Los días en el hospital y el cementerio de Mocoa
El centro médico José María Hernández, en donde se han atendido 262 personas, espera con prontitud un relevo para el personal que ha trabajado sin descanso en la emergencia. Los dolientes, por su parte, quieren enterrar a sus muertos.
Pilar Cuartas Rodríguez
A la avalancha de lodo, piedra y agua en Mocoa le sobrevino otra peor llena de llanto, incertidumbre, zozobra e impotencia. El desconsuelo se apodera de muchos sobrevivientes que se cuelgan de las rejas de la morgue del hospital José María Hernández, intentando en vano avistar algunos de los cadáveres cuando son bajados de los camiones en bolsas selladas. Buscan a sus seres queridos. Otras decenas de personas aguardan horas al pie de las tumbas en el cementerio Normandía para que les entreguen los cuerpos de sus madres, hermanos, abuelos e hijos.
Las angustiosas esperas se dan bajo un cielo gris que atemoriza a los habitantes del municipio de Putumayo. Cuando algunas gotas de agua caen, el corazón se acelera, todos recuerdan la noche del viernes 31 de marzo y temen por sus vidas, hay afán de volver a las casas. Pero tienen que ir al cementerio por sus muertos, despedirlos y darles justa sepultura. Hay quienes se quejan de que llevan tres días esperando a que les entreguen los cuerpos de sus familiares, y que el olor es insoportable. “Están descompuestos, y los tapabocas que tenemos es porque los trajimos. Entendemos que son muchos y es grave la situación, pero mándennos personal, queremos enterrarlos y que no sean irreconocibles”, pide Maribel Pabón, quien busca a don Alfonso y su esposa, unos abuelitos que vivían solos en La Esmeralda.
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Unos 46 cuerpos, de los 264 hallados, han sido entregados a sus familiares. / Fotos: Gustavo Torrijos - El Espectador
Filas y filas se arman en distintos puntos del cementerio. Al pie de la entrada, un hombre no puede contener el llanto, y a su lado varios abrazos intentan apaciguar su dolor, que le impide subir al punto más alto de la loma en donde están los cuerpos. Ahí, monseñor Luis Albeiro Maldonado, obispo de Mocoa, y dos ayudantes más celebran el sermón católico de San Lucas 7:15: “El que había muerto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre”. “Jesús consuela a la madre, como hoy la iglesia consuela a todos los que están sufriendo”, pronuncia monseñor. Una veintena de dolientes lo escucha, cierra los ojos, y se calma un poco el ambiente, tensionado minutos antes por los reclamos de los ciudadanos y el aglutinamiento de uniformados de la Policía. (Lea "Lo que sabemos sobre la catástrofe en Mocoa y lo que puede hacer")
“Vengo a hacer las exequias de personas que ya no se pueden sacar de aquí, una celebración de la palabra porque no permiten la Eucarística. La gente de aquí es la afectada con esta tragedia, esa es mi familia”, cuenta a este diario el sacerdote. En medio de la muchedumbre, un camino se abre estrepitosamente para que pase la bandeja que viene con el cadáver de una mujer.
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Monseñor Maldonado, obispo de Mocoa, tranquiliza a quienes quieren enterrar a sus muertos. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Fabián Tovar Tovar, vestido de azul, es uno de los hombres que sujeta el cuerpo. No ha parado de trabajar desde el sábado. La noche anterior estaba en el hospital José María Hernández corriendo de un lado a otro en la morgue y llamando en la puerta a los familiares de los 71 muertos que han llegado a este sitio. “Esto es muy difícil, hemos recibido cadáveres destruidos, sin trozos o sin cabezas, descompuestos y maltratados. Esta es la peor tragedia que he vivido en este trabajo”, narra este tanatólogo encargado de la preservación de los cuerpos.
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Foto: Gustavo Torrijos - El Espectador
La lucha por la vida
Al otro lado de la morgue, en los pasillos del propio hospital, Jorge Eliécer López lucha por su vida. Es uno de los sobrevivientes de la avalancha y tiene una enfermedad respiratoria que ahora lo somete al oxígeno. La tragedia lo sorprendió cuando veía televisión en su casa del barrio La Independencia, y el miedo aún permanece. Cómo él, hay otros 19 pacientes que están hospitalizados en el José María Hernández. Otras ocho personas están en urgencias.
