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Todo empieza al caer la tarde cundo un grupo de cuatro hombres llegan. No son once como un equipo de fútbol, menos saben de alineaciones, lo de ellos es la guacharaca, acordeón caja y la voz de Maradona.
“Pero el tiempo no es corto todavía y ya llegó el momento para poder cantar con una nota linda, con una voz sentida y ganas de llorar”, se escucha para dar paso al acordeón. La canción que le han pedido se llama Mi hermano y yo, de los Zuleta.
“Mire compadre, ese tema yo se lo hubiera cantado al verdadero”, dice Enrique Pedrozo Flores, quien desde hace 16 años se acostumbró a que lo llamarán como el astro argentino, lo que no le ha incomodado.
Su vida transcurre en las noches de la plaza. Con su voz y el vallenato ha educado a sus dos hijos. La vida nocturna no lo vence ante las tentaciones, como al Maradona verdadero.
Maradona, el de la plaza, dicen que tiene cierto parecido. El cabello es diferente, no se lo ha cortado aunque muchos le dicen, no hay tatuajes y puede ser un poco más bajo. Jugó fútbol alguna vez, es hincha furibundo de dos Junior, el de Barranquilla y por supuesto del Boca de Argentina. De política poco habla.
En silencio se queda, luego le dice a El Espectador que lloró el día que supo de la muerte del jugador. “Nos parecíamos en la vida, compadre, yo nací en un pueblo también pobre como el Diego, en Mandinguilla, César. Allí fueron mis primeros años”. De trece años se fue a Santa Marta. Pero allí la tarjeta roja lo sorprendió, se quedó en la banca y de técnico poco.
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Apareció en Cartagena en su nuevo estadio: murallas, vallenato, sin uniformes o patrocinadores, pero era más el deseo de salir y ganarle a la vida. La ciudad ha sido lo mejor para él así como fue para Maradona el original, su mejor partido, México 1986 cuando jugaron contra Uruguay.
En la plaza le piden fotos y les aclara que digan que no es el jugador. “Una vez una vez vino un señor de Nápoles y me mando a llamar para que me tomara una foto con su hijo, él quería tener la foto de Maradona, se hizo muchas fotos y me dio una plática por la entrevista”, sostiene con su voz acentuada y cuidada.
¿Y por qué no lo vio cuando el astro estuvo acá en Cartagena, cuando vino a su operación?
Se vuelve a quedar en silencio, empieza por decirme que en Cartagena todo se sabe e infortunadamente se dejó llevar por los malos consejos, las envidias y no se sabe qué más. “Mucha gente me dijo que fuera al edificio en Bocagrande donde estaba y otros me decían ‘mira de repente te va a despreciar’. Yo soy muy quieto, muy calmado y no quise ir. Son oportunidades que se pierden en la vida. Me hubiera gustado haber tenido una experiencia con él”.
A este Maradona se le fue el momento, como dice el vallenato. “Entonces me busca o lo busco yo a él, porque la sangre llama”.
Las parrandas vallenatas con Maradona, el de la plaza, tienen acordeón, sabor y el aroma del caribe. En Alemania, Andrés Pinzón-Sinuco, periodista de la revista cultural Otras Inquisiciones, lo recuerda como uno de los personajes de la noche cartagenera, de los que van y vienen pero que jamás están en un solo lugar, es el “Maradona” de Santo Domingo. “Cuando lo conocí, aquel cantaba en la playa con un par de músicos. Recibían abrazos, billetes y tragos. La primera vez que lo vi, noté que llevaba el seudónimo con orgullo”, dice el escritor a El Espectador. Recuerda que cantaba canciones de Diomedes Díaz y vallenato de la sabana de Bolívar. “Los transeúntes querían tomarse fotos con él. Tomaba prestada parte de la fama del mítico ídolo del fútbol al que igualaba con su pelo ensortijado y estatura mediana “.
La hija de Maradona, el de la Plaza, se llama María Paula, orgullosa de su papá y que lo llamen así. “Físicamente se parecen mucho. Es muy notorio, tiene varios rasgos similares, mi papá es una persona muy humilde, carismática con todas las personas, siempre tiene una buena actitud”, afirma su hija que heredó algo de la música y sostiene que a su papá nadie lo llama por su nombre: “todos le llaman Maradona”.
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No ha llenado estadios ni hay afiches ni banderas con su nombre, sin embargo, con su música ha logrado estar en eventos como aquella serenata escalonada en la que grupos de vallenato, dos de ellos con guitarras y cinco más con acordeón, rindieron homenaje al maestro Escalona en el claustro de Santo Domingo, en el centro amurallado. Dicen que ha sido el aforo mas grande que se ha tenido.
Lucho Colombia, un gestor cívico de la ciudad de Cartagena, afirma que su compadre Rafael Pedrozo es muy parecido, pero se diferencia en la vida que llevaba el pelusa. “Es una persona dedicada su familia, que lleva una vida reposada, es sumamente afectuoso, como todos los de Mandinguilla, César, donde nació un cantante de vallenato y más….”
La noche llega de nuevo a la Plaza de Santo Domingo donde Maradona espera los clientes, sonreír para las fotos y pensar en ese hombre que le dejó una marca. Camina sereno, aplaude para darse alegría, saluda y espera que el acordeón le marque la entrada.
Seguirá cantando y seguramente alguna tarde leerá al maestro Eduardo Galeano en su libro El fútbol a sol y sombra, donde le dedicó unos textos al astro argentino.
“No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales…”
Diego, el original, o Rafa, el que se parece, tendrán la huella de Maradona y el segundo, sin saber de tangos, con su acordeón cantará. “Se sufre, se goza y se vive feliz, hay ratos solemnes y otros de agonía y muchas veces triste así la gente dice, que todo es alegría”.