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A las 4:30 de la mañana del 1º de noviembre de 1998 una lluvia de granadas y cilindros de gas cayó sobre Mitú. En una escena que parece de pesadilla, alrededor de 1.500 hombres de las Farc entraron a la capital del Vaupés para destruirla. Armados hasta los dientes, acabaron casi con la totalidad de las casas, la estación de Policía, la Registraduría, los juzgados, las sedes de Telecom y la Caja Agraria, los ranchos, el parque. Oficialmente, se reportaron 37 muertos. Secuestrados, 61 miembros de la Fuerza Pública, entre policías y auxiliares. La toma duró 72 horas durante las cuales el Gobierno no pudo mandar apoyos porque la guerrilla había incendiado la pista aérea, y a esa zona no hay acceso por tierra. Sin duda alguna, si el infierno existe, eso fue Mitú hace 10 años.
En la primera vez que la subversión se apodera completamente de una capital del país, como es apenas normal, los cerca de 15.000 habitantes de la ciudad procuraron esconderse para salvar sus vidas durante aquellas horas de espanto. Quienes sí tuvieron que ponerle el pecho a las balas fueron los 120 policías a los que les tocaba proteger buena parte de la región. En aquel entonces, el Ejército no hacía presencia en la zona.
Eran 1.500 contra 120. Un pobre centenar de hombres sin apoyo, con pocas municiones, atacados por la espalda y que, sin embargo, supieron defenderse como leones. Esperanzados en que la ayuda de otros compañeros llegara pronto, se ubicaron en lugares estratégicos para tratar de repeler la arremetida. Los inclementes lanzagranadas de las Farc, no obstante, rápidamente echaron abajo las murallas que los resguardaban. Con una motobomba, los agresores rociaban con gasolina a todo aquel que tratara de huir. Las paredes caían una tras otra. Los muertos también.
Hoy, ¡una década después!, la luz del sol no termina de salir para cinco hombres y sus familias. El coronel Luis Herlindo Mendieta, el sargento César Augusto Lasso, el mayor Enrique Murillo, el intendente Luis Hernando Peña y el mayor Julián Ernesto Guevara y sus seres queridos continúan padeciendo la barbarie de la toma de Mitú. Al día siguiente de la embestida, los guerrilleros se los llevaron por el río junto a 56 de sus colegas y los amarraron a la selva, sin que hasta ahora nadie haya podido romper esas cadenas.
El resto de los secuestrados en ese ataque ha podido regresar a la vida con el correr del tiempo. Algunos, los auxiliares de la Policía y otros de menor rango, fueros liberados en un intercambio humanitario, y una liberación unilateral por parte de las Farc, en 2001, cuando se estaban realizando los diálogos de paz en San Vicente del Caguán, Caquetá, durante el gobierno de Andrés Pastrana. El año pasado, el intendente John Fran Pinchao logró su libertad gracias a una valiente fuga de 17 días, en
los cuales tuvo que enfrentarse a las corrientes embravecidas de los ríos, al hambre, al frío y a un tigre, hasta que unos campesinos le brindaron auxilio. Y, hace apenas cuatro meses, volvió el teniente Javier Vianney Rodríguez, uno de los rescatados en la ‘Operación Jaque’ del Ejército.
Los que regresaron, tristemente, sólo tienen noticias lamentables que contar del grupo de los cinco de Mitú. Murillo, que cumplirá 40 años el próximo 27 de noviembre, está muy enfermo de artritis, y así lo confirma su madre, doña Robertina de Murillo. “Todos los sábados que le mando mensajes, le pido: ‘hijito, por favor, por favor, no vaya a desfallecer’ ”. Lasso, de quien no se conocen pruebas de supervivencia desde hace más de cinco años, presenta problemas gástricos.
El coronel Mendieta, el valiente coronel que dirigió la operación de resistencia al fuego y que constantemente le pide a sus compañeros que aguanten un poco más, pasa con un fuerte dolor en el pecho. Su esposa, María Teresa de Mendieta, lleva 10 años suplicando que por nada del mundo lo vayan a intentar rescatar por la vía de las armas. Su hija Jenny, de 22 años, recuerda que a su padre le encantan Los Simpson y que todos los fines de semana la llevaba a ella y a su hermano José Luis a cine.
El Coronel, que en junio cumplió 50 años, dice en sus cartas que cree que será el último en salir de la selva. Sabe que en el inhumano botín de guerra de las Farc él, el oficial de mayor rango en poder de la guerrilla, es toda una joya de la corona.
