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Era 7 de octubre de 1997 y Sofía De la Hoz estaba acostada en posición fetal en la cama que compartía hacía tres años con Rito Pico, su pareja, esperando su regreso como cualquier otro día. Una sábana delgada, propia de las cálidas noches barranquilleras, le cubría la cara y el cuerpo, la acompañaba en la espera. “Esto va para largo”, pensó, sin llegar a imaginar lo que se avecinaba.
La última semana de marzo de 2003, a más de 2.000 kilómetros de la cama de Sofía, en el páramo de Sumapaz, a Martha Sánchez y sus dos hijos les aguardaba el mismo destino. Estaban acostados boca abajo con un colchón encima como refugio contra las balas, al lado de una mujer que a regañadientes les permitió refugiarse en su casa. Habían viajado hasta la zona porque Jorge Barrero o Nacho, esposo de Martha y papá de Harold y Dilan, tenía muchas ganas de verlos. El sonido de la guerra se mezclaba con los gritos de los niños. “Hasta aquí llegamos”, pensó ella mientras les tapaba la boca para evitar que los escucharan. Esa noche no llegó la muerte, aunque por muchos años Martha deseó que así hubiera sido, pero sí fue el inicio de una búsqueda que aún no termina.
No hubo ni regreso, ni encuentro. Martha y Sofía forman parte de los centenares –y seguramente miles– de familias de combatientes de las antiguas FARC desaparecidos en medio de la confrontación armada, que a pesar de todo, siguen en la búsqueda de sus seres queridos, estén vivos o muertos. Una búsqueda singular porque si los dolientes de las más de 111.640 personas desaparecidas que dejó el conflicto (cifra de desapariciones previas a 2016, según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas –UBPD–) se enfrentan a un sinnúmero de dificultades, estas familias son además señaladas con el índice cada vez que preguntan por el paradero de personas como Rito y Jorge, por haber sido miembros de un grupo guerrillero que participó en las hostilidades en el conflicto armado colombiano.
Las cifras en estos casos de desaparición son menos exactas aún que las generales, pero la UBPD indica que entre las más de 32.988 solicitudes que tiene para emprender labores propias de su misión, cerca de 1.106 corresponden a gente que habría estado vinculada a diversos bloques, frentes y columnas de la extinta guerrilla que firmó el Acuerdo de Paz con el gobierno de Juan Manuel Santos en 2016.
El duelo clandestino y la búsqueda negada
“Tuya es la muerte, amor, como es mío el dolor de no tenerte, como es mía la angustiosa tristeza de nunca más tener en mis manos las tuyas (…) Que sin ti todo se deshizo, que tuve que cansarme de llorar, de embriagarme, de cantarle a mi soledad y recoger los pedazos minúsculos en que mi vida quedó…”
Así dice una de las tantas cartas dirigidas a Rito durante los casi 27 años de espera. Sofía tuvo que escoger el aislamiento. Escribir para no tener que hablar. Hacer preguntas ponía en riesgo su vida y la de su familia, lo cual se sumaba a la persecución, el señalamiento institucional y el escarnio público. “Yo tenía mucho miedo. ¿Cómo ibas a preguntar por alguien de las FARC en ese tiempo? No se podía. Era peor que el diablo para la mayoría de la sociedad”.
Rito nació en Bucaramanga, era papá, hijo, hermano, novio y guerrillero. Vivió en Barranquilla por muchos años como profesor y allí se conoció con Sofía, quien para ese entonces estudiaba en la Universidad del Atlántico y no paraba de escuchar las canciones de Silvio Rodríguez. Se enamoraron y dos meses después se fueron a vivir juntos. Ella lo describe como un hombre brillante y con un sentido del humor que exaltaba su simpatía y su facilidad para relacionarse con la gente. Cuando lo desaparecieron tenía 35 años y formaba parte de la Red Urbana de las Farc que operaba en esa ciudad.
“En diciembre de ese año (1997) desaparecen a otro de mis mejores amigos, José Ruiz. Entonces, los pocos en que podía confiar también estaban asustados. No hablaba con nadie, no sabía qué hacer y no confiaba. Era una situación muy caótica”, cuenta Sofía.
