Postal de San Andrés de Tumaco
El Espectador recorrió la isla y se encontró con un panorama desolador: sus barrios marginales viven sobre la basura mientras la amenaza de los violentos sigue más latente que nunca.
Juan David Laverde Palma/ Tumaco, Nariño
Tumaco huele a berrinche. Las 71 toneladas de basura que a diario vomitan sus 180 mil habitantes le otorgan a los aires circulares del puerto nariñense ese aroma inconfundible que despiden las letrinas. El tumaqueño promedio ni se da por enterado. Ni le va ni le viene que huela distinto. Su olfato parece estar diseñado ya para soportar sin mayores esfuerzos esos efluvios y otros peores, anidados estos últimos en los barrios marginales del municipio, que son casi todos. Una nariz foránea, en cambio, apenas si puede respirar en aquellos arrabales embasurados sin ocultar una arcada.
Nada nuevo, se diría. Ya parece un lugar común hablar del Tumaco miserable; del enclave cocalero; de las muertes que lo rondan casi a diario; del desgreño administrativo que por generaciones ha multiplicado la catástrofe social; del Tumaco que recibe la porción de desplazados más grande del Litoral Pacífico; del eje estratégico en que se convirtió desde hace décadas para que el narcotráfico desplegara sus siniestros tentáculos a sus anchas; de la ciudad en donde una de cada cinco personas no hace nada porque no hay trabajo; del territorio con unas tasas de natalidad absurdas. No sin razón se dice que los tumaqueños se reproducen como conejos.
El Espectador recorrió de pe a pa el puerto de San Andrés de Tumaco para conocer de buena tinta, más allá de las gélidas estadísticas, la tragedia que lo tiene sin salida. El fantasma del narcotráfico sigue latente, aunque las autoridades aseguren a pie juntillas que no como en otras épocas, cuando circulaban dólares a manos llenas en el comercio tumaqueño y la ‘traquetización’ se tragaba el puerto. “La seguridad se siente. Militares y policías patrullan la ciudad y sus alrededores, pero los muertos siguen apareciendo”, dice una autoridad municipal que “por seguridad” no quiso ser nombrada. Son 121 policías los encargados de velar porque la estela de sangre en el puerto se minimice. Pero los esfuerzos todavía se quedan cortos.
En 2007 fueron asesinadas 114 personas, entre ellas cuatro reinsertados. El último reporte de la Policía, de julio de este año, sostiene que la violencia ha segado la vida de 64 más. La explicación es atribuible a los ajustes entre narcos de antaño que se rehúsan a entregar el dominio del tráfico de estupefacientes en la isla. Los Rastrojos del desaparecido capo Wílber Varela, alias Jabón, son los mandamases de hoy en Tumaco. Heredaron dicho poder tras la entrega de armas y desmovilización del Bloque Libertadores del Sur de las autodefensas, entonces al mando de Guillermo Pérez Alzate, alias Pablo Sevillano, extraditado el pasado 13 de mayo a Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico.
Hugo Chacón, dueño de la Funeraria El Palmar, contrariamente sostiene que ya no da plata el negocio de la muerte. “Es más el estigma que otra cosa —dice—. Hay días en que no pasa nada, y se lo puedo probar con almanaque en mano. Apenas ayer trajeron un muchacho”. En abril, sin embargo, 18 personas fueron veladas y enterradas en las cuatro funerarias de Tumaco. Y sus decesos no fueron naturales. A diario —cuenta un oficial de la Policía— se decomisan medio centenar de armas blancas. La escena se sucede con monotonía, porque las cifras de estos hallazgos mantienen su promedio desde hace meses. Es lo único que pareciera mantener un equilibrio numérico en el puerto. “¡Valiente gracia!”, dice con sorna el taxista Edward Castillo, un mulato gastado por los años y atenazado por la estrechez.
“¿Sabe quién era un tipo amplio? Wenceslao Caicedo. Una vez lo transporté y tenía una llanta mala. Apenas terminé la carrera me dio 70 mil barras. ‘Cómprele una llanta al taxi que corcovea muy feo’, me dijo”. Castillo se refiere al narcotraficante tumaqueño que erigió un imperio criminal en el puerto. Su alias: W. Fue detenido en 2005 en Manta (Ecuador) y extraditado a Estados Unidos. Sobre él, como sobre casi todos los narcos en su región, se oyen historias como esta, en las que más parecen mansos Robin Hoods que peligrosos asesinos. La ‘narcoextravagancia’ de W es bien conocida en Tumaco: su residencia, conocida como La Casa Rosada, fue forrada en mármol de Carrara, y fue avaluada por las autoridades en $2.500 millones.
