Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
No son, hasta el momento de escribir esta nota, suficientes los elementos de juicio sobre los asaltos a Simacota y a Chima, para inclinarse por una de las hipótesis que naturalmente suscita su ocurrencia, al lado de una tremenda consternación y de un vivo sentimiento de solidaridad humana con las víctimas, que, desde luego, no debe quedar reducido al marco de unas palabras de indignación y duelo. Parece, sí, que la salida de una cuadrilla osada y sin escrúpulos a la superficie, puede estar suministrando la oportunidad de un golpe de gracia contra sus integrantes y acaso contra las fuerzas que tras ellos se mueven. Sobre tal base se levanta el reclamo de acción a los encargados de imponer el orden, quienes han logrado en los últimos años fundamentales triunfos pero saben y reconocen la subsistencia de focos de alta peligrosidad en los propios campos, aparte de que tiene que vérselas, ahora, con nuevas y monstruosas modalidades del delito, distintas seguramente de las que “tipificaron la violencia colombiana”, pero resaca de una misma marea disolvente.
Solo resalta, de entre las noticias aún confusas, la magnitud del crimen y la pasmosa degeneración moral de quienes lo cometieron. Otra vez el Estado colombiano ha sido, más que tomado por sorpresa, desafiado rampantemente por enemigos contumaces, y solo puede salir airoso afrontando y ganando, en nombre de la sociedad, la batalla.
En los penosos casos que hoy turban el ánimo de los colombianos de bien, se incurrió en lo que podría llamarse un sacrilegio civil, al utilizar los desalmados, como sinónimo, el nombre de uno de los precursores de la libertad y de la República. Qué haya en el fondo, si un pérfido truco de simulación empleado por cuadrillas empleadas, de antigua data, en sembrar la desolación en tierras de Santander y Boyacá, o si un cínico balón de ensayo de la “violencia revolucionaria”, es cuestión que queda por establecer, y que no será indiferente para el buen éxito de la acción de las Fuerzas Armadas y de la justicia, aun cuando, en cualquiera de los extremos de la alternativa, tendrá que motivar una sanción ejemplarizante. En cualquiera de los casos hay —es lo único de que podemos estar seguros — un propósito en marcha contra la sociedad: y unos u otros los agresores, han sometido a las autoridades a una prueba que admite pocas comparaciones con las de los numerosos y variados brotes de subversión y de vesania de estas épocas.
Es la hora de demostrar que la paz y la reconstrucción nacionales, con tanto esfuerzo procuradas desde el instante en que el país acometió la rectificación de sus locuras colectivas que lo ensangrentaron y humillaron, no están a merced de la voluntad de cualquier cuadrilla de depredadores, sea que persiga la muerte y la desolación sin explicaciones complementarias, o que inspire su acción en motes y falacias ideológicas como los que encubren los lemas grabados por los asaltantes de Simacota y Chima en los escenarios de sus fechorías. Bien que haya efectivos hilos de comunicación e identidad entre ellos y los que ya han patrocinado tropelías de diverso calibre actuando como “Ejército de Liberación Nacional”, a la usanza y según la inspiración de los vicarios del terror castrista en Venezuela —allí repudiados valerosamente por un acto de presencia democrática de las mayorías populares—, bien que se trate de un subterfugio de otros bandidos, la oportunidad, en medio de sus trágicos matices, favorece una definición que le aclare al país el terreno que pisa, y los enemigos que tiene por delante, en lo que hace a la seguridad y a la preservación de sus mejores conquistas.
Queremos estar ciertos de que el Gobierno, en sus diversos niveles y en sus sectores civiles y militares, ha entendido en tales términos el reto, y que ha de proceder en consecuencia y de saber convocar en debida forma la colaboración de las poblaciones santandereanas afectadas y puestas sobre el borde de los más espeluznantes peligros por los autores de los asaltos de ayer.