Un padre asesinado, una jueza exiliada
Hace 25 años, el 4 de mayo de 1989, fue baleado en Bogotá el exgobernador de Boyacá, Álvaro González Santana, papá de Martha Lucía González, exiliada jueza que se enfrentó a las mafias del narcotráfico y del paramilitarismo.
Marcela Osorio Granados
“El silencio artificial de las armas que le quitaron la vida sin compasión no consiguió esta vez su cometido, porque lo que ha suscitado es el clamor encendido de un pueblo que, como el suyo de Sogamoso, se levanta en almas para proscribir, con legítima cólera, el sacrificio inenarrable de su hijo”. Estas palabras fueron pronunciadas el 6 de mayo de 1989 por Víctor Manuel Ruíz durante el sepelio de su amigo Álvaro González Santana.
Ese sábado se realizaron las exequias del exgobernador de Boyacá, González Santana, asesinado por sicarios del narcotráfico dos días antes, frente al Parque Nacional de Bogotá. El atentado ocurrió a las 8:00 p.m. cuando el político conducía su vehículo, a la altura de la calle 39 con carrera Séptima. A su lado estaba su esposa Consuelo Gutiérrez Chavarría, quien fue testigo directo del asesinato e incluso resultó herida en el atentado.
Eran tiempos de crisis. La mano del paramilitarismo se extendía por varias regiones del país dejando a su paso ríos de sangre, la guerrilla multiplicaba su máquina de guerra y el narcotráfico libraba una guerra a muerte aparte contra el Estado y la aplicación de la extradición de colombianos a Estados Unidos. Un contexto en el que Álvaro González Santana parecía estar lejos de convertirse en blanco de los asesinos o víctima de sus guerras.
Abogado y economista de la Universidad Javeriana, Álvaro González Santana dedicó la mayor parte de su vida al servicio público. Uno de los hombres más ilustres que ha dado su municipio natal Sogamoso, ciudad de la que nunca se desvinculó, a pesar de que sus padres se lo llevaron a Bogotá para que adelantara sus estudios de bachillerato. Después de cumplir ese deber, regresó a su Boyacá del alma con un propósito claro: trabajar por los suyos.
Fue cofundador de la Asociación de Amigos de Sogamoso que posteriormente dirigió; presidente honorario de la Sociedad Boyacense de Economistas; miembro fundador de la Corporación Oriente Colombiano y gerente de la Industria Licorera de Boyacá. En el plano político, cuando apenas tenía 25 años, fue nombrado Secretario de Gobierno de Boyacá, posteriormente gobernador del mismo departamento y senador internacional de la Cámara Junior de Colombia.
Su labor como funcionario público, que alternó con la cátedra en varias universidades del país, fue exaltada por el gobierno de Boyacá que lo condecoró con la máxima distinción que se otorga en el departamento, la Orden La Gran Cruz. Su familia lo recuerda como un hombre de principios y liberal por convicción ideológica. Disfrutaba la música clásica tanto como la popular y en las reuniones y tertulias con sus amigos nunca faltó su himno personal: Soy Boyacense.
Tuvo cuatro hijos como resultado de una temprana unión matrimonial. Se casó cuando tenía 19 años y su compañera 15. Duraron diez años juntos. Sus hijos mantienen intacta en su memoria la imagen del padre sentado en una silla cómoda del salón principal de la casa, leyendo y escuchando música a volumen bajo. A veces dejaba a un lado la lectura y simplemente se dedicaba a conversar con ellos sobre temas de interés que consideraba útiles para la vida.
No era un hombre dado a fiestas, pero disfrutaba la vida social y sus amigos siempre lo tuvieron como un ser íntegro, honesto y leal, con un profundo respeto por las ideas de los otros y las diferentes a las suyas. Tal vez por esa razón, 25 años después de su muerte, para quienes lo conocieron y disfrutaron de su cálida amistad, sigue siendo difícil comprender su fatídico destino.