El Tumaco del arrabal
Doña Martina estaba tirada sobre las aguas embasuradas que circundan su desvencijado rancho de madera. A su lado flotaban desperdicios de toda naturaleza. Llantas. Canecas. Vasos desechables. Plástico. Mierda. Se quejaba de que el día anterior el diluvio le había tumbado unos maderos que funcionaban como su patio trasero. Sin ayuda intentó apilar las vigas para reacomodarlas, pero los años le ganaron. Un súbito mareo la tumbó y en medio de la inmundicia se sentó vencida. Sus manos enjutas se agarraron la cabeza en señal de desespero. Su pelo blanco era duro y rizado, como el de una esponja para fregar los platos. Sus vecinos del barrio Panamá la miraban sin inmutarse.
Tardó quince minutos para reunir algo de fuerzas y levantarse. Uno a uno fue midiendo sus pasos mientras apoyaba su mano izquierda sobre un madero de su casa. Sus pies se hundían, uno tras otro, en el lago de porquería que flotaba bajo su hogar. “Estoy ciega”, dice agotada una vez logra asomar a suelo firme. “Me duele la cadera, no veo nada. Hoy no he comido”. Tampoco lo había hecho Ana Patricia Solís, una mulata de 30 años y cuatro hijos. Dos ya se le murieron. Uno se ahogó. Tenía tres años. El otro se fue yendo a destiempos hasta que el hambre lo consumió. Dice ella que se levantó como se durmió, sin nada en el estómago. “Mi marido es conchero. Él trae la comida del día. A veces ni eso”.
Vive en El Morrito. Su espalda ya se acostumbró a la rigidez de la tabla. Duerme en el suelo. Tiene la base de una cama con cinco tablas que usa como tocador. Ahí apila de todo. “Mire”, dice mientras señala una hendija entre los roídos maderos que soportan su rancho. Se puede ver a un perro descarnado mientras olisquea y escarba en los desperdicios que flotan bajo su casa. “No hay trabajo, no hay qué hacer”, remata, y entonces se dispone a darle de comer a su hijo de un año, Daniel Miguel. “Ojalá pudiera amamantarlo de por vida, porque la comida no alcanza”. Y entonces se va. No se sabe cómo comen en estos barrios. Lo poco que consiguen a veces no pueden cocinarlo.
Julián Banguera, de la ONG Global Internacional, dice que en Tumaco la gente vive porque su estómago ya se adaptó a las bacterias que se tragan. “Si comieran limpio, yo creo que sus barrigas rechazarían esa comida”. Son afortunados, explica, aquellos que disfrutan dos raciones de comida. Afuera de la casa de Ana Patricia el panorama se repite invariablemente.
Unos niños juegan con billetes falsos de $5 mil, un marrano de engorde se nutre de lo que encuentra ahí botado, un anciano mutilado observa a la distancia el revuelo de otros viejos a quienes se les va el día jugando cartas y tomando cerveza. El mar allí es color petróleo. “Es natural”, dice Gladis, una líder comunal, “¿no ve que la gente ‘hace’ por ahí, donde puede?”.
Es curioso, sin embargo, que ranchos que están por venirse abajo tengan lujos que parecen excesivos. “Yo he visto techos de cinc sostenidos por parlantes enormes que pueden costar $1 millón. El tumaqueño es así. Acá la gente rumbea con cualquier peso. Desde que haya música y televisor a la gente se le olvida que no comió antier”. La frase es de un policía que prefirió no ser registrado. “Pese a las dificultades la gente va a la playa, se inventa paseos. No sé cómo hacen. Creo yo que ésa es una herencia ancestral del negro. En tiempos de la esclavitud el negro vivía al máximo porque en cualquier momento era vendido o se moría. Tal cual pasa aquí. El 90% de los tumaqueños son afros”, sostiene una autoridad municipal que también se amparó en el anonimato.
