“Má”: luz y guía: texto de Guillermo Cano a su madre
Este texto lo hizo Guillermo Cano Isaza a su madre Luz.
Guillermo Cano Isaza
El hogar de los Cano Isaza lo formaron dos figuras nobles, tan tiernas como recias. Y si los hijos encontraron allí la invaluable herencia de los Cano, transmitida por su padre, Gabriel, tuvieron la doble fortuna de contar con una madre que conoció el verdadero sentido de serlo, entregándole a sus hijos un amor infinito, pero un amor bien entendido, para formarlos sencillos, francos, valientes sin más fuerza y más armas para defender sus ideales, que las morales, que las del espíritu generoso, lleno de afecto familiar y amor de patria que les inculcó desde su cuna.
Cuando abandonaron el hogar de sus padres, para formar los suyos, nunca le faltó a doña Luz el saludo mañanero de sus hijos. Muy temprano llegaban todos para emprender, desde allí, con nueva fuerza y con la bendición de “Ma”, la nueva jornada. Las palabras de Guillermo, al morir ella, reflejan con ningunas otras pueden hacerlo, ese amor filial y ese agradecimiento por la vida y por cuanto ella hizo por ellos:
De la vida y de la muerte…
Un día no muy lejano, un interrogador inquieto indagaba sobre mis experiencias periodísticas y me preguntó, entre otras cosas sin importancia, la única importante: cuál, en mi concepto, había sido o era el tema más difícil de enfrentar profesionalmente. Sin vacilación le respondí: “La muerte… Sobre todo escribir sobre la muerte de aquellos que más hemos conocido y a los cuáles se ha querido y admirado tanto…”
No creí entonces, cuando di esa respuesta espontánea y por lo tanto en cierto modo impensada, que a la vuelta de pocos días dolorosamente cargados de tantas muertes indeseadas, tendría que enfrentarme a una nueva e inapelable decisión del destino que interrumpía el maravilloso viaje por la vida de una mujer admirable a la que quería como a nadie y que como nadie me quiso.
¿Cómo, pues, escribir sobre su vida y sobre su muerte? ¿Cómo hacerlo?
Enfrentando al hecho ineludible de su muerte con mucho mayor valor de aquel que ya me había permitido afrontar en un cortísimo lapso, el dolor inmenso por la muerte de otros seres que habían estado tan cerca de mis afectos más antiguos, más permanentes y más inmensos.
*
Recuerdo ahora que cuando cumplí los siete años dijeron que yo había llegado al uso de la razón. Y la razón me dijo entonces – y que me perdonen quienes crean en otras razones- que mi madre era la razón de mi vida. Y sentí miedo.
¡Fue una sensación inaguatable! Era el miedo a que mi madre muriera antes de que muriera yo. Y ese miedo frío me fue acompañando por cierto tiempo hasta que de pronto fue disminuyendo en su intensidad agobiadora y fue cada día menos, cada hora menos, cada segundo que pasaba menos…
Con la misma velocidad y con la misma lentitud que trascurre el tiempo de la vida y la muerte, el miedo, el gran miedo a la muerte de mi madre, fue pasando…
Fue ella, con su constante presencia, siempre audible, visible, sensible, la que rompió la gran barrera que el uso de la débil razón de todo ser humano –en su comienzo- construye contra el miedo. No siempre se logra derrumbarla.
Por eso, cuando su muerte llegó cuando era inevitable que llegara, ya no tuve miedo. Ya no lo tenía hacía años…
Es la consecuencia de la órbita perfecta de su vida y de su muerte. Haberme preparado –habernos preparado- tan bien para que su ausencia fuera permanencia…
¿Y por qué lo es? Porque como lo dijo un gran amigo de tiempo completo: “Doña Luz vivió para sufrir y disfrutar con ustedes las buenas y las malas. En consecuencia, lo que deben es dar las gracias, en estos momentos irreversibles, por haberla tenido al lado como insustituible compañera, por tantos años, por tan largo tiempo” ¡Es exacto!
Como lo ideal no suele ser posible, aceptemos el veredicto del más alto tribunal que la ha declarado muerta. Lo acepto sin miedo, alegremente - si se me perdona y aunque no me lo perdonen- porque ella vivió para alegrar la vida de los demás aun en su muerte.
