07 de diciembre de 2016 - 07:55 p. m.
Los recuerdos de Gabriel García Márquez sobre Guillermo Cano
El 22 de marzo de 1987, Gabriel García Márquez escribió este texto con motivo de los 100 años de El Espectador.
Gabriel García Márquez
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En el momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial, Eduardo Zalamea Borda declaró en Londres con un desparpajo ejemplar que El Espectador de Bogotá era el mejor periódico del mundo. Lo más grave de esa declaración no era que Zalamea Borda la hubiera hecho a través de los servicios universales de la B.B.C. de Londres. No: lo más grave era que él se la creía en realidad, y que todos los que hacían el periódico en aquel tiempo y muchos de quienes lo leíamos, estábamos convencidos de que era cierta. (Vea el especial 30 años sin Guillermo Cano)
El Espectador de entonces, con su primer medio siglo encima, hecho en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de otro periódico y prepotente no era más que un vespertino de ocho páginas apretujadas, cuyos cinco mil ejemplares escasos se los arrebataban a los voceadores casi en la puerta de los talleres, y se leían en media hora en los cafés helados y taciturnos de la ciudad vieja. Pero esa conmoción efímera de las cinco de la tarde era una ración de vida para los lectores, que quedaban tan bien informados y orientados como los que leían los periódicos más importantes de las grandes ciudades del mundo. De modo que al cabo de tanto tiempo, mirando hacia atrás con el prisma embellecedor de la nostalgia, no estoy todavía muy seguro de que fuera demasiado grande la exageración de Eduardo Zalamea. (Vea qué pasaba en Colombia 100 días antes de que asesinaran a Guillermo Cano)
Pues bien: apenas cuatro años después de esa declaración, el mejor periódico del mundo tenía el director más joven del mundo: Guillermo Cano, de 25 años, el ejemplar más retraído de una tercera generación de periodistas congénitos. Su promoción espectacular, en efecto, no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. (Vea algunos videos de periodistas de la época hablando de Guillermo Cano)
Era una época en que el oficio no lo enseñaban en las universidades, sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y la mejor escuela del país era sin duda la redacción de El Espectador, con maestros sabios y de un buen corazón, pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas, que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. (Vea las luchas y pasiones de Guillermo Cano)
No era para menos, pues la sala de redacción del periódico podía causarle escalofríos al más bragado. En primer lugar estaba el propio padre de la criatura, don Gabriel, cuyo retiro voluntario de aquellos días no se lo creyó ni él mismo, pues no bien se subió a su palomar de jubilado con el pretexto de envejecer despacio sin molestar a nadie, cuando ya se había constituido en el crítico más encarnizado del periódico. Lo leía letra por letra, hasta los avisos clasificados y las esquelas mortuorias, y con un pulmón acusador del color de la sangre señalaba las erratas, los gazapos, las burradas cotidianas, y exhibía los recortes en un tablero público que muy pronto mereció su nombre: “El muro de la infamia”. (Lea: Guillermo Cano comenzó a dirigir El Espectador cuando tenía 27 años)
El segundo de a bordo era Eduardo Zalamea, el inolvidable Ulises, explorador incansable denlos océanos más secretos y más esquivos de la sabiduría. Ya desde entonces, siendo tan joven, José Salgar había subido por la escalera de caracol de la terquedad cotidiana desde el subsuelo de los talleres de la imprenta hasta la jefatura de la redacción, y estaba consagrado con justicia como el mejor periodista del país, aunque muy poco y muy pocas veces le habían visto la cara. Estaba Darío Bautista, que desde el primer canto de los gallos que todavía tenían donde vivir y folgar en Bogotá, se dedicaba a amargarles la aurora a los ministros de Hacienda con la cábalas casi siempre certeras de un porvenir siniestro. Estaba Gonzalo González, mi primo con una pierna enyesada durante casi dos años por un mal partido de fútbol, que describía la sección más seria y divertida de su tiempo para contestar preguntas a los lectores y que de tanto estudiar para hacerlo bien terminó por volverse él mismo especialista en todo. En medio de ellos y de tantos otros que olvido a propósito por no hacer interminables etas crónicas, el más joven, el menos experto, y el más tímido, era el nuevo director. (Lea: El mensaje de Eduardo Zalamea Borda para felicitar al nuevo director de El Espectador)
