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Sesenta años de la tragedia del marinero Velasco

El 28 de febrero de 1955 ocho tripulantes de la nave ARC Caldas, de la Armada Nacional, cayeron al mar. La historia del único sobreviviente, Luis Alejandro Velasco, se convirtió en una de las creaciones más emblemáticas de Gabriel García Márquez. La obra desató un lío jurídico.

Óscar Alarcón Núñez, Especial para El Espectador
28 de febrero de 2015 - 02:38 a. m.
El marinero Luis Alejandro Velasco, sobreviviente del naufragio de la nave ARC Caldas, de la Armada Nacional, durante su llegada a Bogotá en marzo de 1955.  /Fotos: Archivo El Espectador
El marinero Luis Alejandro Velasco, sobreviviente del naufragio de la nave ARC Caldas, de la Armada Nacional, durante su llegada a Bogotá en marzo de 1955. /Fotos: Archivo El Espectador
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No sabía quién era Luis Alejandro Velasco y menos si era marinero, político o futbolista. Jamás lo había oído mencionar y mucho menos conocía que García Márquez, cuya gloria literaria comenzaba a crecer en 1968, hubiera escrito sobre ese personaje. Estaba comenzando a hacer periodismo en El Espectador y por eso me llamó la atención la petición que me hacía Mercedes. Con ella y con Gabo habíamos departido semanas antes en la Costa y en Bogotá, antes de viajar ellos a Barcelona en donde iban a fijar su residencia. En una carta del 8 de diciembre de 1968, Mercedes me decía: “Estoy interesada en tener las crónicas que Gabito publicó en El Espectador sobre el marinero Velasco; no sé si será posible conseguirlas y que tú me las mandes lo más pronto posible”.

Antes de ir al archivo le pedí ilustración a don Guillermo Cano y a don José Salgar. Me hablaron que era un marinero que había sobrevivido a una aventura en el mar, que Gabo, como reportero, había elaborado una serie de crónicas que tuvieron gran acogida entre los lectores, que aumentó la circulación del periódico y que lo que allí se reveló no gustó al gobierno de la dictadura de Rojas Pinilla.

Luis Alejandro Velasco fue el único sobreviviente del naufragio de la nave ARC Caldas, de la Armada Nacional, cuando con otros siete marineros más cayeron al mar durante una tormenta producida a escasas dos horas para llegar a Cartagena. La nave siguió con el resto de tripulantes con quienes llegaron a puerto el 28 de febrero de 1955, hace 60 años, y con la mala noticia de que siete de sus compañeros habían caído al mar. La nave había zarpado cuatro días antes de Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para su reparación reglamentaria.

Las crónicas aparecieron durante catorce días seguidos en El Espectador, en igual número de capítulos, y ante la gran acogida que tuvo entre el público lector, se hizo necesario hacer un suplemento especial que las reunió todas (28 de abril de 1955), en donde además de los textos había avisos publicitarios en donde aparecía el héroe marinero tomando fécula El León, mostrando relojes, zapatos y toda clase de artículos para demostrar la bondad de los mismos, aun en los más difíciles momentos, como los que acaba de sufrir el marinero.

Como en 1968 las fotocopiadoras aún no se habían terminado de inventar, para atender la solicitud de Mercedes, al suscrito le tocó durante varias noches, con la ayuda de una secretaria —al final de cada jornada laboral—, digitar cada una de las crónicas para hacérselas llegar “lo más pronto posible” a Barcelona.

El cuento de la aventura

Luis Alejandro Velasco, solo, en el mar, estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de belleza, hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. Así resumió García Márquez esa aventura que con menos palabras se conoce como ‘ Relato de un náufrago’.

Después de su desgracia llegó Velasco exhausto a la playa de Urabá, insolado pero recuperable. Estuvo recluido en el Hospital Naval de Cartagena. Un periodista disfrazado de médico pudo burlar la seguridad, pero no logró sacarle mayor información sobre su aventura.

Días después, cuando el marinero pudo desplazarse con libertad, sin las ataduras a las que estaba sometido y que le impedían expresarse como lo deseaba, llegó ante el director de El Espectador, don Guillermo Cano. Estaba dispuesto a contar su aventura completa. Llamó a su cronista estrella, García Márquez, pero éste se mostró escéptico sobre el valor periodístico. Cano despachó al personaje, pero luego de reflexionar ordenó al portero del edificio que le mandara al náufrago de regreso.

Al cronista le tocó aceptar la orden perentoria de su jefe. Así lo cuenta Gabo en Vivir para contarla: “No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido, pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral, pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquella fue una determinación casual, pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre. Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas”.

Durante 20 días, García Márquez se sentó con el marinero, tomaba notas y le soltaba preguntas tramposas tratando inútilmente de encontrar contradicciones en el relato. Cuando le pidió que describiera la tormenta, Velasco respondió: “Es que no había tormenta”.