El 4 de mayo de 1989, como era su costumbre diaria, el abogado y economista Álvaro González Santana asistió a la Universidad de la Salle, situada en el centro de Bogotá, lugar donde había ocupado el cargo de decano de la Facultad de Administración de Empresas y entonces ejercía como catedrático. También como era su rutina profesional, estuvo acompañado de su esposa Consuelo Gutiérrez, quien igualmente dictaba clases en la facultad de Economía.
La última clase la impartió a las tres de la tarde. Una hora más tarde se dirigió a su oficina, ubicada en un séptimo piso, y se reunió con el secretario de la facultad. Fue un diálogo largo, que después desbordó en conversación con su secretaria y algunos colegas. El tema: los planes académicos futuros. Luego caminó hacia el parqueadero interno de la universidad, donde se encontró con Consuelo. Abordaron su vehículo e iniciaron un fatídico trayecto.
Cuando el vehículo transitaba por la carrera 7ª, a la altura de la calle 39, sujetos que se movilizaban en una moto, les dispararon a quemarropa. No pasó mucho tiempo para que estableciera la razón del execrable crimen: el exgobernador González era el padre de la jueza segunda de Orden Público, Martha Lucía González, quien se encontraba en el exilio amenazada por el narcotráfico. Amenazada de muerte por ordenar la captura de los principales capos del narcotráfico.
González falleció en el acto. Su esposa Consuelo quedó herida. La noticia causó conmoción. La gobernación de Boyacá, el Partido Liberal, la Universidad de la Salle, entre otros, manifestaron su repudio. “Tan grave asesinato revela cómo en Colombia no sólo se amedrenta y se da muerte a sus jueces, sino que además se ha implementado un nuevo tipo de retaliación extensivo a los familiares de los inermes servidores de la justicia promovido por agentes del crimen organizado”, escribió la asociación de jueces, Asonal Judicial.
Narcoviolencia
Pronto se supo por qué la mafia le cobró de esta manera a la jueza Martha Lucía González, su extremo valor. Un año antes del asesinato de su padre, Colombia empezó a sentir los rigores de una violencia selectiva con intenciones de exterminio político. Una secuencia de masacres de campesinos sindicalizados, en los días previos y posteriores al estreno de la elección popular de alcaldes. La cita en las urnas fue el 13 de marzo de 1988, y alrededor de ella el paramilitarismo mostró su rostro.
La racha de matanzas comenzó el 4 de marzo de 1988, nueve días antes de la elección de alcaldes, cuando 20 campesinos fueron asesinados en las fincas Honduras y La Negra, ubicadas en el corregimiento de Currulao, municipio de Turbo (Antioquia). Después vinieron otros hechos similares en el departamento de Córdoba y el nordeste antioqueño, regiones que, al igual que Urabá, surgían como fortines políticos de la Unión Patriótica.
Fue la violenta presentación en sociedad del jefe paramilitar Fidel Castaño, alias ‘Rambo’, con una decidida acción en contra de los líderes y simpatizantes del movimiento político que había surgido en 1985, como producto de las negociaciones de paz entre las Farc y el gobierno de Belisario Betancur. Con sus masacres, el paramilitarismo demostró su interés por consolidar sus facciones en el poder local, eliminando de paso cualquier opción para la izquierda democrática.
La investigación judicial por estas masacres llegó al despacho de la entonces jueza segunda de orden público, Martha Lucía González, quien no tuvo que desarrollar demasiadas pesquisas para desentrañar el origen de esta violencia. Se trataba de una alianza criminal del narcotráfico, el paramilitarismo, unidades de las Fuerzas Militares y funcionarios del Estado. El narcotráfico, a través de los capos Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, era el elemento financiador.
La mano criminal era el aporte de Fidel Castaño y sus hordas. Pero el apoyo logístico y la inteligencia para ubicar a las víctimas, según la jueza González, era obra de fuerzas estatales (autoridades locales y oficiales, y suboficiales del Ejército y de la Policía asentados en el municipio de Puerto Boyacá). Por eso a la jueza González no le tembló la mano para ordenar la captura de la red criminal, esclareciendo el triángulo impulsor de Fidel Castaño-Pablo Escobar-Rodríguez Gacha.