***
Un golpe de suerte de mi destino me llevó, en 1953, a recalcar en aquella playa difícil. Desde tres años antes, Eduardo Zalamea publicaba mis cuentos en el Suplemento Literario del periódico, pero no nos conocíamos, no yo conocía a nadie de la redacción. El terror sagrado de ser lagarto me obligaba a dejar los originales dentro de un sobre en la portería del periódico, mientras estuve en la Universidad Nacional, o a mandarlos por correo desde Cartagena y Barranquilla, a donde me fui a vivir después de que mi única maleta y mi primera máquina de escribir se volviera cenizas con mi pensión de estudiante el 9 de abril de 1948. (Lea: Los maestros de Guillermo Cano)
No volví hasta hace cinco años después, cuando el poeta Álvaro Mutis, jefe de relaciones públicas de una compañía de aviación que se acabó cuando dos aviones se estrellaron, me invitó a pasar un fin de semana en Bogotá. Fue el fin de semana más largo de mi vida, pues todavía no ha terminado. Pasó mucho tiempo antes de que descubriera que es invitación había sido una martingala de Guillermo Cano para llevarme a la redacción de su periódico, casi a la fuerza, a pesar de mis reticencias a volver a Bogotá después de la experiencia amarga del 9 de abril. Mordí el anzuelo, para fortuna mía, como redactor de planta durante tres años, y como un amigo sin formalismos y un colaborador incondicional, contra todas las tormentas de este mundo y del otro, hasta el día de hoy. (Lea: Así comenzó Gabo en El Espectador)
Mi primera sorpresa al entrar por primera vez en la luminosa sala de redacción del nuevo edificio de El Espectador, fue comprobar que Guillermo Cano, era de veras el director, con autoridad y mando, cuando muchos pensábamos desde afuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención desde el primer día fue la rapidez con que reconocía la noticia. A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Una tarde, minutos antes de que el periódico entrara en las máquinas, se desplomó sobre la ciudad un aguacero torrencial como recuerdo muy pocos. La sensación de fracaso fue completa para quienes acabábamos de meter en el horno nuestro pan de cada día. Nada había que hacer salvo contemplar el agua por la ventana, hasta que Guillermo Cano se volvió a decirnos: -Este aguacero es noticia. (Lea: Así fue el trabajo de Gabriel García Márquez en El Espectador)
Empezó a dar órdenes, mandó a los fotógrafos para la calle, encomendó a cada redactor una investigación relacionada con su especialidad. Al fin él mismo se sentó a la máquina, e hizo en una cuartilla simple una síntesis magistral del desastre de tres horas que acababa de ocurrir. Cuando escampó, a las seis de la tarde, la edición completa del aguacero había reemplazado a la del día, y salió al encuentro de los lectores empapados que aún no lograban regresar a sus casas en una ciudad desordenada por la tormenta. (Lea: El día en que Guillermo Cano convenció a Gabriel García Márquez para que trabajara en El Espectador)
Tal vez en ninguna ocasión me incliné con tanto respeto ante el olfato profesional de Guillermo Cano, como la tarde en que el marinero Luis Alejandro Velasco se presentó en la redacción para decir que quería vender sus memorias. Había concedido tantas entrevistas, había contado tantas veces la noticia al derecho y al revés, que ya no le interesaba a ningún periódico y menos al nuestro, atormentado siempre por la fiebre de la primicia. Todos estuvimos de acuerdo: “Esto es un pescado frío”. Solo Guillermo se empecinó en que se hiciera el reportaje, en la que fue quizás la única ocasión en la que en que casi me obligó a cumplir una orden. Nunca en mi vida he empezado algo con menos ganas, seguro de que nadie lo iba a leer, y hasta con un deseo secreto de fracasar para demostrar mi razón.
Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Fue él quien impuso la crítica de cine cuando los exhibidores se oponían con la amenaza de suspender los anuncios. Convenció a su padre, a sus hermanos gerentes, a todos, y por primera vez se le dio luz verde a la crítica de cine en un periódico grande.
