Lo que hay que contar de los muertos
El escritor William Ospina reflexiona sobre la guerra, la búsqueda de la paz y procesos como el que diseñó Juan Manuel Santos con las Farc. Dice que esa iniciativa no terminó hecha para la reconciliación, sino para ahondar las divisiones de la sociedad.
A pesar del enorme entusiasmo que despertó en un gran sector de la sociedad, y a pesar de lo necesarias que son las desmovilizaciones de guerreros en una realidad como la colombiana, que no para de engendrarlos, era muy difícil que se abriera camino un proceso de paz como el que diseñó Juan Manuel Santos, porque no terminó hecho para la reconciliación, sino para ahondar las divisiones de la sociedad.
El problema de las guerras, aun de las más horribles, y sobre todo si azotan al mundo largo tiempo, es que mucha gente se ve en la necesidad de tomar partido y cierra los ojos ante la atrocidad de los unos o de los otros. En Colombia, guerrillas y paramilitares han formado verdaderos sistemas de horror, pero no hay que olvidar que ha sido el Estado el verdadero germen de unas y de otros, y detrás del Estado un régimen de privilegios y de influencias, de menosprecio y de exclusión que condenó al país a la discordia y a la violencia hace ya mucho tiempo.
Y desafortunadamente todos los gobiernos que juegan a hacer la paz son grandes defensores o perpetuadores de ese régimen de injusticia social y desigualdad manifiesta; procuran descargar toda la responsabilidad en los combatientes, que a menudo son apenas instrumentos y víctimas de la guerra, y no hacen nada por combatir el manantial de las violencias, que es la injusticia, y un menosprecio por el destino de millones de personas que clama al cielo.
Las guerrillas se van para el monte porque los dueños de la tierra no comparten y no producen, y a menudo obtuvieron sus tierras en otras guerras más antiguas. La frase “se baña en sangre de héroes la tierra de Colón” es muy vieja, pero el himno no informa en manos de quién quedó esa tierra. Los paramilitares toman sus motosierras porque el Estado no es capaz de controlar a las guerrillas y prefiere utilizar contra el terror infame el instrumento más eficaz, y no menos infame, de la guerra sucia.
Y por el camino se va dejando mucho dolor y mucha herida difícil de cicatrizar. Por eso cuando llegan los procesos de paz, siempre parciales, cada proceso parece una prolongación de la guerra por otros medios, alguien parece estarlo haciendo a su medida, parece complacerse de que alguien quede herido con la solución, y sobre todo no resuelve nada del desorden profundo y antiguo.
Estas guerras criminales y profundamente injustas no se resuelven en los campos de batalla ni en los tribunales, sino en el orden mismo de la sociedad. Necesitan justicia, necesitan horizontes de oportunidades, necesitan dignificación de las gentes, necesitan que se actúe sobre esas multitudes desamparadas y excluidas de donde salen todos los guerreros: los de las guerrillas, los de los paramilitares, los de las Fuerzas Armadas. No pueden ser listados de propósitos sobre los que se estampan firmas, páginas postergadoras que nadie leerá y que nadie cumplirá, en primer lugar porque aquí no nos enseñaron a leer y en segundo lugar porque no nos enseñaron a cumplir.
Estas guerras requieren créditos, empleos, semillas, obras públicas, salud, educación para millones, memoria histórica, carreteras que unan a los pueblos, no que los desconecten. Estas guerras requieren para su solución menos tecnócratas y más seres humanos, y requieren respeto por esos combatientes de todos los bandos a los que este régimen malvado y severo nunca les ofreció otro destino. Por eso duele tanto que a esos guerreros se los haya condenado por falta de oportunidades a la violencia, y al final, por el alivio de verlos desmovilizados, se los abandone al desamparo, para que una comunidad que no fue tenida en cuenta en el diseño de la paz no sepa cómo protegerlos.