El duelo clandestino es una suerte obligada cuando se llora a alguien considerado enemigo del Estado y de quienes defienden el statu quo. En el 2002, un año antes de la desaparición de Jorge y a cinco años de la de Rito, las desapariciones forzadas en el país alcanzaron el pico más alto registrado hasta hoy, debido a la creación y el fortalecimiento de estructuras paramilitares, según la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Al mismo tiempo, el recién posesionado presidente Álvaro Uribe Vélez anunciaba, con su programa de gobierno Seguridad Democrática, que no escatimaría esfuerzos para combatir a las FARC.
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Jorge nació en el Pablo Neruda, un barrio a las afueras de Soacha. Era el quinto de seis hermanos, el hijo preferido de Alejandrina, el papá de Dilan y Harold, y el gran amor de Martha. Desde niño trabajó en los oficios heredados de la familia: vendía arepas de peto con su mamá y le ayudaba a su hermano en el taller de ornamentación. Tenía una zurda envidiable que lo llevó a jugar por un tiempo en la Liga de Fútbol de Cundinamarca.
Para ese momento ya era novio de Martha, la octava entre doce hijos, que fue parte de los pioneros de la Juventud Comunista (JUCO) en el Pablo Neruda y fue una de las mejores alumnas de su curso mientras pudo estudiar, porque entre las dificultades económicas de su hogar y las carencias de su barrio, terminó haciéndose miliciana a los 14 años. Luego Jorge ingresó a las FARC siguiendo a su novia del colegio. Su motricidad fina fue fundamental para darle control a la hora de mezclar químicos y conectar cables, lo que muy pronto le permitió destacarse como explosivista en la Red Urbana Antonio Nariño, a la que pertenecía cuando desapareció.
Ser una exmiliciana y buscar a un guerrillero desaparecido fue como pagar dos condenas a la vez. La última amenaza que recibió Martha fue el 14 de agosto de 2014. La seguían a todo lado. La esperaban en las esquinas y llamaban a las casas de quienes la conocían para hacer preguntas sobre Jorge, porque creían que ella sabía dónde estaba él. Tuvo que alejarse de su familia después de que empezaron a asediarlos. “Por culpa suya nos van a matar”, era la frase que le repetían una y otra vez cuando intentaba acercarse a ellos. “Yo nunca pude tener nada, yo compraba un colchoncito para los niños y todo me lo rompía la Policía o el Ejército en los allanamientos y por eso ya no me arrendaban en el barrio”, cuenta. Durante mucho tiempo no pudo conseguir trabajo y, en una ocasión, tuvo que sacar a los niños del colegio porque hombres desconocidos iban a preguntar por ellos.
“Para las esposas y las familias de los victimarios aquí no hay nada”, fue la respuesta que recibió Martha de la Fiscalía de Soacha cuando se acercó por primera vez, hace 22 años. Desde entonces han sido 44 denuncias, 10 pruebas de ADN, múltiples allanamientos por parte de la Policía y el Ejército, y ninguna certeza sobre el paradero del padre de sus hijos.
Jhon León, director de la Corporación Humanitaria Reencuentros, una organización conformada por firmantes del Acuerdo de Paz que se dedica a la búsqueda de personas dadas por desaparecidas, afirma que “la Fiscalía, entre otras cosas, tiene como función perseguir a quienes fueron parte de los adversarios del establecimiento y por esa vía las familias de los insurgentes también fueron criminalizadas y perseguidas. Por eso la displicencia a la hora de tramitar los casos de combatientes es total. Hay casos que no se mueven en décadas, no hay interés alguno en lograr ningún tipo de avance pese a que las mismas familias se vuelven buscadores profesionales y les llevan información”.
Lo paradójico, según ha constatado Reencuentros, es que muchas familias incluso deciden no buscar. Creen que porque su hermano o hermana, hija o padre ingresó a una organización insurgente, participó en el marco de las hostilidades o fue capturado en combate, es legítimo que le hayan desaparecido.
Pero el derecho internacional humanitario (DIH), encargado de limitar los efectos de los conflictos armados, es claro en que “no hay nada que excluya a integrantes de grupos armados de ser considerados como personas afectadas por la desaparición, y sus familias ciertamente son víctimas de este fenómeno”, explica Mariana Chacón, coordinadora jurídica del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Colombia. En ese sentido, el DIH reafirma el derecho a conocer el paradero de todas las personas.