Más se demoró la jueza Martha Lucía González en expedir las órdenes de captura, que en empezar a llegar las amenazas. Fueron varios meses de inclemente asedio y tres atentados fallidos en su contra. Al final, fueron tantas las presiones que se vio obligada a exiliarse en septiembre de 1988. Lejos de su hogar y de su familia, se fue enterando de cómo los asesinatos selectivos siguieron desangrando el país y de qué manera los victimarios seguían haciendo de las suyas.
Sin posibilidades de actuar en favor de la justicia, en el exilio personal y profesional, y cargando con la zozobra de verse alcanzada por los sicarios de la mafia, el 4 de mayo de 1989 recibió la noticia más triste de su vida. En Bogotá, totalmente inerme y desprotegido, fue acribillado a balazos su padre, Álvaro González Santana. Como no pudieron asesinarla, los narcoparamilitares le cobraron su coraje causándole la muerte a su padre, que nada tenía que ver con el asunto.
Desde ese día, la vida de Martha Lucía González cambió para siempre. No sólo porque su familia sufrió el dolor irreparable de perder al padre y amigo, sino porque nunca se dieron las condiciones para su regreso. En el exilio reconstruyó su vida. Lejos de Colombia edificó su familia. Las amenazas nunca dejaron de perseguirla, pero el Estado se fue olvidando de ella. Hoy, 25 años después, aún teme hablar de lo sucedido, pero tiene claro que el país le debe un homenaje a su padre, el abogado Álvaro González, quien pagó con su vida el que ella haya cumplido con su deber.
mosorio@elespectador.com
@marcelaosorio24
“El silencio artificial de las armas que le quitaron la vida sin compasión no consiguió esta vez su cometido, porque lo que ha suscitado es el clamor encendido de un pueblo que, como el suyo de Sogamoso, se levanta en almas para proscribir, con legítima cólera, el sacrificio inenarrable de su hijo”. Estas palabras fueron pronunciadas el 6 de mayo de 1989 por Víctor Manuel Ruíz durante el sepelio de su amigo Álvaro González Santana.
Ese sábado se realizaron las exequias del exgobernador de Boyacá, González Santana, asesinado por sicarios del narcotráfico dos días antes, frente al Parque Nacional de Bogotá. El atentado ocurrió a las 8:00 p.m. cuando el político conducía su vehículo, a la altura de la calle 39 con carrera Séptima. A su lado estaba su esposa Consuelo Gutiérrez Chavarría, quien fue testigo directo del asesinato e incluso resultó herida en el atentado.
Eran tiempos de crisis. La mano del paramilitarismo se extendía por varias regiones del país dejando a su paso ríos de sangre, la guerrilla multiplicaba su máquina de guerra y el narcotráfico libraba una guerra a muerte aparte contra el Estado y la aplicación de la extradición de colombianos a Estados Unidos. Un contexto en el que Álvaro González Santana parecía estar lejos de convertirse en blanco de los asesinos o víctima de sus guerras.
Abogado y economista de la Universidad Javeriana, Álvaro González Santana dedicó la mayor parte de su vida al servicio público. Uno de los hombres más ilustres que ha dado su municipio natal Sogamoso, ciudad de la que nunca se desvinculó, a pesar de que sus padres se lo llevaron a Bogotá para que adelantara sus estudios de bachillerato. Después de cumplir ese deber, regresó a su Boyacá del alma con un propósito claro: trabajar por los suyos.
Fue cofundador de la Asociación de Amigos de Sogamoso que posteriormente dirigió; presidente honorario de la Sociedad Boyacense de Economistas; miembro fundador de la Corporación Oriente Colombiano y gerente de la Industria Licorera de Boyacá. En el plano político, cuando apenas tenía 25 años, fue nombrado Secretario de Gobierno de Boyacá, posteriormente gobernador del mismo departamento y senador internacional de la Cámara Junior de Colombia.
Su labor como funcionario público, que alternó con la cátedra en varias universidades del país, fue exaltada por el gobierno de Boyacá que lo condecoró con la máxima distinción que se otorga en el departamento, la Orden La Gran Cruz. Su familia lo recuerda como un hombre de principios y liberal por convicción ideológica. Disfrutaba la música clásica tanto como la popular y en las reuniones y tertulias con sus amigos nunca faltó su himno personal: Soy Boyacense.