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En el momento decisivo de la Segunda Guerra Mundial, Eduardo Zalamea Borda declaró en Londres con un desparpajo ejemplar que El Espectador de Bogotá era el mejor periódico del mundo. Lo más grave de esa declaración no era que Zalamea Borda la hubiera hecho a través de los servicios universales de la B.B.C. de Londres. No: lo más grave era que él se la creía en realidad, y que todos los que hacían el periódico en aquel tiempo y muchos de quienes lo leíamos, estábamos convencidos de que era cierta. (Vea el especial 30 años sin Guillermo Cano)
El Espectador de entonces, con su primer medio siglo encima, hecho en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de otro periódico y prepotente no era más que un vespertino de ocho páginas apretujadas, cuyos cinco mil ejemplares escasos se los arrebataban a los voceadores casi en la puerta de los talleres, y se leían en media hora en los cafés helados y taciturnos de la ciudad vieja. Pero esa conmoción efímera de las cinco de la tarde era una ración de vida para los lectores, que quedaban tan bien informados y orientados como los que leían los periódicos más importantes de las grandes ciudades del mundo. De modo que al cabo de tanto tiempo, mirando hacia atrás con el prisma embellecedor de la nostalgia, no estoy todavía muy seguro de que fuera demasiado grande la exageración de Eduardo Zalamea. (Vea qué pasaba en Colombia 100 días antes de que asesinaran a Guillermo Cano)
Pues bien: apenas cuatro años después de esa declaración, el mejor periódico del mundo tenía el director más joven del mundo: Guillermo Cano, de 25 años, el ejemplar más retraído de una tercera generación de periodistas congénitos. Su promoción espectacular, en efecto, no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. (Vea algunos videos de periodistas de la época hablando de Guillermo Cano)
Era una época en que el oficio no lo enseñaban en las universidades, sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y la mejor escuela del país era sin duda la redacción de El Espectador, con maestros sabios y de un buen corazón, pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas, que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. (Vea las luchas y pasiones de Guillermo Cano)
No era para menos, pues la sala de redacción del periódico podía causarle escalofríos al más bragado. En primer lugar estaba el propio padre de la criatura, don Gabriel, cuyo retiro voluntario de aquellos días no se lo creyó ni él mismo, pues no bien se subió a su palomar de jubilado con el pretexto de envejecer despacio sin molestar a nadie, cuando ya se había constituido en el crítico más encarnizado del periódico. Lo leía letra por letra, hasta los avisos clasificados y las esquelas mortuorias, y con un pulmón acusador del color de la sangre señalaba las erratas, los gazapos, las burradas cotidianas, y exhibía los recortes en un tablero público que muy pronto mereció su nombre: “El muro de la infamia”. (Lea: Guillermo Cano comenzó a dirigir El Espectador cuando tenía 27 años)
El segundo de a bordo era Eduardo Zalamea, el inolvidable Ulises, explorador incansable denlos océanos más secretos y más esquivos de la sabiduría. Ya desde entonces, siendo tan joven, José Salgar había subido por la escalera de caracol de la terquedad cotidiana desde el subsuelo de los talleres de la imprenta hasta la jefatura de la redacción, y estaba consagrado con justicia como el mejor periodista del país, aunque muy poco y muy pocas veces le habían visto la cara. Estaba Darío Bautista, que desde el primer canto de los gallos que todavía tenían donde vivir y folgar en Bogotá, se dedicaba a amargarles la aurora a los ministros de Hacienda con la cábalas casi siempre certeras de un porvenir siniestro. Estaba Gonzalo González, mi primo con una pierna enyesada durante casi dos años por un mal partido de fútbol, que describía la sección más seria y divertida de su tiempo para contestar preguntas a los lectores y que de tanto estudiar para hacerlo bien terminó por volverse él mismo especialista en todo. En medio de ellos y de tantos otros que olvido a propósito por no hacer interminables etas crónicas, el más joven, el menos experto, y el más tímido, era el nuevo director. (Lea: El mensaje de Eduardo Zalamea Borda para felicitar al nuevo director de El Espectador)