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Ocho días antes de la desaparición de Jorge, Martha se comunicó por teléfono con él. “Por favor, tráigame a los niños que los quiero ver”, fue lo último que le dijo. Llegó a Nazaret, Cundinamarca, y la recibió un pueblo asustado y una noche de enfrentamientos entre el Ejército y las antiguas FARC. En esa ocasión Jorge salió vivo y, según los hallazgos de la UBPD, días más tarde, el 20 de abril del 2003, murió manipulando un explosivo. Martha aún no sabe si esa es la verdad, ni dónde está el cuerpo de Jorge, en caso de que haya muerto.
“Que te mataron, que ya no vuelves, que te picaron, que te estallaron. Que te volaste, que te casaste, que te importamos nada, que me dejaste…”, escribió Sofía en otra de sus cartas recogiendo las diversas versiones sobre la desaparición de Rito, que coinciden con las de Jorge. Múltiples “fábulas urbanas”, como las llama ella, que ha encontrado en conversaciones con exmiembros de las antiguas FARC, o teniendo sesiones con médiums, haciéndose lecturas de caracoles y buscando mensajes de los ángeles. Hoy Sofía decide creer la última versión que ha sido corroborada por el senador del Partido Comunes Carlos Antonio Lozada, según la cual a Rito lo capturaron y lo lanzaron al mar desde un helicóptero. En agosto del 2022 la UBPD confirmó que se trata de un caso de desaparición forzada, una violación al DIH y a los derechos humanos (DD. HH.) que registra alrededor de 121.768 víctimas en Colombia entre 1985 y 2016, según la CEV.
“Quiero hablar con Mancuso, preguntarle si sabe qué fue lo que pasó. Si fue el Ejército o los paramilitares, si es verdad esa desaparición así o no. Eso es lo que estamos buscando con Reencuentros, además de acciones legales que lleven al Estado a reconocer la responsabilidad, si es que la tiene. Sí, él tenía que responder ante el Estado por haber asumido la rebelión, pero ¿por qué lo tenían que desaparecer?”, dice Sofía.
Las dinámicas propias de la guerra hacen que la confusión y la incertidumbre se intensifiquen. Por un lado, al ingresar a una organización guerrillera hay que asumir una identidad clandestina. Rebautizarse con un seudónimo o varios. Renunciar a hablar de la vida que se tenía antes de portar el uniforme y el fusil, en pro de la seguridad individual y colectiva. En este escenario, la identidad se vuelve difusa y la información escasa. Por ejemplo, en muchas ocasiones a pesar de que las familias tengan datos relevantes sobre su desaparecido/a, como el nombre del bloque al que pertenecía o la región del país en la que estaba, la búsqueda se estanca al preguntar por estas personas usando su nombre de pila, porque nadie les conoce.
En segundo lugar, el destino de los cuerpos después de enfrentamientos, hostigamientos o bombardeos es incierto. “En muchas ocasiones no se sabía dónde quedaban las personas porque el Ejército tenía la práctica recurrente de levantar los cuerpos inertes o heridos de los combatientes de las FARC y llevárselos, a veces como trofeos de guerra”, afirma Jhon León. Pero cuando existía la posibilidad de recuperarlos y enterrarlos, el cementerio era algún lugar recóndito de la selva espesa al que ahora no se puede entrar o que se borró de la memoria del único testigo por el paso del tiempo.
La falta de información, la insuficiencia de recursos humanos, tecnológicos y económicos de las instituciones que se dedican a la búsqueda, la dificultad para acceder a algunos territorios por la presencia de grupos armados, y en algunas ocasiones la negativa de los responsables (grupos armados irregulares y fuerza pública) o de las autoridades a entregar información, provocan una búsqueda más desgastante, larga y dolorosa. Según Rafael Barrantes, coordinador adjunto de Protección del CICR en Colombia, “es responsabilidad de las autoridades buscar; no del CICR, no de las familias”, y los actores involucrados en la desaparición, aunque no necesariamente sean perpetradores, también tienen el deber de entregar información que ayude a esclarecer la suerte de las personas desaparecidas.
Por su parte, Jhon León advierte que “si la Unidad hoy dice que tiene una cifra de casi 105.000 personas desaparecidas y dividimos eso por el grupo de investigadores, quiere decir que cada uno tiene de 3.000 a 5.000 personas para buscar, ¿a qué horas lo hacen?, ¿quién lo hace? Las familias se están muriendo sin saber dónde quedaron sus desaparecidos”. Los avances no son suficientes y las instituciones no dan abasto para afrontar la magnitud incalculable de lo que dejó y sigue dejando el conflicto armado colombiano.
