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“Mi casa fue la única del barrio que se cayó”: sobreviviente del terremoto del Eje Cafetero

Cecilia Cabrera recuerda cómo salió con vida de la tragedia, ocurrida hace 18 años, que afectó ostensiblemente a los departamentos de Quindío y Risaralda y que causó la muerte de cientos de personas.

César Muñoz Vargas / Especial para El Espectador
25 de enero de 2017 - 11:51 p. m.
César Muñoz Vargas
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Cecilia Cabrera habla mientras prepara el desayuno y unas horas después  del reciente temblor que tuvo como epicentro el municipio chocoano de El Carmen de Atrato y que se sintió también en los departamentos de Risaralda, Antioquia y Quindío, donde ella se radicó hace más de cuarenta años.
_ ¿Cómo le fue con el temblor?, la llamaron varias amigas a preguntarle. Pero ella dice que por fortuna no lo percibió, pues cada movimiento telúrico  es un  viaje al pasado. A las trece horas y diecinueve minutos del 25  de enero de 1999.

Se encontraba almorzando con seis personas más, incluido su esposo Juan Antonio Villamizar, un polifacético hombre, sargento pensionado del Ejército, pulido ebanista y eximio pintor de óleos. Incluido Óscar Fabián, el menor de sus hijos, para ese entonces, estudiante de arquitectura. Incluidos una sobrina que hoy vive en el exterior, y Humberto, un ingeniero de sistemas de Carvajal que horas antes había recibido una autorización para pasar otros días de vacaciones en la capital quindiana; de no haber obtenido el permiso, esa misma mañana habría regresado a Bogotá. Humberto fue la única persona que murió en la única casa que se cayó en el barrio Las Acacias.

En el comedor donde departían, el sacudón de la tierra avisó con la tolvanera  que se desprendió de lo alto del techo y que fue la señal  para que todos salieran despavoridos buscando la calle. Ni Cecilia ni Juan Antonio ni Humberto lo lograron. La casa fue recuerdo en pocos  segundos, menos el cuarto de comedor, paradójicamente, el único habitáculo en el que todos habrían estado seguros.

La mujer fue rescatada consciente de los escombros a las 3:30 de la tarde, con la cabeza desfigurada  y la pierna izquierda deshecha, pero no dio  razón de nada a las 5:40 de la tarde, cuando el cimbronazo de la réplica más fuerte y mientras era atendida en el primero de los varios hospitales a los que fue llevada en Armenia, Cali y Bogotá. Donde  luego de varias cirugías los médicos le salvaron la pierna que estuvo a punto de perder.

En sus momentos de lucidez vio el drama de las víctimas en las calles y de personas desesperadas buscando entre las ruinas a sus familiares. Uno de esos atormentados fue Juan Carlos, el hijo mayor, que recibió en Bogotá la noticia del terremoto y la lapidaria notificación de que sus padres habían muerto. Un aviso apresurado producto del desbarajuste de la tragedia que se coló en el Eje Cafetero.

Juan Carlos logró llegar el mismo día al sitio del siniestro, y después de una angustiosa brega pudo corroborar que su familia vivía y enlistaba los milagros bajo los cascotes. Encontró a su madre a las 10:00 de la noche en una camilla del hospital, antes de que fuera trasladada al Seguro Social en Cali, donde la mujer empezó el largo periplo de su recuperación. Un año transcurrió antes de que Cecilia volviera a Armenia.

Cuando lo hizo, a Oscar Fabián ya le habían aprobado en la universidad los planos que diseñó para levantar una nueva casa en el lugar donde  a los Villamizar los atrapó el sismo. Una casa más bonita y más segura, que aunque no se edificaba con la ayuda que otorgó el Gobierno, sí era símbolo de la redención por décadas de esfuerzo y por los segundos apocalípticos del 25 de enero de 1999.

Hoy Cecilia afronta algunas secuelas que le dejó la tragedia, el caminar algo dificultoso y la trombosis venosa que le sobrevino por el largo año de incapacidad y rehabilitación. Pero no se cansa de dar gracias a Dios por haberse salvado y porque aprendió a valorar más la vida y a entender que aunque es duro perder cosas materiales y empezar de cero, lo es mucho más no tener esperanza y no tener salud.

«Todo llega y todo pasa. Lo económico se recupera, lo terrible es la pérdida de las personas, de los amigos», dice con la sabiduría y las lecciones que le han dado los años. Cecilia también entendió que por más campañas de prevención que se hagan, las catástrofes no dan aviso y las reacciones de los seres humanos terminan siendo impredecibles. «El día llega, y cuando toca, toca. Si no, cuántas cosas se podrían evitar…».

Piensa en el esposo de su sobrina y cree que así hubiese tenido que viajar a Bogotá en la mañana del terremoto, algo le habría ocurrido en el viaje. «Todos tenemos que atender la cita y a él le correspondió ese día». Cecilia habla con la melancolía que le produce la reciente partida de su esposo, que por razones de una enfermedad se fue  a cumplirla hace dos meses, pero que había vivido  para reconstruir los sueños y para pintarle el camino con lienzos de bodegones, guaduales, paisajes cafeteros y retratos religiosos.

Cecilia está ahora en un paraje campestre de Calarcá, en una casa que su esposo  y su hijo arquitecto, experto en el uso de la guadua, le diseñaron y le armaron a la medida de su amor y su valentía. Es una casa bonita, tan bonita como la que se reconstruyó en Las Acacias., ambientada por la fiesta de los pájaros e iluminada con los óleos que el incansable Juan Antonio pintó desde siempre, desde antes de alistarse en el Ejército.

Allí la cuidan los hijos, los nietos, los buenos  vecinos y un Salmo 91, cuadro que, como todos y como El galileo que se fue en la tragedia del 99, lleva la rúbrica Jmizar. En esa estancia recuerda, en esa estancia vive. Cecilia se levanta, el chocolate está hirviendo.

Por César Muñoz Vargas / Especial para El Espectador

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