“Esta revelación —contó García Márquez— implicaba tres faltas enormes: primera, estaba prohibido transportar carga en un destructor; segunda, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar para rescatar a los náufragos, y tercera, era carga de contrabando: neveras, televisores, lavadoras. Estaba claro que el relato, como el destructor, llevaba también mal amarrada una carga política y moral que no habíamos previsto”.

Años después de publicadas las crónicas en El Espectador fue cuando Mercedes me hizo la solicitud para que se las hiciera llegar. Tocó mecanografiarlas. Gabo se las entregó a su amiga Beatriz de Maura para que se publicaran en forma de libro en la editorial Tusquets, en una colección denominada Cuadernos Marginales, en donde aparecieron también trabajos de escritores consagrados, no necesariamente de obras por las que eran conocidos. Por eso se llamaban “marginales”. Allí publicaron trabajos de Becket, Zola, Freud, Lezama Lima, Budelaire, entre otros.

En el prólogo del libro García Márquez hizo la siguiente advertencia, porque las crónicas del marinero aparecían por primera vez con el nombre del escritor y no con el de Luis Alejandro Velasco, como las había publicado El Espectador:

“Me deprime la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con que está firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de moda. Por fortuna, hay libros que no son de quien los escribe sino de quien lo sufre, y este es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible”.

Derechos de autor

No le faltaron al marinero Velasco los abogados que le llenaron la cabeza de cálculos exóticos sobre las regalías del libro. Eso lo condujo a que demandara a la editorial y por consiguiente a García Márquez ante el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá, entonces a cargo del hoy magistrado de la Corte Constitucional, Luis Ernesto Vargas Silva.

Según Carmen Balcells, la agente literaria de García Márquez, “a mí siempre me pareció un acto de vanidad regalarle los derechos a otro. Sucede que, a raíz del Nobel, Velasco —aconsejado de un abogado— se subió a la condición de escritor y quiso decidir él cuestiones sobre adaptaciones cinematográficas, traducciones, etcéteras. Si se hubiera quedado callado, habría seguido cobrando”.

Es que las disputas tristes nunca faltan. La demanda la presentó por intermedio del abogado Guillermo Zea Fernández y García Márquez se hizo representar por Alfonso Gómez Méndez. En la diligencia, en donde se debía determinar quién era el autor de los textos del libro, el hábil exprocurador, exfiscal y exministro, haciendo gala de sus amplios conocimientos procesales, le pidió a Velasco que hiciera un escrito para comprobar la similitud de esa redacción con el estilo literario de las crónicas del marinero. Por supuesto no fue capaz, circunstancia que determinó el fin de la demanda, la orden de suprimir el párrafo final del prólogo en las ediciones sucesivas y la decisión de no pagar a Luis Alejandro Velasco ni un centavo más de los derechos de autor que, por su propia voluntad, tomó García Márquez. Desde entonces, también por orden del escritor, esos derechos pasaron a una institución docente. El fallo se produjo en febrero de 1994.

Según un libro de reciente aparición en España, Aquellos años del boom, escrito por Xavi Ayén, el Relato de un náufrago ha sido uno de los libros más vendidos de García Márquez: diez millones de ejemplares.

Las vidas de un gato

Luis Alejandro Velasco, de origen humilde, pasó su infancia y juventud en el barrio Olaya de Bogotá. Hizo estudios de bachillerato en el nocturno del Colegio San Bartolomé y estudió economía, también con muchas dificultades, después de su tragedia del ARC Caldas. Fue una persona que tuvo tantas vidas como un gato. Además del naufragio fue víctima de un grave accidente en la avenida El Dorado de Bogotá en un microbús de su propiedad que lo tuvo varios meses hospitalizado.

En 1971, cuando el suscrito era reportero de El Espectador, se lo encontró hospitalizado en el Instituto de Cancerología y tuvo oportunidad de hacerle un reportaje que apareció publicado en primera página el 30 de junio de 1971. Cuando lo visité no se precisaba la enfermedad. En el Hospital Militar le habían hecho una operación para extraerle un quiste cerca de la aorta y luego el bazo. Según entonces declaró la esposa, Blanca Liévano de Velasco, tenía una afección en los ganglios y los médicos diagnosticaban que todo podría ser consecuencia de lo que sufrió en alta mar en 1955.

Por esos días García Márquez se encontraba en Colombia y fue escogido como oferente de un homenaje que los periodistas le tributaron, en el famoso Campo Villamil (donde se jugaba tejo), al poeta León de Greiff. Según le declaró al suscrito el marinero Velasco, tenía todos los deseos de concurrir al acto para saludar a Gabo después de tantos años de no verlo, pero su estado de salud se lo impidió. La verdad es que después de las lejanas jornadas en que le contó al escritor su aventura, hace hoy 60 años, nunca más se volvieron a ver.

Desde su lecho de enfermo, antes de fallecer a los 66 años, Luis Alejandro Velasco, le pidió perdón a García Márquez por “haberlo perjudicado en su imagen”. Su fallecimiento, a consecuencia de un cáncer de pulmón, se produjo en Bogotá el 2 de agosto de 2000.

 

 

Por Óscar Alarcón Núñez, Especial para El Espectador

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