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Darién: Pensaba que el que quiere puede, pero ahí el que no puede se muere

Ana Caridad Barrios, de 32 años, cruzó el Tapón del Darién con tres meses de embarazo y sin los recursos para pagar a un coyote.

19 de octubre de 2022 - 11:07 p. m.
Imagen de referencia. "En el camino vimos a un chino que ya no podía más, tenía esos pies hinchadísimos, grandísimos, rotos. Estaba en la orilla del río. Mi grupo llegó y trató de ayudarlo, pero no podían con él, era muy pesado", dijo Ana.
Imagen de referencia. "En el camino vimos a un chino que ya no podía más, tenía esos pies hinchadísimos, grandísimos, rotos. Estaba en la orilla del río. Mi grupo llegó y trató de ayudarlo, pero no podían con él, era muy pesado", dijo Ana.
Foto: Agencia EFE
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Alrededor de 100.000 migrantes venezolanos han cruzado este año el Tapón del Darién con la idea de llegar al norte del continente, lo que no solo ha aumentado sus vulnerabilidades, sino que además desató en los últimos días una crisis humanitaria en Necoclí, donde más de 8.000 personas llegaron a estar represadas a la espera de transporte que los llevara a la entrada de la peligrosa selva.

Lea: Relatos del Darién: “el infierno se queda corto frente a lo que pasé en la selva”

Las alertas se han dado por diversas circunstancias. Desde la Defensoría del Pueblo se ha venido advirtiendo el aumento de menores de edad haciendo el recorrido -este año más de 4.000 han cruzado el Darién-, así como de niños y jóvenes solos, entendidos como aquellos que no viajan con sus padres sino con parientes lejanos o vecinos

Aunque en los últimos días, organizaciones y personerías en Urabá han reportado un descenso de los venezolanos, que han optado por regresar a sus lugares de origen ante las nuevas restricciones que impuso Estados Unidos, hay quienes no han podido salir de la zona por falta de recursos, mientras que otros deciden arriesgarse o consideran que cumplen con las condiciones, por lo que para la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) “no es clara la manera como podrían evolucionar estos movimientos mixtos en el futuro y si este efecto será permanente o temporal”.

Lo cierto es que las difíciles condiciones de la selva son las que mejor retratan la situación de los venezolanos que deciden migrar. Este es uno de los testimonios recogidos por Médicos Sin Fronteras en uno de sus puntos habilitados en el Darién panameño, a donde llegan los migrantes una vez termina su travesía por la selva.

La historia de Ana Caridad Barrios

Salí de Venezuela 25 días atrás porque estaba pasando hambre, a veces comía solo una vez al día. Comencé entonces a escuchar sobre la vida en Estados Unidos y “el sueño americano” y pensé: yo me voy también y así ayudo a mi mamá que sufre de los riñones y no tiene para comprar su tratamiento.

Cuando dije en mi casa que iba a cruzar el Darién (selva que separa a Colombia de Panamá), me preguntaron que si estaba loca. El papá de mi bebé se quedó en Venezuela. Yo le dije: “Vámonos a Estados Unidos”. Y él: “Espera, espera”. No quise esperar más y aquí estoy. Voy vía al norte. Cuando llegue allá tengo que buscar la manera de aprender a hablar inglés para buscar trabajo, y así poder ayudar a mi familia que se quedó en Venezuela.

Por mi casa yo vendía café, pan, dulce. Me decían “la turca”, porque vendía de todo. Iba guardando cualquier moneda que podía, hasta que completé 30 dólares para el primer pasaje, que era de Barquisimeto a San Antonio del Táchira. De ahí comencé a caminar. Caminé y caminé y pasé hasta Cúcuta, en Colombia.

Ahí empecé a pedir dinero para poder moverme: me daban aventones, una frutica, cualquier cosita… así fue hasta que llegué a Necoclí. Allá seguí pidiendo y logré juntar 120.000 pesos colombianos, nada más. Le rogué a los de las lanchas que me rebajaran el pasaje y ellos me ayudaron a llegar hasta Capurganá.

En Capurganá, si usted tiene plata, paga un guía y empieza a caminar con él. Yo no tenía plata, así que caminé varias horas hasta que llegué a un refugio de donde salía la gente hacia Panamá. Cuando vi que estaban todos los grupos de personas migrantes listas para salir con los guías, me les fui detrás.

Pasé ocho días caminando. Esa selva es fea. Había momentos en que andábamos y andábamos y llegábamos al mismo sitio. Caminábamos dos horas y cuando volvíamos a ver nos encontrábamos con la misma bolsa negra que estaba en un palo en el punto de salida. Llegábamos al mismo lugar. Estábamos mal. El calor me tenía desesperada, me daban ganas de vomitar. Me hice una herida en el pie, pero era por el cansancio. Yo no dormí bien ahí, quién va a dormir bien ahí. Eso fue una pesadilla.

Esa selva es fea. Eso es horrible. Uno ve muchas cosas, escucha muchas cosas. Ahí violan, ahí matan. Yo vi un muerto tirado en el río. Vi el cuerpo sin cabeza, sin piel, ya estaba deshaciéndose. Son muchas cosas feas las que uno ve y oye. A unas mujeres las querían violar y entonces el marido se puso a pelear con los encapuchados y lo mataron. A él lo mataron y a las mujeres igual las violaron. Gracias a Dios, en ese momento yo iba adelantada en la vía y me enteré cuando llegaron después y me contaron.

Esa selva es fea. Ahí el que no puede, se muere. En el camino vimos a un chino que ya no podía más, tenía esos pies hinchadísimos, grandísimos, rotos. Estaba en la orilla del río. Mi grupo llegó y trató de ayudarlo, pero no podían con él, era muy pesado. Entonces lo que hicieron fue que lo levantaron y lo pusieron más arriba por si crecía el río. Le dejaron una carpa, una cocinita, comida y medicamentos para que cuando él se sintiera bien, pudiera continuar.

A alguien que quiere cruzar, yo le diría que uno tiene que ser muy valiente porque esto es muy feo. Cuando andas por el pantano, crees que no vas a salir. Si te desesperas, es peor. Yo antes de pasar veía videos, los buscaba en Tik Tok, ahí salen muchas cosas. Yo pensaba que el que quiere, puede. Pero la verdad es que lo que uno vive ahí es feo. Cuando uno va caminando y ve un cuerpo ahí tirado, piensa en que sus familiares lo están esperando también, uno siente una tristeza muy grande, a uno se le arruga el corazón. Ahí es cuando tienes que ser más valiente.

Yo venía con alguna ropita y con alguna comidita, pero no traía tantas cosas. La comida no me alcanzó para todo el camino, pero siempre hay alguien que Dios manda y que te ayuda con algo, aunque sea un paquetico de dulces. Cuando logré cruzar, los de migración me dieron comida. Luego, en el puesto de Médicos Sin Fronteras, los médicos me examinaron, para ver que todo estuviese bien con mi bebé. Ahora voy a continuar mi camino.

En Venezuela yo sentía que no tenía futuro. El dinero se me iba todo en comida. Si tenía, por ejemplo, 20 dólares, eran para comprar comida. Pero uno necesitaba también que si para unos zapatos, para un desodorante o para una medicina. Si uno en el momento no tiene para comprar una pastilla, se muere del dolor. Yo sé que en Estados Unidos uno gana y uno gasta, pero si me queda algo de dinero, será de gran ayuda para mandarle a la familia. Cuando llegue tengo que buscar quién me ayude, siempre hay alguien que lo ayuda a uno. Cada día me doy ánimo y no me permito deprimirme. Mientras uno tenga vida y salud, hay que seguir.

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