Además, ¿cómo olvidar que las discordias de nuestra injusticia de décadas han hallado un alimento inmenso en la absurda guerra contra las drogas, esa multinacional primitiva en cuyas riquezas nunca se seca la sangre? El que pretenda decretar la paz sin asumir ese problema no podrá impedir este goteo de muertos que cada vez más es aguacero.
Si uno hace la paz con los guerreros no los puede dejar inermes en las calles, solos con su viejo destino de soledad y con su estigma. Pero es que la paz que diseñan los poderosos no sabe cómo se anda por los callejones. No solo hay ecos de la guerra, y mafias, están todos los problemas y todos los delitos de la modernidad: una minería que arrasa páramos, unos cultivos de subsistencia sobre los que llueve y vuelve a llover el veneno industrial, hay multinacionales matando selvas, y los líderes sociales son sobre todo ecologistas defendiendo a solas lo que el Estado no defiende.
Estas cosas no las resuelven los gobiernos, las tienen que resolver las comunidades, pero para los gobiernos, o sea, para los políticos profesionales, las comunidades son votos, no son seres humanos con criterio, nos son protagonistas con grandes tareas, ni voluntades capaces de cambiar el mundo.
No engendramos una guerra: engendramos un caos. Después decretamos el fin de la guerra, pero dejamos el caos intacto. Ni siquiera compartimos la medallita con los firmantes del Acuerdo, y dejamos a medio país odiando al otro medio. Y no es que no haya habido grandes sueños, es que fueron parciales: la paz no puede ser el instr umento de un bando para echarle la culpa al otro, y menos si detrás está ese régimen siniestro y antiguo que siempre sale absuelto y que se beneficia de todas las guerras y de todas las paces.
Son culpables los que quieren hacer la paz sin los otros, y son culpables los que quieren hacer trizas la paz del otro, y somos culpables los que dejamos que sean los otros los que hagan la paz. Mientras la ciudadanía no tome las riendas de este asunto, y no desde el poder, sino desde la vida, tendremos que someternos a estos gobiernos que no son capaces de impedir el desangre, sino que se atribuyen tontamente el derecho de ser los únicos que cuentan los muertos.
A pesar del enorme entusiasmo que despertó en un gran sector de la sociedad, y a pesar de lo necesarias que son las desmovilizaciones de guerreros en una realidad como la colombiana, que no para de engendrarlos, era muy difícil que se abriera camino un proceso de paz como el que diseñó Juan Manuel Santos, porque no terminó hecho para la reconciliación, sino para ahondar las divisiones de la sociedad.
El problema de las guerras, aun de las más horribles, y sobre todo si azotan al mundo largo tiempo, es que mucha gente se ve en la necesidad de tomar partido y cierra los ojos ante la atrocidad de los unos o de los otros. En Colombia, guerrillas y paramilitares han formado verdaderos sistemas de horror, pero no hay que olvidar que ha sido el Estado el verdadero germen de unas y de otros, y detrás del Estado un régimen de privilegios y de influencias, de menosprecio y de exclusión que condenó al país a la discordia y a la violencia hace ya mucho tiempo.
Y desafortunadamente todos los gobiernos que juegan a hacer la paz son grandes defensores o perpetuadores de ese régimen de injusticia social y desigualdad manifiesta; procuran descargar toda la responsabilidad en los combatientes, que a menudo son apenas instrumentos y víctimas de la guerra, y no hacen nada por combatir el manantial de las violencias, que es la injusticia, y un menosprecio por el destino de millones de personas que clama al cielo.
Las guerrillas se van para el monte porque los dueños de la tierra no comparten y no producen, y a menudo obtuvieron sus tierras en otras guerras más antiguas. La frase “se baña en sangre de héroes la tierra de Colón” es muy vieja, pero el himno no informa en manos de quién quedó esa tierra. Los paramilitares toman sus motosierras porque el Estado no es capaz de controlar a las guerrillas y prefiere utilizar contra el terror infame el instrumento más eficaz, y no menos infame, de la guerra sucia.