Una funcionaria de la Alcaldía puso el mejor ejemplo de la esencia de Tumaco. “Hace 10 años el Gobierno reubicó a muchas familias que hoy viven en los barrios más marginales y en las peores circunstancias. Las sacaron de allí, les dieron buenas casas, en cemento. Y ocurrió que al poco tiempo esas residencias habían sido vendidas por esta gente, que se regresó a sus ranchos. Es como si ser miserables fuera su escenario natural”. La funcionaria también solicitó no ser nombrada. Es como si causara urticaria hablar sin tapujos de las realidades sociales del puerto. “Es el temor que dejó el sello del narcotráfico”, explica Julián Banguera.
A la catástrofe su sumó la maldición de los palmicultores. Doce mil trabajadores fueron despedidos en el último año por la pudrición del cogollo de la palma africana, uno de los motores laborales en la isla. El 70% de las empresas de palma cerraron sus operaciones. Muchos optaron por el mototaxismo. Hoy más de 10 mil personas subsisten así. Otros buscaron mejor suerte como ‘raspachines’. Saben que Tumaco tiene más de 5 mil hectáreas sembradas de coca. La violencia persiste. Con estupefacta pesadumbre lo reconocen las autoridades. “Por el progreso de Tumaco, favor no orinar en este lugar, sea culto”, reza un cartel ubicado en la calle del Comercio del puerto. No se cumple. Allí sí que huele a berrinche.
Tsunamis, un riesgo permanente en Tumaco
Aunque esta población nariñense nació al lado del mar, en Tumaco el peligro más latente viene del agua. Un tsunami podría borrarlo por completo del mapa, así como dejar a sus pobladores en zozobra. Siete de cada diez habitantes de esta localidad viven en zona de riesgo. Los hogares del 53% podrían colapsar por el impacto de la ola, y otro 15% por la licuación de los suelos.
La Comisión Colombiana del Océano ha advertido que si se presentara un episodio de este tipo, Tumaco sería el más vulnerable de los municipios de la Costa Pacífica ante la furia de la marejada. Y es que los antecedentes del municipio no son alentadores: el 31 de diciembre de 1906 un maremoto desapareció casi todo el pueblo, y el 12 de diciembre de 1979 la historia se repitió.
Luego del pánico que provocó un sismo registrado en Perú el 15 de agosto de 2007, los tumaqueños le solicitaron al presidente Álvaro Uribe que su localidad fuera reubicada en una zona más segura. El Mandatario hizo lo mismo con Planeación Nacional, por lo que la entidad, a través del Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes), aprobó una partida para este proyecto.
Tumaco huele a berrinche. Las 71 toneladas de basura que a diario vomitan sus 180 mil habitantes le otorgan a los aires circulares del puerto nariñense ese aroma inconfundible que despiden las letrinas. El tumaqueño promedio ni se da por enterado. Ni le va ni le viene que huela distinto. Su olfato parece estar diseñado ya para soportar sin mayores esfuerzos esos efluvios y otros peores, anidados estos últimos en los barrios marginales del municipio, que son casi todos. Una nariz foránea, en cambio, apenas si puede respirar en aquellos arrabales embasurados sin ocultar una arcada.
Nada nuevo, se diría. Ya parece un lugar común hablar del Tumaco miserable; del enclave cocalero; de las muertes que lo rondan casi a diario; del desgreño administrativo que por generaciones ha multiplicado la catástrofe social; del Tumaco que recibe la porción de desplazados más grande del Litoral Pacífico; del eje estratégico en que se convirtió desde hace décadas para que el narcotráfico desplegara sus siniestros tentáculos a sus anchas; de la ciudad en donde una de cada cinco personas no hace nada porque no hay trabajo; del territorio con unas tasas de natalidad absurdas. No sin razón se dice que los tumaqueños se reproducen como conejos.
El Espectador recorrió de pe a pa el puerto de San Andrés de Tumaco para conocer de buena tinta, más allá de las gélidas estadísticas, la tragedia que lo tiene sin salida. El fantasma del narcotráfico sigue latente, aunque las autoridades aseguren a pie juntillas que no como en otras épocas, cuando circulaban dólares a manos llenas en el comercio tumaqueño y la ‘traquetización’ se tragaba el puerto. “La seguridad se siente. Militares y policías patrullan la ciudad y sus alrededores, pero los muertos siguen apareciendo”, dice una autoridad municipal que “por seguridad” no quiso ser nombrada. Son 121 policías los encargados de velar porque la estela de sangre en el puerto se minimice. Pero los esfuerzos todavía se quedan cortos.