***
Un golpe de suerte de mi destino me llevó, en 1953, a recalcar en aquella playa difícil. Desde tres años antes, Eduardo Zalamea publicaba mis cuentos en el Suplemento Literario del periódico, pero no nos conocíamos, no yo conocía a nadie de la redacción. El terror sagrado de ser lagarto me obligaba a dejar los originales dentro de un sobre en la portería del periódico, mientras estuve en la Universidad Nacional, o a mandarlos por correo desde Cartagena y Barranquilla, a donde me fui a vivir después de que mi única maleta y mi primera máquina de escribir se volviera cenizas con mi pensión de estudiante el 9 de abril de 1948. (Lea: Los maestros de Guillermo Cano)
No volví hasta hace cinco años después, cuando el poeta Álvaro Mutis, jefe de relaciones públicas de una compañía de aviación que se acabó cuando dos aviones se estrellaron, me invitó a pasar un fin de semana en Bogotá. Fue el fin de semana más largo de mi vida, pues todavía no ha terminado. Pasó mucho tiempo antes de que descubriera que es invitación había sido una martingala de Guillermo Cano para llevarme a la redacción de su periódico, casi a la fuerza, a pesar de mis reticencias a volver a Bogotá después de la experiencia amarga del 9 de abril. Mordí el anzuelo, para fortuna mía, como redactor de planta durante tres años, y como un amigo sin formalismos y un colaborador incondicional, contra todas las tormentas de este mundo y del otro, hasta el día de hoy. (Lea: Así comenzó Gabo en El Espectador)
Mi primera sorpresa al entrar por primera vez en la luminosa sala de redacción del nuevo edificio de El Espectador, fue comprobar que Guillermo Cano, era de veras el director, con autoridad y mando, cuando muchos pensábamos desde afuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención desde el primer día fue la rapidez con que reconocía la noticia. A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Una tarde, minutos antes de que el periódico entrara en las máquinas, se desplomó sobre la ciudad un aguacero torrencial como recuerdo muy pocos. La sensación de fracaso fue completa para quienes acabábamos de meter en el horno nuestro pan de cada día. Nada había que hacer salvo contemplar el agua por la ventana, hasta que Guillermo Cano se volvió a decirnos: -Este aguacero es noticia. (Lea: Así fue el trabajo de Gabriel García Márquez en El Espectador)
Empezó a dar órdenes, mandó a los fotógrafos para la calle, encomendó a cada redactor una investigación relacionada con su especialidad. Al fin él mismo se sentó a la máquina, e hizo en una cuartilla simple una síntesis magistral del desastre de tres horas que acababa de ocurrir. Cuando escampó, a las seis de la tarde, la edición completa del aguacero había reemplazado a la del día, y salió al encuentro de los lectores empapados que aún no lograban regresar a sus casas en una ciudad desordenada por la tormenta. (Lea: El día en que Guillermo Cano convenció a Gabriel García Márquez para que trabajara en El Espectador)
Tal vez en ninguna ocasión me incliné con tanto respeto ante el olfato profesional de Guillermo Cano, como la tarde en que el marinero Luis Alejandro Velasco se presentó en la redacción para decir que quería vender sus memorias. Había concedido tantas entrevistas, había contado tantas veces la noticia al derecho y al revés, que ya no le interesaba a ningún periódico y menos al nuestro, atormentado siempre por la fiebre de la primicia. Todos estuvimos de acuerdo: “Esto es un pescado frío”. Solo Guillermo se empecinó en que se hiciera el reportaje, en la que fue quizás la única ocasión en la que en que casi me obligó a cumplir una orden. Nunca en mi vida he empezado algo con menos ganas, seguro de que nadie lo iba a leer, y hasta con un deseo secreto de fracasar para demostrar mi razón.
Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Fue él quien impuso la crítica de cine cuando los exhibidores se oponían con la amenaza de suspender los anuncios. Convenció a su padre, a sus hermanos gerentes, a todos, y por primera vez se le dio luz verde a la crítica de cine en un periódico grande.
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