Aunque la situación ayer ya no era tan caótica como el sábado, cuando el centro hospitalario desbordó su capacidad de atención y tuvo que remitir a cerca de 60 pacientes graves a zonas como Villa Garzón, Puerto Asís, Pasto, Pitalito y Neiva, aún escasean unos 20 medicamentos, como loratadina, acetaminofén, sales de rehidratación oral, fórmulas lácteas, ácido fusídico, crema tópica y albendazol. El panorama es desolador. El hospital ha atendido 262 personas en sus 103 camas desde la emergencia, en su mayoría con fracturas en piernas y brazos y trauma craneoencefálico. Los acompañantes de los pacientes aprovechan la energía eléctrica para cargar las baterías de sus celulares.
El centro de salud cuenta con 24 médicos rurales, 15 médicos generales, dos ginecólogos, un internista, dos ortopedistas, un urólogo, dos cirujanos, dos pediatras y un anestesiólogo. “Hay personas que no han descansado desde el viernes. Hago un llamado: necesitamos personal asistencial para que releven a enfermeras, médicos y auxiliares”, dice Ruby Jajoy, subdirectora científica del hospital.
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Ruby Jajoy, subdirectora científica del hospital. /Pilar Cuartas - El Espectador
Los más de 200 damnificados están ubicados en cinco albergues, pero la emergencia no ha terminado. Jajoy prevé que, debido a la cantidad de personas reunidas en esos lugares, se podrían presentar enfermedades infecciosas. Han transcurrido tres horas y la energía se ha ido unas siete veces por no más de un minuto. La funcionaria explica que el Minsalud donó 3.000 galones de ACPM para garantizar la energía en las dos plantas. “Se está cambiando de planta para no saturar a una, y esto no compromete a los pacientes, las máquinas funcionan con baterías”, agrega.
En la madrugada del sábado, cuerpos mojados y cubiertos de lodo llenaron el hospital. Una escena que en los 13 años de servicio no había visto Ruby. Los mismos empleados del hospital también se convirtieron en sobrevivientes y héroes de la avalancha más mortal que ha vivido Mocoa. Varios de ellos se presentaron a trabajar a pesar de la pérdida o desaparición de seres queridos. Dos enfermeras jefes de urgencias perdieron la vida. Nadie es capaz aún de hablar sobre el hecho que enluta al centro médico, el llanto aparece y se trunca la voz. “Seres humanos excepcionales”, alcanza a decir Jajoy.
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Foto: Gustavo Torrijos - El Espectador
A la avalancha de lodo, piedra y agua en Mocoa le sobrevino otra peor llena de llanto, incertidumbre, zozobra e impotencia. El desconsuelo se apodera de muchos sobrevivientes que se cuelgan de las rejas de la morgue del hospital José María Hernández, intentando en vano avistar algunos de los cadáveres cuando son bajados de los camiones en bolsas selladas. Buscan a sus seres queridos. Otras decenas de personas aguardan horas al pie de las tumbas en el cementerio Normandía para que les entreguen los cuerpos de sus madres, hermanos, abuelos e hijos.
Las angustiosas esperas se dan bajo un cielo gris que atemoriza a los habitantes del municipio de Putumayo. Cuando algunas gotas de agua caen, el corazón se acelera, todos recuerdan la noche del viernes 31 de marzo y temen por sus vidas, hay afán de volver a las casas. Pero tienen que ir al cementerio por sus muertos, despedirlos y darles justa sepultura. Hay quienes se quejan de que llevan tres días esperando a que les entreguen los cuerpos de sus familiares, y que el olor es insoportable. “Están descompuestos, y los tapabocas que tenemos es porque los trajimos. Entendemos que son muchos y es grave la situación, pero mándennos personal, queremos enterrarlos y que no sean irreconocibles”, pide Maribel Pabón, quien busca a don Alfonso y su esposa, unos abuelitos que vivían solos en La Esmeralda.
