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Luego de salir ilesa de un atentado en el que con tres disparos intentaron acabar con su vida, Mayerlis Angarita, lejos de aminorar la lucha que había emprendido hace más de una década, la elevó un escalón más. Corría agosto de 2012 y no era la primera vez que sentía en riesgo su vida. Desde que inició su activismo por los derechos de las mujeres en la emblemática región de los Montes de María sabía que se había convertido en blanco para los actores armados que tenían presencia en esa zona.
El camino que la llevó ese día a verle la cara a la muerte, lo había emprendido en realidad siendo aún una adolescente. Luego de que en octubre de 1994 a su madre la desaparecieran los paramilitares, Angarita ingresó a redes juveniles de construcción de paz que trataban de hacerle frente a la violencia que empezaba apenas a llegar a esta región ubicada entre Sucre y Bolívar.
Recién instalada en El Carmen de Bolívar – capital natural de los Montes de María – a donde había llegado con su familia proveniente de Aguachica (Cesar), tras la desaparición de su madre, Angarita empezó a ser reconocida como una joven lideresa social. Pocos años fueron necesarios para que su nombre estuviera en la mira de los ilegales y le llegara la primera amenaza. En 1998, los hombres del frente 37 de las Farc le dieron 24 horas para que saliera del municipio. Viniendo del frente que comandaba Martín Caballero, no lo dudó y se fue para San Juan Nepomuceno, municipio del que es oriunda.
En esos años se cometieron algunas de las masacres emblemáticas de la violencia paramilitar – Las Brisas, El Salado, Chenge –. Mayerlis Angarita quiso hacerle una afrenta al silencio que se había posado en estos pueblos y en el año 2000 empezó a reclutar un puñado de mujeres que sintieron la necesidad de contar los dolores que les estaba dejando la guerra. Pueblo por pueblo, reunió a aquellas a las que les habían arrebatado a sus hijos, o su esposo, o su padre. Sobre todo, la naciente red la empezaron a integrar mujeres víctimas de violencia sexual, uno de los vejámenes más crueles que dejó el paso del conflicto armado por este territorio.
Por el influjo de la violencia de los actores armados, en esos primeros años operaron como una red clandestina que se encontraba para hacerles saber a las mujeres que no estaban solas. Se camuflaron bajo la estrategia de reunirse alrededor de una olla comunitaria. “Cuando los paramilitares nos veían pensaban que estábamos era cocinando”, explica. “Me da como risa porque ellos eran personas muy temidas, pero nosotras éramos más ingeniosas: estábamos al frente de ellos y nunca se dieron cuenta”, agrega.
Beatriz Suárez es una de las primeras mujeres que por esos años se unió a esta red que se estaba formando. Para entonces, relata, “estaba contra el suelo” por cuenta de la violencia que vivía en su hogar. El hombre con el que se había casado la tenía secuestrada en su propia casa. Cuando intentó acudir a las autoridades, los funcionarios de la Fiscalía le dijeron que no lo denunciara, que “eso le iba a dar más rabia” y que “no le diera motivos”.
Su refugio fue ese grupo de mujeres que se reunían para contar historias similares. Como la de Adelma Pacheco, de Toluviejo (Sucre), quien les narró a las otras cómo los paramilitares mataron al padre de sus hijos en 2003, quien para ella había sido el soporte de toda una vida, a pesar de haberse separado hace dos años. A Adelma esa muerte la empoderó a la fuerza. “Al yo saber que ya él no estaba, a mí se me unió el cielo con la tierra”, dice. Por esos días, cuenta, “a todo el que mataban, lo lloraba; así no fuera nada mío, lo lloraba”.
Todavía recuerda esos primeros encuentros con las mujeres de la red. “Yo llegaba, me presentaba y enseguida empezaba a llorar. Después ya duraba un minuto hablando, dos minutos y así sucesivamente”. Ahí estuvo la clave, dice, para volver a hallarle un sentido a su vida. Narrarlo todo una y otra vez. Esa siempre fue la estrategia de la red. Por eso, cuando finalmente deciden hacer pública su organización, en 2005, luego de la desmovilización del Bloque Héroes de los Montes de María, lo hacen bajo el nombre de Narrar para Vivir, una red que se fue convirtiendo en referente en materia de organizaciones sociales de base en su región.
Por eso, cuando Mayerlis Angarita sobrevivió al atentado que le hicieron en 2012, gracias a que para entonces ya contaba con esquema de seguridad de la Unidad Nacional de Protección, por su mente nunca pasó abandonar la lucha de la que ya hacían parte más de 800 mujeres en los quince municipios montemarianos. Le exigieron al Estado ser consideradas como un sujeto de reparación colectiva, pues demostraron que los ataques de los que fueron víctimas varias de las integrantes del colectivo se produjeron por el hecho de pertenecer a la red. Ataques como quema de viviendas, violencia sexual, amenazas y atentados.
La lucha de Mayerlis llegó hasta La Habana, durante el proceso de paz entre el Gobierno y las Farc para poner sobre la mesa la violencia ejercida contra las mujeres, con ocasión del conflicto armado en el país. El 2 de marzo de 2018, Angarita se convirtió en una de las primeras dos colombianas en recibir el premio Anne Klein, otorgado por la fundación Heinrich Böll por la defensa de los derechos de las mujeres. El próximo año, la red cumplirá dos décadas de resistencia. La estrategia sigue siendo la misma: narrar para vivir.