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Desde las 10 y 20 minutos de la mañana del jueves 2 de noviembre de 1995, hora y fecha en que fue asesinado el periodista y dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado, se empezó a tejer la red de la impunidad. No sólo murió también su escolta del DAS José del Cristo Huertas, sino que el agente de la Policía que lo acompañaba resultó gravemente herido. Nadie fue capturado, los asesinos huyeron y, en medio del estupor nacional, al gobierno que presidía Ernesto Samper Pizano no le quedó otra opción que decretar la conmoción interior.
Fueron múltiples las hipótesis evaluadas y se interrogó a un puñado de sospechosos que fueron detenidos, pero la pista a la que la Fiscalía dirigida por Alfonso Valdivieso Sarmiento le otorgó mayor credibilidad fue una llamada telefónica al 112 de la Policía, a través de la cual un desconocido, que se identificó como un conductor de bus escolar, señaló a un grupo de presuntos implicados. Los ocupantes de un campero beige de matrícula LIW-033 que fueron vistos cerca de la Universidad Sergio Arboleda, frente a la cual se perpetró el crimen.
La Fiscalía se interesó por esa información de 58 segundos y pronto descubrió que ese vehículo estaba asignado a la Brigada XX de inteligencia militar. Después corroboró con extrañeza que en el espacio reservado para los datos del propietario había enmendaduras y que ese mismo día un alto oficial estuvo indagando por la hoja de vida del vehículo. Esas particularidades llevaron al ente acusador a investigar la posibilidad de que miembros del Ejército estuvieran vinculados con el magnicidio. Rápidamente hubo implicados.
Las pesquisas recayeron sobre algunos informantes de la red de inteligencia de la Brigada XX, asociados con un grupo que en Bucaramanga había sido conocido como “Cazadores”. Y explorando en sus componentes, con el apoyo de varios testigos sin rostro, las averiguaciones apuntaron hacia el coronel Bernardo Ruiz Silva. Ya entonces estaba al frente de la Fiscalía Alfonso Gómez Méndez, quien acentuó su trabajo y para 1999 ya había dispuesto la captura del oficial de inteligencia. Otros procesados afrontaban cargos por algún enlace.
El 21 de abril de 1999, el coronel Bernardo Ruiz Silva fue capturado al norte de Bogotá. De inmediato calificó su proceso como un montaje y calificó a los testigos como mentirosos y farsantes. Su caso se convirtió en un desafío jurídico y un conflicto político. Varios sectores la emprendieron contra la Fiscalía y aparecieron nuevas hipótesis que apuntaban hacia una alianza entre narcotraficantes, paramilitares y políticos para silenciar a Gómez, porque supuestamente era el gestor de un golpe de Estado que iba a extraditar a la mafia.
En medio de las acusaciones, en mayo de 2003, un juez absolvió al coronel Bernardo Ruiz Silva por falta de pruebas y a pesar de que la Fiscalía apeló la sentencia, la decisión fue confirmada. El caso Gómez Hurtado volvió a sus orígenes. Sin capturados, sin sindicados, sin pistas. La tesis de la vinculación de miembros de la Policía, alentada por el ex congresista Pablo Victoria, no prosperó. Tampoco los señalamientos de una mujer llamada Mariluz Cuadros contra el ex presidente Samper, su ministro Horacio Serpa y el coronel Germán Osorio.
Durante varios años quedó en el ambiente la hipótesis de que el político Rommel Hurtado había llevado a la cárcel de La Picota el rumor de que se preparaba un golpe de Estado, cuya primera acción era extraditar a los narcotraficantes. Y supuestamente la mafia primero contactó a un grupo terrorista para integrar un combo de asesinos que tomó el nombre de “Dignidad por Colombia”; y posteriormente organizó otro equipo de sicarios que terminó por asesinar a Álvaro Gómez Hurtado, porque al parecer era el líder del golpe.
Ese rumor sustituyó a la justicia por buen tiempo. Después fue el desaparecido jefe paramilitar Carlos Castaño quien agregó otra pieza al rompecabezas y en su confesión al periodista Mauricio Aranguren aseguró en 2001 que el crimen de Gómez Hurtado fue perpetrado por un sector del narcotráfico y uno del Estado. Y dejó entrever que el mafioso fue Orlando Henao Montoya, conocido como El hombre del overol. Además, aseveró directamente que el expediente del caso Gómez fue manipulado y así se discutió en varias reuniones.
El tiempo siguió pasando y en 2007 apareció otro dato. A las puertas de ser extraditado a Estados Unidos el capo del cartel del norte del Valle, Hernando Gómez Bustamante, alías Rasguño, comentó a la revista Semana: “El crimen de Gómez es una revoltura. (...) fue un amigo cercano que se creía un político importante y quiso con eso tenderle un manto al Proceso 8.000 para ayudarles a algunos políticos comprometidos en el escándalo”. Es decir, una alianza de ‘narcos’, paramilitares, políticos y Fuerza Pública con intereses comunes.
Rumores, hipótesis, versiones para la historia, hasta que la Procuraduría de Alejandro Ordóñez y la Fiscalía de Mario Iguarán decidieron coger al toro por los cuernos con estas versiones y encararon a Gómez Bustamante. A principios de 2010, éste les dijo que a comienzos de 1996 él asistió a una reunión en Tierralta (Córdoba), donde fue testigo de un altercado verbal entre Carlos Castaño y Orlando Henao por el crimen de Gómez Hurtado. Y que Castaño reclamó porque Henao lo había hecho por proteger a Samper y a Serpa.
Supuestamente, entre los ‘narcos’ corrió el rumor de que iban a tumbar a Ernesto Samper y que el golpe lo dirigía Álvaro Gómez Hurtado. Por eso mataron al dirigente conservador y la vuelta la hizo el coronel de la Policía Danilo González, quien realmente era un hombre de la mafia. En la conspiración, como una especie de correveidile, presuntamente estuvo el político vallecaucano Ignacio Londoño. La Fiscalía de Guillermo Mendoza ha ahondado en estas pesquisas y delaciones, y de un momento a otro podría aportar resultados.
Lo cierto es que 15 años después del magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado el caso sigue en el reino de las hipótesis. Sus familiares, cansados de esperar resultados de la justicia, han hecho sus propias averiguaciones que prometen confrontación política e histórica. Pero así sucedió con Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán y tantos otros magnicidios sin respuestas. Los vasos comunicantes del delito, con nexos en el Estado, silenciando siempre a los líderes y extendiendo su agresión impune hasta los escenarios de la justicia y de la verdad.