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La Constitución de 1886, consolidada en el marco del período de la Regeneración, significó para muchos sectores sociales, especialmente los adentrados en las últimas décadas del siglo XX, un agotamiento de libertades individuales y de derechos colectivos, en algunos casos, que eran difíciles para una sana convivencia. Más allá de pararse desde dogmas confesionales y promulgar doctrinas conservadoras de manera exacerbada, en algún punto la Carta podía ser peligrosa para comunidades históricamente marginadas, como las negras.
Esta es la percepción que tiene Sergio Antonio Mosquera, historiador, investigador de culturas afroamericanas, especialmente afrocolombianas, y profesor de la Universidad Tecnológica de Chocó. Estas inquietudes y la constante necesidad de abolir el racismo con una postura estudiada e irrevocable llevaron a Mosquera a construir -entre 2006 y 2009- un centro de memoria “afrodiaspórica”, como él lo llama, para rastrear la trayectoria de los pueblos afros desde antes de la Colonia hasta las cicatrices locales en un marco de posconflicto.
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“La idea desde el comienzo fue estudiar la génesis del racismo en América. Este flagelo ha ido evolucionando y ha pasado desde lo propiamente biológico hasta las manifestaciones culturales y simbólicas. Por tal motivo es que queremos mostrar cómo nuestro pueblo ha cambiado a lo largo de la historia para entender, punto por punto, dónde están las inconsistencias que hoy tienen como resultado a un Estado que no le interesa contar nuestro lado de la historia”, afirma Mosquera.
Este centro de memoria, nombrado Muntú Bantú por su etimología, en la que “muntú” hace referencia a la región de África Central y a la espiritualidad de sus raíces, y “bantú” apela al ser humano que desciende del mismo dios, nació de un trabajo independiente de Mosquera que, al día de hoy, a pesar de la pandemia, tiene apoyo para darle visibilidad por parte de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El objetivo, insiste el profesor, es quitar la imagen de que el pueblo negro mendiga, sino que por el contrario construye su propia historia desde la valentía y el valor por lo colectivo.
“No queremos ser vistos como un museo. En estos lugares muchas veces hay más olvido que memoria y si quiero mostrar delitos gravísimos dentro de la historia, como la esclavitud o la comercialización de negros, debo tener presente que la historia se muestra completa y con recordación. Por eso siempre he tenido problemas con el Museo Nacional; ellos nos olvidan y cuentan la historia a su modo, desde los ojos de diferentes niveles del Estado que no quieren ver sus raíces africanas”, comenta Mosquera.
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Cada sala dentro del centro de memoria Muntú Bantú ocupa un piso completo del edificio, que ronda los 592 metros cuadrados. La primera es dedicada a aspectos generales de las raíces de la cultura afro: collares, formas de vestir, instrumentos icónicos como la tambora, animales sagrados, cuadros con las memorias de los viajes fluviales en los que fueron sacados de África hace casi siete siglos y arte abstracto sobre el origen del hombre.
La segunda sala es dedicada a la religiosidad y la influencia española y colonial que recayó sobre sus pueblos. La tercera ofrece cuadros etnohistóricos sobre sus cambios forzados de latitud, desde África a América. Y una cuarta sala que rememora la “antropofauna”, mediante la cual se muestran a los animales que acompañaron a los pueblos negros desde tiempos ancestrales.
En los cuadros y demás piezas que están en el lugar Mosquera busca desmitificar -a su manera- a precursores de la independencia patria, porque según él el racismo hay que estudiarlo desde esos tiempos y no solo quedándose en los actos nazis o en el apartheid en Sudáfrica.
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“Caldas, Torres y Pombo, tres payaneses blancos y conocidos como libertadores, también forjaron desde sus días ideas racistas, en las que camuflaron a una guerra de razas como una guerra de independencia. La gente a lo largo de la historia siguió con ese chip y la marginación siguió acaparando lugares públicos y privados durante casi toda nuestra corta historia. Solo por poner un ejemplo, está el caso de Quibdó, una ciudad que hoy es negra, pero que a comienzos del siglo XX, cuando era mestiza, no permitía el desarrollo de los pueblos negros, hasta que en 1934 Vicente Barrios Ferrer otorgó más libertades y dejó que las mujeres negras pudieran estudiar sin irse a otras ciudades”, relata Mosquera.
Si bien ahora el profesor ve con buenos ojos una parte de los frutos que ha dejado la Constitución de 1991, como la apertura cultural o la promulgación de derechos étnico-territoriales, insiste en que en esta época hay que tener cuidado con el racismo encubierto, con las expresiones que siguen buscando jerarquizar a la sociedad por escalas de color en la piel y que encuentran pretextos desde cualquier postura política o social para estereotipar pueblos e imponerse por encima de la dignidad de las personas.
“Después de tantas experiencias y tanta sangre derramada, todavía en el inconsciente de muchas personas en el país está la imagen de que el hombre negro es feo, estúpido y deshonrado. Muntú Bantú habla de nuestra lucha para que nuestra humanidad sea vista como lo que es: algo normal e igual al resto de la población”, agrega el historiador.
En los próximos meses, dependiendo de cómo avance la emergencia sanitaria por el coronavirus, las labores estarán concentradas en abrir dos salas nuevas en las que se ofrezcan un espacio y una puerta a la musicología afrocolombiana y a las expresiones feministas que se han desarrollado en sus pueblos. Mientras eso sucede, el objetivo será el de darle continuidad a la proyección de un pueblo, que al igual que otras minorías, ve las cicatrices del conflicto armado colombiano como la punta del iceberg de una historia hostil, que se ha tenido que reconstruir echando mano de iniciativas que propenden por el respeto, la identidad y visibilidad de la comunidad afrodescendiente.