Pero a pesar de todas las penas, estas desafortunadas familias saben que, por lo menos, los suyos están con vida. No es así para los seres queridos del intendente Peña y del mayor Guevara. Ellos salieron del infierno de Mitú a la pesadilla de la selva y ahí encontraron la muerte. Sucedió de una manera tan cruel, que la suerte de estos dos hombres es un ejemplo perfecto de toda la miseria humana que habita en las Farc.
Según los testimonios de algunos de sus compañeros de cautiverio, a Peña lo asesinaron porque el dolor de las cadenas terminó enloqueciéndolo. A Guevara también lo mataron, pero más lentamente. Acabaron con él de a poquitos, con humillaciones, castigos y una nula atención médica a sus enfermedades. Son muertos secuestrados.
Hoy en varias ciudades del país, las familias de los mártires de Mitú conmemorarán esta fecha con oficios religiosos. Lo que muchos se preguntan es si algún día el país se podrá recuperar de tanta barbarie.
Así viví la toma
“No podíamos recuperar Mitú”
“De la toma a la capital del Vaupés me enteré mientras estaba de viaje en Venezuela, en una visita de Estado oficial. Inmediatamente supe lo que estaba pasando, regresé a Bogotá y me reuní con el general Tapias y con la alta cúpula militar. Lo cierto es que si en Mitú vivían un infierno, nosotros por acá también sufríamos mucho porque, sinceramente, no había cómo recuperar la ciudad. Como los guerrilleros se habían tomado la pista del aeropuerto, y a Mitú no se podía llegar por tierra, no teníamos cómo apoyar a los hombres que allá se encontraban. Tampoco podíamos bombardear, porque ahí estaba la población civil. Eran las 5 de la tarde cuando le dije al general: ‘Lo espero a las 9 de la noche en Palacio con una buena
estrategia’. A esa hora en punto llegó la alta cúpula y, para mi sorpresa, no había nada. No se podía. Al general se le ocurrió de repente hablar con las tropas vecinas brasileñas para pedirles que nos dejaran abastecernos de combustible allá. Así lo hicimos y pudimos llegar a Mitú”.
“Me despertaron las detonaciones”
Los patrulleros reaccionaron oportunamente y mantuvieron el combate con arrojo y valentía, pero llegó un momento en que fuimos atacados con armas no convencionales, que tenían gran poder de destrucción, eran las pipetas o cilindros, que son lanzados utilizando otro más grande a manera de cañón dentro del cual colocan una carga explosiva que sirve de impulso a un cilindro pequeño cargado con metralla, ácido, materia fecal y demás pequeños elementos que puedan causar el máximo daño.
Estos cilindros detonan al caer y su poder es tan fuerte que destruyen paredes, dejan a la intemperie policías y disminuyen los puntos para la defensa. Yo me encontraba descansando después de haber realizado mi turno. Estaba dormido, pero desperté al escuchar las detonaciones y explosiones de granadas que nos lanzaban los guerrilleros. Me levanté de inmediato, tomé mi armamento y me dirigí al lugar donde me correspondía reaccionar.
Texto tomado del libro “Mi fuga hacia la libertad”, de Editorial Planeta.
El año de mayores ataques guerrilleros: 1998
Con el ataque a Mitú la guerrilla terminó “exitosamente” el año en el que más tomas y secuestros han cometido. En 1998, el grupo subversivo emboscó a miembros de la Fuerza Pública en El Billar y Curillo, Caquetá, y atacó el propio corazón de la Policía y el Ejército en Miraflores, Guaviare.
Los secuestrados de Mitú les sirvieron a las Farc para engrosar la lista de los llamados “canjeables”, con los que empezaron a chantajear al Gobierno.
Un general retirado le dijo a El Espectador que este golpe le sirvió a la Fuerza Pública para “espabilarse”. Después de la toma a Mitú, y gracias a que poco tiempo después empezó a implementarse el Plan Colombia, tanto el Ejército como la Policía comenzaron a fortalecerse.
Cuatro días después de la embestida, los hombres del Estado retomaron la capital del Vaupés. La única manera que tuvieron para llegar a la zona fue abastecer de combustible varias aeronaves en Brasil, frontera con ese departamento. El ataque fue sorpresa para los guerrilleros. Se dice que unos 800 subversivos murieron.
Tres semanas después de la toma, el gobierno de Andrés Pastrana decretó el despeje en San Vicente del Caguán.