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Unos 46 cuerpos, de los 264 hallados, han sido entregados a sus familiares. / Fotos: Gustavo Torrijos - El Espectador
Filas y filas se arman en distintos puntos del cementerio. Al pie de la entrada, un hombre no puede contener el llanto, y a su lado varios abrazos intentan apaciguar su dolor, que le impide subir al punto más alto de la loma en donde están los cuerpos. Ahí, monseñor Luis Albeiro Maldonado, obispo de Mocoa, y dos ayudantes más celebran el sermón católico de San Lucas 7:15: “El que había muerto se incorporó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre”. “Jesús consuela a la madre, como hoy la iglesia consuela a todos los que están sufriendo”, pronuncia monseñor. Una veintena de dolientes lo escucha, cierra los ojos, y se calma un poco el ambiente, tensionado minutos antes por los reclamos de los ciudadanos y el aglutinamiento de uniformados de la Policía. (Lea "Lo que sabemos sobre la catástrofe en Mocoa y lo que puede hacer")
“Vengo a hacer las exequias de personas que ya no se pueden sacar de aquí, una celebración de la palabra porque no permiten la Eucarística. La gente de aquí es la afectada con esta tragedia, esa es mi familia”, cuenta a este diario el sacerdote. En medio de la muchedumbre, un camino se abre estrepitosamente para que pase la bandeja que viene con el cadáver de una mujer.
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Monseñor Maldonado, obispo de Mocoa, tranquiliza a quienes quieren enterrar a sus muertos. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Fabián Tovar Tovar, vestido de azul, es uno de los hombres que sujeta el cuerpo. No ha parado de trabajar desde el sábado. La noche anterior estaba en el hospital José María Hernández corriendo de un lado a otro en la morgue y llamando en la puerta a los familiares de los 71 muertos que han llegado a este sitio. “Esto es muy difícil, hemos recibido cadáveres destruidos, sin trozos o sin cabezas, descompuestos y maltratados. Esta es la peor tragedia que he vivido en este trabajo”, narra este tanatólogo encargado de la preservación de los cuerpos.
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Foto: Gustavo Torrijos - El Espectador
La lucha por la vida
Al otro lado de la morgue, en los pasillos del propio hospital, Jorge Eliécer López lucha por su vida. Es uno de los sobrevivientes de la avalancha y tiene una enfermedad respiratoria que ahora lo somete al oxígeno. La tragedia lo sorprendió cuando veía televisión en su casa del barrio La Independencia, y el miedo aún permanece. Cómo él, hay otros 19 pacientes que están hospitalizados en el José María Hernández. Otras ocho personas están en urgencias.
Aunque la situación ayer ya no era tan caótica como el sábado, cuando el centro hospitalario desbordó su capacidad de atención y tuvo que remitir a cerca de 60 pacientes graves a zonas como Villa Garzón, Puerto Asís, Pasto, Pitalito y Neiva, aún escasean unos 20 medicamentos, como loratadina, acetaminofén, sales de rehidratación oral, fórmulas lácteas, ácido fusídico, crema tópica y albendazol. El panorama es desolador. El hospital ha atendido 262 personas en sus 103 camas desde la emergencia, en su mayoría con fracturas en piernas y brazos y trauma craneoencefálico. Los acompañantes de los pacientes aprovechan la energía eléctrica para cargar las baterías de sus celulares.
El centro de salud cuenta con 24 médicos rurales, 15 médicos generales, dos ginecólogos, un internista, dos ortopedistas, un urólogo, dos cirujanos, dos pediatras y un anestesiólogo. “Hay personas que no han descansado desde el viernes. Hago un llamado: necesitamos personal asistencial para que releven a enfermeras, médicos y auxiliares”, dice Ruby Jajoy, subdirectora científica del hospital.
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Ruby Jajoy, subdirectora científica del hospital. /Pilar Cuartas - El Espectador
Los más de 200 damnificados están ubicados en cinco albergues, pero la emergencia no ha terminado. Jajoy prevé que, debido a la cantidad de personas reunidas en esos lugares, se podrían presentar enfermedades infecciosas. Han transcurrido tres horas y la energía se ha ido unas siete veces por no más de un minuto. La funcionaria explica que el Minsalud donó 3.000 galones de ACPM para garantizar la energía en las dos plantas. “Se está cambiando de planta para no saturar a una, y esto no compromete a los pacientes, las máquinas funcionan con baterías”, agrega.
En la madrugada del sábado, cuerpos mojados y cubiertos de lodo llenaron el hospital. Una escena que en los 13 años de servicio no había visto Ruby. Los mismos empleados del hospital también se convirtieron en sobrevivientes y héroes de la avalancha más mortal que ha vivido Mocoa. Varios de ellos se presentaron a trabajar a pesar de la pérdida o desaparición de seres queridos. Dos enfermeras jefes de urgencias perdieron la vida. Nadie es capaz aún de hablar sobre el hecho que enluta al centro médico, el llanto aparece y se trunca la voz. “Seres humanos excepcionales”, alcanza a decir Jajoy.
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Foto: Gustavo Torrijos - El Espectador