En el portal de datos de la UBPD (con corte de abril de 2024) se habla de 32.988 solicitudes de búsqueda de personas dadas por desaparecidas registradas y, de ellas, 1.106 serían combatientes de la extinta guerrilla, con la salvedad de que se tiene certeza de un subregistro provocado por el miedo y la negación del derecho a la búsqueda.
Y aunque ahora el panorama pinta un poco mejor que antes de los Acuerdos de Paz, los desafíos de siempre no dan tregua y aparecen otros nuevos. Por ejemplo, Jhon León señala que, en el marco de las negociaciones de la Paz Total con otros grupos, es fundamental insistir en que se permitan misiones humanitarias de búsqueda, especialmente en zonas donde persiste el conflicto armado. Por otro lado, menciona la necesidad de apostarle al fortalecimiento de la articulación entre organizaciones humanitarias y familias de guerrilleros desaparecidos, y no olvidarse de las desapariciones de firmantes de paz después del 2016, que quedan por fuera del trabajo y el registro de instituciones como la UBPD.
“Nosotras somos víctimas de infracategoría”, dice Sofía mientras mira la foto de Rito en la pantalla de su celular. Ni ella ni Martha forman parte del Registro Único de Víctimas, y mucho menos sus desaparecidos, porque aunque el derecho internacional sobre conflictos armados les garantiza su reconocimiento, la Ley 1448 o Ley de Víctimas les niega derechos y, en su caso, termina profundizando el drama de la desaparición.
Esta norma establece que los miembros de grupos armados irregulares no sean considerados víctimas, excepto en los casos en que hayan sido desvinculados de la organización siendo menores de edad, y que sus familias tampoco serán reconocidas como víctimas indirectas por el daño sufrido por ellos o ellas.
Frente a dicha situación, y teniendo en cuenta que en 2024 se abre la posibilidad de una reforma a esta legislación, el CICR recomendará al Congreso que la definición de víctima en Colombia esté en línea con el DIH: “Ni el DIH, ni los derechos humanos dicen que un perpetrador no puede ser víctima. Y nosotros además creemos que las personas no deberían estar excluidas del sistema de víctimas porque su familiar haya formado parte de un grupo armado irregular o del Ejército”, afirma Mariana Chacón.
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Martha organiza, una vez más, la pila de documentos de la Fiscalía que ha guardado por años en el cajón de su mesa de noche. Incontables hojas blancas con letra negra le recuerdan los años transcurridos y las reparaciones que el Estado le debe. Dice que nunca ha buscado ser protagonista de nada, ni mucho menos un beneficio económico. “Para mí, el hecho de que me reconozcan como víctima es que me reconozcan como madre y esposa; también el respeto a la memoria de Jorge. Ese reconocimiento sería muy significativo”, dice.
El día que deseó que las balas hubieran cumplido su función, cuando fue a ver a Jorge y no lo encontró, se dio cuenta de que las heridas de la desaparición y de una búsqueda sin respuestas eran más profundas de lo que imaginaba. Para ella, sus hijos y la familia de Jorge, reconstruir la vida ha sido como tratar de unir las piezas de un espejo roto en medio de problemas económicos y de dificultades para acceder a servicios de atención a salud mental. Durante mucho tiempo tomó antidepresivos y se dedicó exclusivamente a ser mamá y buscadora. Sin embargo, hace algunos meses conoció a Israel, también exmiembro de las FARC, se enamoró de nuevo y se casó el 21 de octubre del año pasado. Ahora él la acompaña en la búsqueda.
Por el lado de Sofía las cosas no son muy diferentes. Después de la desaparición no comía, no se bañaba, no sabía qué día era. No le importaba nada. Buscaba personas que se parecieran físicamente a Rito y relaciones que no pudieran ser. “Lo que hice fue guardarle el lugar al desaparecido”, apunta. El inicio de su sanación empezó hace apenas dos o tres años de la mano de la escritura, la danza, el teatro y de hablar de lo que pasó sin tener que hacerlo a puerta cerrada.
La resistencia
“¿Qué significa para Martha recuperar los restos de Jorge? Es darle el final digno como persona, como padre, como esposo, como hijo. Que como todo ser humano tiene derecho a estar enterrado en un lugar donde sus hijos puedan ir a visitarlo, su mami, yo… Entonces, yo lo que quiero es que cuando él llegue, poder enterrarlo; poder regalarle el ramo de flores más lindo que haya visto en mi vida, darle una serenata y contarle todo lo que no le pude contar y le tuve que escribir en esas 700 cartas”.
