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Tras siete años de entrevistas, consulta de cartas, archivos, notarías y muchos viajes, el investigador francés Pierre Raymond acaba de publicar el libro Mucha tela que cortar. La saga de una fábrica textil y la pugna de las familias Caballero y López por su control.
Son 380 páginas en las que este profesor de la Universidad Javeriana reconstruye la vida, pasión y muerte de la Fábrica San José Hilados y Tejidos (1907-1981), proyecto agroindustrial con el que el general Lucas Caballero Barrera pretendía modernizar a esa Colombia despedazada por la Guerra de los Mil Días y que terminó convirtiéndose en una quimera que hoy tiene a cientos de familias en San José de Suaita (Santander) en la ruina y a dos de las familias más pudientes del país recelosas, después de décadas de mostrarse los dientes.
El Espectador dialogó con Raymond, quien no sólo habla del intento fallido de una empresa que contó con capital extranjero, sino que relata las aventuras y tropiezos de un hombre que llegó a ser ministro y presidente del Partido Liberal, quien se echó en el bolsillo a unos banqueros europeos sin intuir que lo llevarían al abismo.
¿Esta es la historia de una fábrica que no funcionó porque nació muerta, una crónica de amores y odios o el relato de una locura?
Es el recuento de toda esta aventura admirable e insensata a la vez. Lo que me fascinó es que de un lado uno ubica en los fundadores, la familia Caballero, un sueño magnífico de desarrollo y de paz para el país, porque hay que pensar que eso se fundó después de la Guerra de los Mil Días con la idea de superar los odios partidistas y dedicar las energías del país a su desarrollo económico.
Usted confiesa que su héroe es Lucas Caballero Barrera y lo describe como un hombre culto, inteligente, de golpes de intuición pero sin experiencia, un soñador educado en Estados Unidos que pensó haber creado -como él lo decía- una “asombrosa máquina de multiplicar dinero en proporciones enormes”. ¿Cómo encaja un personaje de éstos en un paraje rural santandereano?
Había vivían sus ancestros y su sueño era desarrollar su patria chica: San José de Suaita. Lo que pasa es que este hombre de formación de abogado y político no tenía la experiencia suficiente para poder armar un proyecto que tuviera la coherencia suficiente para que funcionara. Él tenía cierta experiencia, pero más de golpes de intuición que de continuidad. Él tuvo negocios de exportación de productos de la tierra y proyectos de minería, pero no los saberes y experiencia acumulada de capitales que sí tuvieron los antioqueños con el oro y el comercio del café.
La suya era una industrialización aristocrática basada en la propiedad de la tierra, mientras que la de los paisas era una industrialización sustentada en la acumulación de capitales.
¿Esta ‘locura’ de Caballero es como la de Fitzcarraldo al pretender llevar un barco del Pacífico al Amazonas a través de los selváticos y empinados Andes?
No es frecuente, pero para la época sí es una ‘locura’ equiparable a Manuelita, que cuando se instala la fábrica en el Valle del Cauca también toca traer todos los equipos desde el puerto de Buenaventura. El país sufre mucho en ese momento de las consecuencias del radicalismo liberal que no quería ninguna intervención del Estado en nada y entonces las vías quedaron en el abandono. No sé si hasta hoy no sufrimos un poco de esta herencia de malas vías que nos persigue como una maldición.
La competitividad, la eficiencia, la misma integración de su mercado interno implica tener buenas vías para todas partes, pero ese no era el caso y siguiendo problemático. ¿Cuánto campesino no tiene dificultad para sacar sus productos porque el transporte vale más que el producto?
¿El país reconoce los méritos de Lucas Caballero Barrera o cayó en el saco del olvido?
El país tiene muy poca memoria histórica y ese me parece uno de los problemas más graves de Colombia, porque no reconoce a sus héroes y tampoco se da cuenta de sus errores para no repetirlos.
Si la fábrica hubiera alcanzado el tope de su producción, ¿sería de qué dimensión?
Si hubiera seguido por lo menos la pauta del barón Christian du Rivau, que quiso duplicar la capacidad y con equipos modernos, habría superado los 400 trabajadores y en su auge tuvo casi 300. Pero el dinamismo regional que eso hubiera impulsado sería fenomenal, porque las zonas donde todavía se podía cultivar algodón se hubieran explotado y habría difundido la riqueza en la comarca.
¿Qué queda hoy de esa gran fábrica?
