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Desde que tengo uso de razón el asesinato de Carlos Augusto, Tuto, González Posso ha sido, y probablemente seguirá siendo, un tema sensible en mi casa. Cada vez que vuelve el 4 de marzo y se recuerda su vida y su muerte, a pesar de los homenajes o los encuentros especiales, mis padres se resisten a hablar del tema. Mi papá apenas dice: “a mí no me gusta hablar de eso”. Sin embargo, mi hermano si ha logrado sacarle algunos detalles de esa historia. Claro, tiene derecho a hacerlo, pues mis padres le pusieron su nombre. Tras la muerte de Tuto, él y mamá lo juraron: “Si algún día tenemos un hijo, se va a llamar Carlos Augusto”. Así se llama mi hermano: Carlos Augusto López González. En honor a Tuto, cumpliendo la promesa.
Tuto era primo hermano de mi madre. El quinto hijo de Graciela Posso y Carlos González Vidal, que era hermano de mi abuelo Luis. Tuto nació en Villa María (Caldas), un día 7 de septiembre, fecha que también fue la de la muerte de su madre Graciela, pero su familia se vio forzada a vivir en varios lugares de Colombia. En Villa María, Cali, Popayán, Líbano (Tolima), itinerantes por cuenta de la violencia política que los desplazó y los terminó llevando a Santander de Quilichao y de allí nuevamente a Popayán, en donde finalmente se instalaron en la casa 20 de la Urbanización Caldas, justo al lado de las residencias estudiantiles, donde vivió mi papá en sus tiempos de alumno universitario.
Recuerdo a mi abuelo Luis y a su hermano Carlos encerrados en el estudio de su casa en Popayán, jugando poligrama, tomando tinto y fumando cigarrillos. Siempre con un diccionario al lado. Eran íntimos. A mi padre, sus amigos lo llamaban Chiqui y, junto a Tuto y sus hermanos, participó en las luchas estudiantiles de 1971. Era estudiante de ingeniería de la Universidad del Cauca y los González Posso lo acogieron en su casa, donde fue tratado como un hijo y un hermano. Hoy, al cumplirse 50 años del asesinato de Tuto, se niega a escribir sobre él. “Alguna vez lo hice y lo boté. No me sale. Para mí todo es como si hubiera pasado ayer”, dice. Creo que ni mi padre ni mi madre superan todavía su muerte. Todo esto aún les abre heridas. Es un dolor sagrado.
No había nacido cuando ocurrió todo esto. Lo sé porque me lo han contado, porque mi padre estuvo con él esa mañana del 4 de marzo de 1971 hasta la hora de su último almuerzo. Más que compañeros de luchas estudiantiles, fueron hermanos. Sobre su asesinato y los días previos y posteriores a los hechos ocurridos en Popayán, existe una memoria construida a pedazos, a través de los relatos que he oído a mis padres o a los hermanos de Tuto. He escuchado mil veces como ese jueves de marzo, tras lo sucedido, mi tío abuelo Carlos González le gritó al entonces gobernador del Cauca, Rodrigo Velasco Arboleda: “mataste a mi hijo, pero tengo 11 más y a mí para que nos mates”. Crecí oyendo como papá y los demás compañeros del movimiento estudiantil de la Universidad del Cauca y el Liceo Nacional Humboldt, tuvieron que salir huyendo de Popayán y esconderse porque había órdenes de captura en su contra y la intención era matarlos.
La noche anterior a su asesinato, Tuto durmió en la misma cama con mi papá. Al día siguiente, jueves 4 de marzo de 1971, los dos se unieron al grupo de amigos que participó en asambleas estudiantiles en la Universidad del Cauca y el Liceo Humboldt. Se trataba de reclamar en voz alta al gobierno de Misael Pastrana por el inminente desmonte de la reforma agraria, pero en esos días especialmente por la muerte del estudiante Édgar Mejía, conocido como Jalisco, ocurrida una semana antes, el 26 de febrero, durante una acción represiva de la Policía contra los estudiantes de la Universidad del Valle. Esa misma fecha, el gobierno anunció la expedición del Estado de Sitio que sostuvo hasta finales de 1973, con severas medidas para prohibir las manifestaciones, dar facultades judiciales a los militares y controlar la radio y los periódicos.
Como legado familiar, he oído hablar del discurso que pronunció Tuto ese día en la asamblea; del poema “miren, miren la metralleta reluciente y en espera de transformar su silencio en carcajada de muerte”, que todos recitan y él escribió la víspera de su sacrificio; y de los gritos de su madre Graciela que, por accidente, quedaron consignados en la grabadora de un muchacho del barrio Caldas. “Entre la tropa hubo francotiradores con objetivos específicos: dispararon primero desde la azotea del edificio de Telecom, frente al Palacio Municipal. Luego cerraron el círculo alrededor de las residencias estudiantiles y el barrio Caldas, por los lados del cerro de Tulcán. Por allí se aproximó el francotirador que le disparó a Tuto, cerca de nuestra casa. Un oficial se acercó al francotirador, señaló a Tuto y dio la orden: “¡A ese, el de verde!”. Tuto vestía ese día un pantalón verde brillante. El relato es de Gloria Valencia de Mejía, que lo vio desde su casa, situada frente al camino al cerro”. Lo confirma Jorge Adolfo González Posso, uno de sus hermanos menores.
Desde que se supo la noticia empezaron los comentarios. Que a Tuto lo tenían identificado desde que pronunció un discurso en la Plazoleta de Santo Domingo en la Universidad del Cauca, para recordar cinco años de la muerte del cura Camilo Torres Restrepo. Que inteligencia militar le seguía los pasos al grupo de Los Comuneros y tenía en la mira a los ocupantes de las residencias estudiantiles que llevan el nombre de Tuto González. Todo quedó sin comprobarse porque la investigación judicial fue nula y hasta las honras fúnebres fueron vigiladas. La ciudad fue militarizada y, para asistir al entierro, la familia González Posso, después de enviar a los hijos menores a una finca cercana, tuvo que desplazarse en vehículos oficiales puestos por el alcalde Cesar Negret Velasco, que en un acto de solidaridad renunció a su cargo.