Y por el camino se va dejando mucho dolor y mucha herida difícil de cicatrizar. Por eso cuando llegan los procesos de paz, siempre parciales, cada proceso parece una prolongación de la guerra por otros medios, alguien parece estarlo haciendo a su medida, parece complacerse de que alguien quede herido con la solución, y sobre todo no resuelve nada del desorden profundo y antiguo.
Estas guerras criminales y profundamente injustas no se resuelven en los campos de batalla ni en los tribunales, sino en el orden mismo de la sociedad. Necesitan justicia, necesitan horizontes de oportunidades, necesitan dignificación de las gentes, necesitan que se actúe sobre esas multitudes desamparadas y excluidas de donde salen todos los guerreros: los de las guerrillas, los de los paramilitares, los de las Fuerzas Armadas. No pueden ser listados de propósitos sobre los que se estampan firmas, páginas postergadoras que nadie leerá y que nadie cumplirá, en primer lugar porque aquí no nos enseñaron a leer y en segundo lugar porque no nos enseñaron a cumplir.
Estas guerras requieren créditos, empleos, semillas, obras públicas, salud, educación para millones, memoria histórica, carreteras que unan a los pueblos, no que los desconecten. Estas guerras requieren para su solución menos tecnócratas y más seres humanos, y requieren respeto por esos combatientes de todos los bandos a los que este régimen malvado y severo nunca les ofreció otro destino. Por eso duele tanto que a esos guerreros se los haya condenado por falta de oportunidades a la violencia, y al final, por el alivio de verlos desmovilizados, se los abandone al desamparo, para que una comunidad que no fue tenida en cuenta en el diseño de la paz no sepa cómo protegerlos.
Además, ¿cómo olvidar que las discordias de nuestra injusticia de décadas han hallado un alimento inmenso en la absurda guerra contra las drogas, esa multinacional primitiva en cuyas riquezas nunca se seca la sangre? El que pretenda decretar la paz sin asumir ese problema no podrá impedir este goteo de muertos que cada vez más es aguacero.
Si uno hace la paz con los guerreros no los puede dejar inermes en las calles, solos con su viejo destino de soledad y con su estigma. Pero es que la paz que diseñan los poderosos no sabe cómo se anda por los callejones. No solo hay ecos de la guerra, y mafias, están todos los problemas y todos los delitos de la modernidad: una minería que arrasa páramos, unos cultivos de subsistencia sobre los que llueve y vuelve a llover el veneno industrial, hay multinacionales matando selvas, y los líderes sociales son sobre todo ecologistas defendiendo a solas lo que el Estado no defiende.
Estas cosas no las resuelven los gobiernos, las tienen que resolver las comunidades, pero para los gobiernos, o sea, para los políticos profesionales, las comunidades son votos, no son seres humanos con criterio, nos son protagonistas con grandes tareas, ni voluntades capaces de cambiar el mundo.
No engendramos una guerra: engendramos un caos. Después decretamos el fin de la guerra, pero dejamos el caos intacto. Ni siquiera compartimos la medallita con los firmantes del Acuerdo, y dejamos a medio país odiando al otro medio. Y no es que no haya habido grandes sueños, es que fueron parciales: la paz no puede ser el instr umento de un bando para echarle la culpa al otro, y menos si detrás está ese régimen siniestro y antiguo que siempre sale absuelto y que se beneficia de todas las guerras y de todas las paces.
Son culpables los que quieren hacer la paz sin los otros, y son culpables los que quieren hacer trizas la paz del otro, y somos culpables los que dejamos que sean los otros los que hagan la paz. Mientras la ciudadanía no tome las riendas de este asunto, y no desde el poder, sino desde la vida, tendremos que someternos a estos gobiernos que no son capaces de impedir el desangre, sino que se atribuyen tontamente el derecho de ser los únicos que cuentan los muertos.