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Cuando es época de sequía en el Caquetá la tierra amarilla se compacta y se resquebraja. En las veredas rurales del municipio de Milán, a dos horas de Florencia por río, el paso de las mulas y los carros levanta un polvo fino y los perros buscan cualquier pedazo de sombra o hilo de agua para atenuar el calor húmedo que caracteriza la zona.
En esa tierra, seca y dura, Yulieth Escarpeta y el grupo de desminadoras con el que trabaja escavan en busca de los explosivos que dejaron las Farc durante el conflicto. No hay mapas específicos ni información de primera mano sobre la localización exacta o el tipo de explosivos que usó la guerrilla. Por eso, el trabajo de encontrar una mina en el Caquetá, como en la mayor parte de Colombia, se parece al de buscar una aguja en un pajar, con el agravante de que el artefacto que buscan podría estallar.
Con pleno conocimiento de los riesgos, el grupo de desminadoras se levanta todos los días mucho antes del amanecer, toman un café cargado con panela, un buen desayuno y salen a buscar los artefactos explosivos.
El trabajo de Yulieth y del equipo de desminadores de Ayuda Popular Noruega (APN), una organización humanitaria especializada en el tema, empieza poco antes de las seis de la mañana. Un carro de la organización las traslada desde el campamento en el que viven, en la vereda de Agua Blanca, a unas cuatro horas por tierra del casco urbano de Milán, hacia las montañas donde los campesinos de la zona han reportado áreas minadas.
El equipo está conformado por 12 personas, ocho de ellas mujeres. En el último año han estado descontaminado la zona que rodea la vereda de Agua Blanca, que solía ser escenario de frecuentes combates entre el Ejército colombiano y el Frente 14 del Bloque Sur de las Farc.
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Las minas que instalaban las Farc eran improvisadas y ubicadas en lugares estratégicos. “Ellos usaban las minas para así no confrontar directamente al Ejército. Ponían las minas donde el Ejército se asentaba para que cuando volvieran se vieran afectados”, cuenta un habitante de la vereda Las Delicias, en el municipio de Milán, que prefiere reservar su nombre, pues en la zona hay cada vez más rumores sobre el crecimiento de las disidencias de las Farc.
Históricamente el Caquetá fue bastión de las Farc, pero entre 1998 y 2006 grupos paramilitares arremetieron contra el Bloque Sur de esta guerrilla. El conflicto escaló y con él la nefasta práctica de minar zonas estratégicas, como corredores de droga, armas y víveres, o lugares altos donde el Ejército pudiera acampar.
Muchas veces las Farc avisaban a la comunidad que habían minado cierta área, pero algunas veces los explosivistas que sabían dónde estaban los artefactos morían en combate o los guerrilleros olvidaban dónde los habían puesto y quedaban abandonados.
La comunidad no tenía más alternativa que aprender a convivir con las minas. No volvían a pasar por las zonas que podían estar contaminadas, los niños hacían recorridos más largos para llegar a la escuela y los campesinos dejaban de trabajar sus parcelas. Con el tiempo, la selva reclamaba los pedazos de tierra.
Tras la firma del Acuerdo de Paz, el 24 de noviembre de 2016, se pusieron en marcha iniciativas de desminado en las zonas que antes eran controladas por las Farc, y la Ayuda Popular Noruega fue una de las organizaciones civiles que se pusieron en la tarea de descontaminar el país.
“Cuando llegó APN a Milán, abrió una convocatoria y me gustó cómo nos daban la oportunidad a las mujeres, porque usted sabe que antiguamente se manejaba el machismo”, dice Yulieth, una joven menuda, de cabello castaño y ojos vivaces.
A sus 20 años, Yulieth recuerda muy bien el conflicto, sobre todo el confinamiento al que la obligó la violencia. Confinamiento dentro de la casa, para evitar que “le pudiera pasar algo a uno”, y confinamiento en el territorio debido a las minas. Usa la palabra “libertad” una y otra vez para definir cómo se siente: “Ahora que estamos en lo de la paz uno puede salir y puede disfrutar de la naturaleza y del aire fresco”.
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Junto a Yulieth trabaja Lorena Téllez. Ella tiene 24 años y es líder de un grupo de cuatro desminadoras. Es quien ayuda a verificar que cada una calibre su detector de metales correctamente y se interne a las zonas de donde van a trabajar, normalmente cubiertas de vegetación selvática, con todas las herramientas que pueda necesitar para las excavaciones.
Así, bajo estrictas medidas de seguridad, dentro de zonas de despeje minuciosamente demarcadas y con un traje de protección que les recubre la mitad superior del cuerpo, las mujeres inician cada día su trabajo de desminado.
A cada una se le designa una zona para descontaminar. Si al pasar el detector de metales hay un pitido y el objeto que lo ocasionó no está en la superficie, deberán empezar la excavación. La misma tierra que en época de sequía es dura y reseca, en época de lluvias se vuelve una masa arcillosa que se les pega fácilmente a las botas y palas.
Cada excavación se debe hacer con la rigurosidad y precisión que requiere el tratar con una mina antipersonal, así lo que haya ocasionado el sonido termine siendo una puntilla.
El trabajo es arduo, sobre todo en las horas del día, cuando la temperatura supera los 30 grados centígrados y la humedad es superior al 80%, algo muy común en el Caquetá.
Lorena cuenta con orgullo que ella, junto con el equipo de mujeres desminadoras, ha cavado letrinas, construido puntos de control para las áreas de desminado y entregado áreas completamente libres de sospecha de minas.
“Aquí es dónde le demostramos a todo el mundo que las mujeres podemos hacer exactamente lo que hace un hombre. Sí, es duro, pero uno lo hace de corazón”, afirma Lorena, y sonríe.
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El trabajo en terreno de Lorena y su equipo es complementado por otro grupo encargado de entrevistar a los miembros de las comunidades afectadas y recaudar información sobre zonas que podrían estar contaminadas, algo que en el proceso de desminado se conoce como “estudio no técnico”.
Katherinne Cárdenas es líder de un equipo de estudio no técnico y explica que, ante la falta de información clara sobre la localización de las minas, los testimonios de la comunidad se vuelven una herramienta clave.
Ganar la confianza de personas a quienes las décadas de guerra les han enseñado a quedarse calladas no es fácil, pero ahora, gracias al desescalamiento del conflicto, muchos están dispuestos a hablar. “Aunque ellos dicen que tienen miedo, quieren recuperar sus terrenos”, dice Katherinne.
Luego de seis años de experiencia con organizaciones de desminado, la antioqueña afirma que ha podido demostrar sus capacidades y aportar a la paz. “Cuando estaba en el colegio y nos daban instrucciones de minas nunca pensé que yo podía ayudar a cambiar este país. Siempre lo veía como algo lejano que hacían personas del Ejército y con capacidades que yo no tenía. Ahora veo que nosotros los civiles nos podemos capacitar y podemos aportarle un grano de arena a la paz. A todos nos toca ayudarla a construir”, dice Katherinne.
El proceso para lograr que el Caquetá esté libre de sospecha de minas aún es largo, especialmente porque hay zonas en las que las disidencias de las Farc impiden que se desmine, pero Lorena, Yulieth y Katherinne dicen estar firmes en su meta de “salvar vidas metro a metro”.