En 2007 fueron asesinadas 114 personas, entre ellas cuatro reinsertados. El último reporte de la Policía, de julio de este año, sostiene que la violencia ha segado la vida de 64 más. La explicación es atribuible a los ajustes entre narcos de antaño que se rehúsan a entregar el dominio del tráfico de estupefacientes en la isla. Los Rastrojos del desaparecido capo Wílber Varela, alias Jabón, son los mandamases de hoy en Tumaco. Heredaron dicho poder tras la entrega de armas y desmovilización del Bloque Libertadores del Sur de las autodefensas, entonces al mando de Guillermo Pérez Alzate, alias Pablo Sevillano, extraditado el pasado 13 de mayo a Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico.
Hugo Chacón, dueño de la Funeraria El Palmar, contrariamente sostiene que ya no da plata el negocio de la muerte. “Es más el estigma que otra cosa —dice—. Hay días en que no pasa nada, y se lo puedo probar con almanaque en mano. Apenas ayer trajeron un muchacho”. En abril, sin embargo, 18 personas fueron veladas y enterradas en las cuatro funerarias de Tumaco. Y sus decesos no fueron naturales. A diario —cuenta un oficial de la Policía— se decomisan medio centenar de armas blancas. La escena se sucede con monotonía, porque las cifras de estos hallazgos mantienen su promedio desde hace meses. Es lo único que pareciera mantener un equilibrio numérico en el puerto. “¡Valiente gracia!”, dice con sorna el taxista Edward Castillo, un mulato gastado por los años y atenazado por la estrechez.
“¿Sabe quién era un tipo amplio? Wenceslao Caicedo. Una vez lo transporté y tenía una llanta mala. Apenas terminé la carrera me dio 70 mil barras. ‘Cómprele una llanta al taxi que corcovea muy feo’, me dijo”. Castillo se refiere al narcotraficante tumaqueño que erigió un imperio criminal en el puerto. Su alias: W. Fue detenido en 2005 en Manta (Ecuador) y extraditado a Estados Unidos. Sobre él, como sobre casi todos los narcos en su región, se oyen historias como esta, en las que más parecen mansos Robin Hoods que peligrosos asesinos. La ‘narcoextravagancia’ de W es bien conocida en Tumaco: su residencia, conocida como La Casa Rosada, fue forrada en mármol de Carrara, y fue avaluada por las autoridades en $2.500 millones.
El Tumaco del arrabal
Doña Martina estaba tirada sobre las aguas embasuradas que circundan su desvencijado rancho de madera. A su lado flotaban desperdicios de toda naturaleza. Llantas. Canecas. Vasos desechables. Plástico. Mierda. Se quejaba de que el día anterior el diluvio le había tumbado unos maderos que funcionaban como su patio trasero. Sin ayuda intentó apilar las vigas para reacomodarlas, pero los años le ganaron. Un súbito mareo la tumbó y en medio de la inmundicia se sentó vencida. Sus manos enjutas se agarraron la cabeza en señal de desespero. Su pelo blanco era duro y rizado, como el de una esponja para fregar los platos. Sus vecinos del barrio Panamá la miraban sin inmutarse.
Tardó quince minutos para reunir algo de fuerzas y levantarse. Uno a uno fue midiendo sus pasos mientras apoyaba su mano izquierda sobre un madero de su casa. Sus pies se hundían, uno tras otro, en el lago de porquería que flotaba bajo su hogar. “Estoy ciega”, dice agotada una vez logra asomar a suelo firme. “Me duele la cadera, no veo nada. Hoy no he comido”. Tampoco lo había hecho Ana Patricia Solís, una mulata de 30 años y cuatro hijos. Dos ya se le murieron. Uno se ahogó. Tenía tres años. El otro se fue yendo a destiempos hasta que el hambre lo consumió. Dice ella que se levantó como se durmió, sin nada en el estómago. “Mi marido es conchero. Él trae la comida del día. A veces ni eso”.
Vive en El Morrito. Su espalda ya se acostumbró a la rigidez de la tabla. Duerme en el suelo. Tiene la base de una cama con cinco tablas que usa como tocador. Ahí apila de todo. “Mire”, dice mientras señala una hendija entre los roídos maderos que soportan su rancho. Se puede ver a un perro descarnado mientras olisquea y escarba en los desperdicios que flotan bajo su casa. “No hay trabajo, no hay qué hacer”, remata, y entonces se dispone a darle de comer a su hijo de un año, Daniel Miguel. “Ojalá pudiera amamantarlo de por vida, porque la comida no alcanza”. Y entonces se va. No se sabe cómo comen en estos barrios. Lo poco que consiguen a veces no pueden cocinarlo.