El asesinato impune de Tuto González, que se sumó a la de otros estudiantes que, en la Universidad del Valle en Cali, en la Nacional en Bogotá o en la de Antioquia en Medellín, cayeron en diversas jornadas de protesta en ese intenso año 1971. Un movimiento estudiantil que, además del malestar creado por las dudosas elecciones del 19 de abril de 1970 y ante las señales de contrarreforma agraria y división del movimiento campesino que después se formalizaron en el Pacto de Chicoral, entró a apoyar las recuperaciones de tierras que campesinos e indígenas empezaron a concretar en varios departamentos. El ministro de educación era Luis Carlos Galán, que a finales de ese 1971 quiso entrar a la Universidad Nacional en Bogotá para presidir un encuentro, y tuvo que refugiarse en las oficinas del Consejo Superior porque los estudiantes le quemaron el carro.
Sin duda, las décadas del 60 y 70 fueron protagonizadas por un revuelo espiritual colectivo internacional anti guerra (y también de guerra), y el de aquellos años fue el movimiento estudiantil más grande en la historia de Latinoamérica. Estaba pasando Vietnam, los hippies, la contracultura. Análisis de la época quieren establecer una relación entre el movimiento estudiantil de 1971 con mayo 1968 en Francia o las causas estudiantiles en México que sufrieron la masacre de Tlatelolco, pero Darío González Posso, hermano mayor de Tuto, no comparte esta visión y afirma que fue una coyuntura propia a la que convergieron múltiples luchas: la de los campesinos por la tierra contra la alianza entre el gobierno Pastrana y los terratenientes; la de los pueblos indígenas por la autonomía que ese año derivó en la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC); la de las centrales obreras que se manifestaron; y la de los estudiantes que enfrentaron la represión oficial y vieron caer a muchos, entre ellos a Tuto, que apenas tenía 19 años.
“La generación de los 60 y 70 se formó en los desenlaces del período de la violencia colombiana de los años 50. Quienes protagonizamos esa rebeldía juvenil lo hicimos en primer término sobre la base de una reflexión sobre aquella violencia, sobre sus causas y consecuencias, incluso sobre sus efectos en nuestras propias familias, pero también bajo la influencia de procesos de gran impacto internacional como la revolución cubana, la guerra de Vietnam y las luchas contra el colonialismo. El llamado movimiento estudiantil del 71, fue antecedido y prolongado por un ascenso inusitado de luchas políticas y sociales en toda Colombia. Este movimiento plantea, pero al mismo tiempo trasciende, la defensa de la educación pública, la autonomía y el cogobierno universitario”, recalca Darío González Posso.
Hace 50 años, cuando murió asesinado su hermano Tuto, él se formaba en la Universidad del Tolima y hacía parte de sus luchas estudiantiles, luego dedicó su vida a las causas emancipadoras y ha trabajado siempre en temas agrarios. También Camilo González Posso, ex ministro de salud tras su activa participación en el proceso de desmovilización de la guerrilla del M-19 y hoy director de Indepaz, quien libraba en ese tiempo su propia historia en la Universidad del Valle. Ambos refieren que los sucesos de marzo de 1971 marcaron sus vidas. Camilo recuerda que cuando dio el paso al M-19, al escucharlo referir la historia del 4 de marzo en Popayán, uno de sus compañeros de la brigada Simón Bolívar tomó el nombre de Tuto. Y él mismo, en 1990, cuando entendió con sus demás compañeros de lucha armada que era el momento de la paz, sustituyó su nombre para los acercamientos con el gobierno y se autodenominó Augusto M”ares. De alguna manera llevó consigo el impulso de su hermano.
Fueron doce hijos en el hogar de Carlos González y Graciela Posso. Desde aquel 4 de marzo fueron once, que ahora decidieron unirse a sus hijos, sobrinos y amigos, para rendir un homenaje a la memoria de su hermano. Un hombre que vivió a plenitud elevando cometas, improvisando imágenes de cine para sus hermanos menores, escuchando a Violeta Parra y Víctor Jara, o sumiéndose en la lectura de Germinal de Emile Zola. El recordado Carlos Augusto “Tuto” González Posso, cuya memoria se recobra hoy con un especial que se publica en la página web de Indepaz. Un documento íntimo, pero también histórico, que mezcla recuerdos y evoca un crítico momento del país, cuya violencia y desigualdad no cesan, como tampoco el asesinato de líderes sociales o de los denominados “falsos positivos”.
He escuchado en casa que diez días después de la muerte de Tuto hubo un entierro simbólico que se recuerda como un acto masivo. Una década después, tras el terremoto del Jueves Santo de 1983, la familia acudió al cementerio para rescatar sus restos, pero jamás aparecieron. Probablemente fueron mezclados con otros muertos que se salieron de las tumbas y fueron a dar a fosas comunes. Pero ni siquiera ese azar ha borrado el rastro de Tuto. Como se lo dijeron a sus hermanos menores ese día triste en que no entendían el alboroto, ahora él está “en la estrella más brillante”. Y no sé más de Tuto, aunque conozco con certeza su legado. Y hasta los rasgos de su memoria escuchando tangos, recitando apartes del “Sueño de las escalinatas”, o señalando con valentía las verdades ocultas de una nación injusta. Ahora mi hermano lleva su nombre, y hay otro Tuto en la familia, el hijo de Gloria González y “El Chiqui” López.