El hogar de los Cano Isaza lo formaron dos figuras nobles, tan tiernas como recias. Y si los hijos encontraron allí la invaluable herencia de los Cano, transmitida por su padre, Gabriel, tuvieron la doble fortuna de contar con una madre que conoció el verdadero sentido de serlo, entregándole a sus hijos un amor infinito, pero un amor bien entendido, para formarlos sencillos, francos, valientes sin más fuerza y más armas para defender sus ideales, que las morales, que las del espíritu generoso, lleno de afecto familiar y amor de patria que les inculcó desde su cuna.
Cuando abandonaron el hogar de sus padres, para formar los suyos, nunca le faltó a doña Luz el saludo mañanero de sus hijos. Muy temprano llegaban todos para emprender, desde allí, con nueva fuerza y con la bendición de “Ma”, la nueva jornada. Las palabras de Guillermo, al morir ella, reflejan con ningunas otras pueden hacerlo, ese amor filial y ese agradecimiento por la vida y por cuanto ella hizo por ellos:
De la vida y de la muerte…
Un día no muy lejano, un interrogador inquieto indagaba sobre mis experiencias periodísticas y me preguntó, entre otras cosas sin importancia, la única importante: cuál, en mi concepto, había sido o era el tema más difícil de enfrentar profesionalmente. Sin vacilación le respondí: “La muerte… Sobre todo escribir sobre la muerte de aquellos que más hemos conocido y a los cuáles se ha querido y admirado tanto…”
No creí entonces, cuando di esa respuesta espontánea y por lo tanto en cierto modo impensada, que a la vuelta de pocos días dolorosamente cargados de tantas muertes indeseadas, tendría que enfrentarme a una nueva e inapelable decisión del destino que interrumpía el maravilloso viaje por la vida de una mujer admirable a la que quería como a nadie y que como nadie me quiso.
¿Cómo, pues, escribir sobre su vida y sobre su muerte? ¿Cómo hacerlo?
Enfrentando al hecho ineludible de su muerte con mucho mayor valor de aquel que ya me había permitido afrontar en un cortísimo lapso, el dolor inmenso por la muerte de otros seres que habían estado tan cerca de mis afectos más antiguos, más permanentes y más inmensos.
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Recuerdo ahora que cuando cumplí los siete años dijeron que yo había llegado al uso de la razón. Y la razón me dijo entonces – y que me perdonen quienes crean en otras razones- que mi madre era la razón de mi vida. Y sentí miedo.
¡Fue una sensación inaguatable! Era el miedo a que mi madre muriera antes de que muriera yo. Y ese miedo frío me fue acompañando por cierto tiempo hasta que de pronto fue disminuyendo en su intensidad agobiadora y fue cada día menos, cada hora menos, cada segundo que pasaba menos…
Con la misma velocidad y con la misma lentitud que trascurre el tiempo de la vida y la muerte, el miedo, el gran miedo a la muerte de mi madre, fue pasando…
Fue ella, con su constante presencia, siempre audible, visible, sensible, la que rompió la gran barrera que el uso de la débil razón de todo ser humano –en su comienzo- construye contra el miedo. No siempre se logra derrumbarla.
Por eso, cuando su muerte llegó cuando era inevitable que llegara, ya no tuve miedo. Ya no lo tenía hacía años…
Es la consecuencia de la órbita perfecta de su vida y de su muerte. Haberme preparado –habernos preparado- tan bien para que su ausencia fuera permanencia…
¿Y por qué lo es? Porque como lo dijo un gran amigo de tiempo completo: “Doña Luz vivió para sufrir y disfrutar con ustedes las buenas y las malas. En consecuencia, lo que deben es dar las gracias, en estos momentos irreversibles, por haberla tenido al lado como insustituible compañera, por tantos años, por tan largo tiempo” ¡Es exacto!
Como lo ideal no suele ser posible, aceptemos el veredicto del más alto tribunal que la ha declarado muerta. Lo acepto sin miedo, alegremente - si se me perdona y aunque no me lo perdonen- porque ella vivió para alegrar la vida de los demás aun en su muerte.