¡Ruinas! También queda una parte que se ha mantenido en pie porque la Fundación Cipriano compró las instalaciones y las tierras, y tiene allí unos niños enfermos mentales o que se están recuperando de la drogadicción, lo cual es una obra interesante que se está desarrollando lamentablemente con cierta incomprensión de la población local. Y el museo, que es otro aspecto curioso, por voluntad de gente de allá para no ser como los demás que pierden su memoria histórica, sino que la quieren conservar. Personas como Orlando Pérez Ovalle se han puesto en la tarea de decir que eso no se puede perder. La concepción del museo es mía, pero sin el apoyo suyo y de la Alcaldía no se hubiera podido hacer.
¿Sin el condimento de la disputa entre los López y los Caballero, con actores invitados como un barón francés conspirador que venía de administrar colonias en África y unos jueces sobornables, su libro perdería interés?
No, en absoluto. Para mí ese es un aspecto marginal y lamentable, que tocaba contarlo, pero no es lo principal del libro. Lo que pasa es que como tuvo consecuencias fatales en la última fase de la fábrica, entre 1944 y 1981, que estuvo herida a muerte por este conflicto. Es inevitable hablar de eso, pero no esencial porque el libro habla más bien de sueños de desarrollo.
Me parece más importante como secreto descubierto el espíritu extorsionista de los banqueros franco-belgas. Lo otro es revelador del interés egoísta de Alfonso López Michelsen, una voluntad más bien de aliarse con el extranjero que de trabajar con sus compatriotas.
¿Cómo al gato, la ambición ‘mató’ a Lucas Caballero?
No, fue la inexperiencia, más que la ambición.
Y a todas estas, ¿cómo han reaccionado ante su investigación las familias involucradas, que siguen teniendo tanto poder como hace un siglo?
Yo sé que el periodista Antonio Caballero lo leyó como en tres días y lo apasionó, como es apenas lógico porque es la historia de su familia. Creo que les interesó, pero no ha habido ninguna consecuencia práctica hasta el momento. Él por lo menos no ha escrito sobre el libro y parece que se contentó con leerlo.
¿A quiénes les puede incomodar esta trama que usted saca a la luz pública?
A ciertas partes de la familia López Caballero, una rama que queda mal servida pero no por voluntad de servirlos mal sino porque se trataba de contar la historia. No es ganas de hundirlos, porque apenas soy un modesto escritor que no puede hundir a nadie. El libro es muy crítico de sus actitudes porque son criticables.
Me refiero a dos momentos estelares de la historia: criticable la alianza de Alfonso López Michelsen con los franco-belgas en contra del resto de la familia Caballero y del propio Lucas Caballero Barrera, que fue el prohombre de esta gesta. Eso fue muy poco noble. Y la fase de la quiebra, en la que se nota de manera clara que los accionistas mayoritarios, que en este momento son Juan Manuel López Caballero y Ernesto Michelsen Caballero, tienen toda la intención de quedarse con las tierras, que son unas 500 hectáreas bien ubicadas y con ganado, a costa de los derechos de los trabajadores. Esa es una cosa que me indigna, porque todos somos iguales y aunque no dudo que los López Caballero tengan sus derechos también, pero me parece de un egoísmo extremo haber querido quitar a los obreros lo poco que les quedaba. Y realmente les quedó poquito porque no se pudo parcelar la hacienda para repartirla en proporción a sus derechos, como lo planteaba el abogado Adalberto Carvajal. Ese hubiera sido el mejor regalo para personas que quedaron con indemnizaciones de un millón de pesos para veinte años de trabajo.
Más de 500 pensionados y obreros que tenían derechos, porque la fábrica no había contribuido a un fondo para las pensiones y la gente se quedó sin ellas. Una tragedia para gente que trabajó toda su vida en la fábrica y se quedó absolutamente sin ningún dinero.
¿Qué hizo por ellos el Incora?
Ese instituto jugó un papel muy maluco, porque se opuso diciendo que al repartir la tierra era darle a cada uno menos que la Unidad Agrícola Familiar (UAF), pero eso era un argumento absurdo, primero porque depende como uno trabaje la tierra y con sistemas hoy día de gran intensificación de la producción uno puede vivir con la poca tierra que le correspondiera a cada quien. Lo que se le ofreció a esa gente es morir de hambre, cuando hubieran podido vivir con un poco de tierra, aún con sistemas tradicionales pero con yuca y maíz al menos tenían con qué comer, mientras se mandaba toda esta cantidad de personas a la hambruna o a vivir de sus hijos. La humillación de haber trabajado toda la vida y depender de sus hijos para comer.
¿La fábrica de San José de Suaita es el ejemplo de que Santander no es terreno fértil para la industria?
El hecho es que no prospera. Ahora, que sea un destino, no lo creo. No creo en los destinos fatales; hay factores explicativos del por qué.
Santander puede tener no un gran futuro industrial pero sí a la altura de su importancia en la Nación.