrodescendientes desaparecidos.
Tres días antes hubo un operativo. Los helicópteros llegaron a las 4 a.m. a la mina de San Antonio y cogieron en flagrancia 11 retroexcavadoras y tres operadores de maquinaria que luego fueron judicializados. Las máquinas, según Ricardo Cifuentes, exsecretario de Gobierno de Santander de Quilichao, fueron posteriormente regresadas a los dueños.
Esa madrugada la disputa fue evidente. Mientras personal del CTI intentaba sacar más máquinas, desde varios puntos en la montaña empezaron a disparar y las piedras también rompieron los parabrisas de los carros de la Policía y la Fiscalía.
“La comunidad está a favor de la minería”, gritaban.
El coordinador del CTI en Santander de Quilichao participó en la operación, pero su acción le costó la amenaza de alias El Inválido, del sexto frente de las Farc, quien estaba ofreciendo, según inteligencia del Ejército, $100 millones para atentar contra la vida de funcionarios judiciales de esa jurisdicción.
Sin embargo, según el coordinador del CTI, los muertos no sólo son por alud de tierra. El ente investigador también está haciendo varias pesquisas que evidenciarían que los homicidios en los últimos meses se han incrementado allí, y obedecería a la disputa por el oro de las minas.
“Se han creado grupos delincuenciales, que no son tan pequeños. Aparecen muertos en la vía, como la pareja de esposos que asesinaron en febrero, que podría ser un ajuste de cuentas. Los dueños de los entables contratan delincuentes o bandas de Cali, que vienen a trabajar y ellos empiezan a armarse. La situación es que les parece muy poco lo que les pagan y luego vienen las extorsiones”, dice el coordinador de la Fiscalía de Santander.
Entre 2013 y lo que va de 2014, según la Fiscalía, en el municipio de Santander de Quilichao se han realizado 56 inspecciones de cadáveres, 46 de los cuales han sido homicidios que se caracterizan por los tiros de gracia, o masacres, por los signos de tortura o mutilamiento. Es decir, en lo que va corrido de 2014 han sido asesinadas doce personas, muchas de ellas cerca de las tabernas que hay en las minas del municipio.
El entable minero está rodeado de casas artesanales. Las paredes son una estopa verde que les da la vuelta a cuatro guaduas y el techo un plástico negro o seis hojas de zinc adornado con una antena de Directv. Así son los campamentos mineros. Hasta ahí llegué para verificar en predios de quiénes y con qué permiso se hace minería en las más de 40 minas que, dice el alcalde de Santander, Eduardo Grijalba, hay en la cordillera.
Desde la Panamericana hacia la montaña hay unas trochas históricas, porque el Gobierno no las ha pavimentado, pero también hay otras que son nuevas y que han sido abiertas con las mismas máquinas que hoy trabajan en las minas. Cuando se transita por ese terreno, los carros patinan y la tierra rojiza se pega a las llantas. En su mayoría, los mineros utilizan la reconocida camioneta Toyota Macho, de fuerza exagerada y de llantas altas y antideslizantes.
En el predio, los mineros agachados en un hueco hondo pueden ser 100 o también 3.000. En el momento que el administrador da la orden de entrar a la mina, los negros pueden correr a meterse en un río hondo, sin agua, con una tormenta provocada por las retroexcavadoras que siguen trabajando a pesar de que los mineros estén barequeando, sin saber en qué momento el río desaguado manda una ola de tierra y los mata sin darse cuenta.
“Por eso es que la comunidad defiende las máquinas cuando hay operativos, porque ellos también reciben beneficios de la minería”, dice Aura Mery mientras, asustada por la presencia de periodistas, pide que los ayuden a que el Gobierno les cumpla lo que también les ha prometido: legalizar las cooperativas o asociaciones mineras.
Pero hay que insistir en que sin predios no podría haber minería ilegal. La mujer minera reconoce que los dueños de las fincas las arriendan o muchas veces las venden a un buen precio o a la fuerza.
@eabolanos89