Julián Banguera, de la ONG Global Internacional, dice que en Tumaco la gente vive porque su estómago ya se adaptó a las bacterias que se tragan. “Si comieran limpio, yo creo que sus barrigas rechazarían esa comida”. Son afortunados, explica, aquellos que disfrutan dos raciones de comida. Afuera de la casa de Ana Patricia el panorama se repite invariablemente.
Unos niños juegan con billetes falsos de $5 mil, un marrano de engorde se nutre de lo que encuentra ahí botado, un anciano mutilado observa a la distancia el revuelo de otros viejos a quienes se les va el día jugando cartas y tomando cerveza. El mar allí es color petróleo. “Es natural”, dice Gladis, una líder comunal, “¿no ve que la gente ‘hace’ por ahí, donde puede?”.
Es curioso, sin embargo, que ranchos que están por venirse abajo tengan lujos que parecen excesivos. “Yo he visto techos de cinc sostenidos por parlantes enormes que pueden costar $1 millón. El tumaqueño es así. Acá la gente rumbea con cualquier peso. Desde que haya música y televisor a la gente se le olvida que no comió antier”. La frase es de un policía que prefirió no ser registrado. “Pese a las dificultades la gente va a la playa, se inventa paseos. No sé cómo hacen. Creo yo que ésa es una herencia ancestral del negro. En tiempos de la esclavitud el negro vivía al máximo porque en cualquier momento era vendido o se moría. Tal cual pasa aquí. El 90% de los tumaqueños son afros”, sostiene una autoridad municipal que también se amparó en el anonimato.
Una funcionaria de la Alcaldía puso el mejor ejemplo de la esencia de Tumaco. “Hace 10 años el Gobierno reubicó a muchas familias que hoy viven en los barrios más marginales y en las peores circunstancias. Las sacaron de allí, les dieron buenas casas, en cemento. Y ocurrió que al poco tiempo esas residencias habían sido vendidas por esta gente, que se regresó a sus ranchos. Es como si ser miserables fuera su escenario natural”. La funcionaria también solicitó no ser nombrada. Es como si causara urticaria hablar sin tapujos de las realidades sociales del puerto. “Es el temor que dejó el sello del narcotráfico”, explica Julián Banguera.
A la catástrofe su sumó la maldición de los palmicultores. Doce mil trabajadores fueron despedidos en el último año por la pudrición del cogollo de la palma africana, uno de los motores laborales en la isla. El 70% de las empresas de palma cerraron sus operaciones. Muchos optaron por el mototaxismo. Hoy más de 10 mil personas subsisten así. Otros buscaron mejor suerte como ‘raspachines’. Saben que Tumaco tiene más de 5 mil hectáreas sembradas de coca. La violencia persiste. Con estupefacta pesadumbre lo reconocen las autoridades. “Por el progreso de Tumaco, favor no orinar en este lugar, sea culto”, reza un cartel ubicado en la calle del Comercio del puerto. No se cumple. Allí sí que huele a berrinche.
Tsunamis, un riesgo permanente en Tumaco
Aunque esta población nariñense nació al lado del mar, en Tumaco el peligro más latente viene del agua. Un tsunami podría borrarlo por completo del mapa, así como dejar a sus pobladores en zozobra. Siete de cada diez habitantes de esta localidad viven en zona de riesgo. Los hogares del 53% podrían colapsar por el impacto de la ola, y otro 15% por la licuación de los suelos.
La Comisión Colombiana del Océano ha advertido que si se presentara un episodio de este tipo, Tumaco sería el más vulnerable de los municipios de la Costa Pacífica ante la furia de la marejada. Y es que los antecedentes del municipio no son alentadores: el 31 de diciembre de 1906 un maremoto desapareció casi todo el pueblo, y el 12 de diciembre de 1979 la historia se repitió.
Luego del pánico que provocó un sismo registrado en Perú el 15 de agosto de 2007, los tumaqueños le solicitaron al presidente Álvaro Uribe que su localidad fuera reubicada en una zona más segura. El Mandatario hizo lo mismo con Planeación Nacional, por lo que la entidad, a través del Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes), aprobó una partida para este proyecto.