Un día antes de su matrimonio con Israel, Martha quemó la correspondencia que nunca le envió a Jorge. No porque quisiera dejarlo atrás sino porque decidió que era el momento de empezar a hacer cenizas el dolor y seguir con su búsqueda sin olvidarse de su propia vida. Sofía, por su parte, quemó solo algunas cartas; las que le quedaron las juntó con las de otras 30 personas y en el 2016 publicó el libro ‘Cartas de amor en tiempos de conflicto’, una antología que recopila los escritos sobre amores que se dieron y se perdieron en medio de la confrontación armada, con la intención de ponerles rostro, nombre y corazón a las cifras. Gracias a esta iniciativa y otras apuestas desde el arte, el 12 de diciembre del año pasado Sofía recibió un reconocimiento del Distrito de Bogotá por sus aportes a la construcción de memoria, paz y reconciliación.
Los esfuerzos de estas dos mujeres por encontrar a Rito y a Jorge, por reivindicar su memoria y por defender su derecho a buscar y a saber, se cruzaron con el sueño compartido de que todas las personas aparezcan. Por esta razón, Sofía y Martha se unieron a Reencuentros. “Es una esperanza grande, yo creo que no solo para mí, sino para muchas personas. Aportar allí me da vida, me da ganas de seguir adelante. Yo guardo muchas esperanzas de que podamos encontrar a cada uno, fueran o no de las FARC. Pienso que de una u otra manera lo que hacemos en Reencuentros es no dejar morir a esa persona, porque en el momento en que sumercé diga ‘no, es que ya está muerto, ya no busque más’, queda todo olvidado, y no debería de ser así”, afirma Martha.
Un hombre alto de pelo blanco pasa y Sofía se queda viéndolo. Los años han transcurrido y su idea de cómo luce Rito ha envejecido. Lo imagina con arrugas, con las marcas del paso del tiempo. Lo hace porque teme no reconocerlo si algún día vuelve. Dice que nunca dejará de buscarlo hasta que aparezca. “Mi mayor logro en todo esto es que su nombre no se ha borrado. Mientras yo esté, él no será borrado de la historia”.
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Después de finalizar esta investigación, el 13 de febrero de este año, la búsqueda de Martha dio un giro que le reavivó la esperanza. “Por fin encontré a Jorgito”, le escribió en un mensaje de texto a su cuñada justo después de recibir la noticia. La UBPD le informó que existe una alta probabilidad de que Jorge esté enterrado en el cementerio de Fusagasugá y que efectivamente murió en abril del 2003 en medio de una de sus misiones como explosivista de las antiguas FARC. Después de 21 años llegó la verdad. El 4 de abril se llevó a cabo la exhumación de los que podrían ser sus restos óseos y en los días posteriores se realizará la práctica genética de identificación para comprobar que sea él. Si los resultados salen positivos, la Fiscalía en coordinación con la UBPD y Reencuentros, harán la entrega digna a Martha, a sus hijos y a la familia de Jorge.
Mientras se toma un tinto en las afueras del salón donde recibió la noticia, Martha intenta descifrar lo que siente. A su pecho llega la satisfacción de nunca haber dejado de buscarlo y de estar tan cerca de encontrarlo; pero viene de la mano con la tristeza profunda de la confirmación de la muerte. A pesar de todo, siempre lo esperó vivo. Se siente viuda. Mientras toma otro sorbo de café, lo imagina en frente de ella, con una sonrisa de oreja a oreja. “Pobrecito, tantos años solo”, dice. Piensa en la mamá de Jorge y en el dolor que también la acompañó a ella durante todo este tiempo. Dice que no puede esperar para hablar con él cuando lo tenga cerca de nuevo, en el cementerio del barrio donde se conocieron. “Así muchos me pregunten por qué le quiero hablar a un montón de tierra, no me importa, quiero ir y contarle todo. Fueron muchos años de silencio. Quiero que siga siendo ese gran amigo que siempre fue”.
Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR) y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como parte de la edición 2023 del curso virtual ‘Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas’. Esta producción es de exclusiva responsabilidad de su autora y no expresa necesariamente el pensamiento ni la posición de CdR ni de CICR.