Tuvo cuatro hijos como resultado de una temprana unión matrimonial. Se casó cuando tenía 19 años y su compañera 15. Duraron diez años juntos. Sus hijos mantienen intacta en su memoria la imagen del padre sentado en una silla cómoda del salón principal de la casa, leyendo y escuchando música a volumen bajo. A veces dejaba a un lado la lectura y simplemente se dedicaba a conversar con ellos sobre temas de interés que consideraba útiles para la vida.
No era un hombre dado a fiestas, pero disfrutaba la vida social y sus amigos siempre lo tuvieron como un ser íntegro, honesto y leal, con un profundo respeto por las ideas de los otros y las diferentes a las suyas. Tal vez por esa razón, 25 años después de su muerte, para quienes lo conocieron y disfrutaron de su cálida amistad, sigue siendo difícil comprender su fatídico destino.
El 4 de mayo de 1989, como era su costumbre diaria, el abogado y economista Álvaro González Santana asistió a la Universidad de la Salle, situada en el centro de Bogotá, lugar donde había ocupado el cargo de decano de la Facultad de Administración de Empresas y entonces ejercía como catedrático. También como era su rutina profesional, estuvo acompañado de su esposa Consuelo Gutiérrez, quien igualmente dictaba clases en la facultad de Economía.
La última clase la impartió a las tres de la tarde. Una hora más tarde se dirigió a su oficina, ubicada en un séptimo piso, y se reunió con el secretario de la facultad. Fue un diálogo largo, que después desbordó en conversación con su secretaria y algunos colegas. El tema: los planes académicos futuros. Luego caminó hacia el parqueadero interno de la universidad, donde se encontró con Consuelo. Abordaron su vehículo e iniciaron un fatídico trayecto.
Cuando el vehículo transitaba por la carrera 7ª, a la altura de la calle 39, sujetos que se movilizaban en una moto, les dispararon a quemarropa. No pasó mucho tiempo para que estableciera la razón del execrable crimen: el exgobernador González era el padre de la jueza segunda de Orden Público, Martha Lucía González, quien se encontraba en el exilio amenazada por el narcotráfico. Amenazada de muerte por ordenar la captura de los principales capos del narcotráfico.
González falleció en el acto. Su esposa Consuelo quedó herida. La noticia causó conmoción. La gobernación de Boyacá, el Partido Liberal, la Universidad de la Salle, entre otros, manifestaron su repudio. “Tan grave asesinato revela cómo en Colombia no sólo se amedrenta y se da muerte a sus jueces, sino que además se ha implementado un nuevo tipo de retaliación extensivo a los familiares de los inermes servidores de la justicia promovido por agentes del crimen organizado”, escribió la asociación de jueces, Asonal Judicial.
Narcoviolencia
Pronto se supo por qué la mafia le cobró de esta manera a la jueza Martha Lucía González, su extremo valor. Un año antes del asesinato de su padre, Colombia empezó a sentir los rigores de una violencia selectiva con intenciones de exterminio político. Una secuencia de masacres de campesinos sindicalizados, en los días previos y posteriores al estreno de la elección popular de alcaldes. La cita en las urnas fue el 13 de marzo de 1988, y alrededor de ella el paramilitarismo mostró su rostro.
La racha de matanzas comenzó el 4 de marzo de 1988, nueve días antes de la elección de alcaldes, cuando 20 campesinos fueron asesinados en las fincas Honduras y La Negra, ubicadas en el corregimiento de Currulao, municipio de Turbo (Antioquia). Después vinieron otros hechos similares en el departamento de Córdoba y el nordeste antioqueño, regiones que, al igual que Urabá, surgían como fortines políticos de la Unión Patriótica.
Fue la violenta presentación en sociedad del jefe paramilitar Fidel Castaño, alias ‘Rambo’, con una decidida acción en contra de los líderes y simpatizantes del movimiento político que había surgido en 1985, como producto de las negociaciones de paz entre las Farc y el gobierno de Belisario Betancur. Con sus masacres, el paramilitarismo demostró su interés por consolidar sus facciones en el poder local, eliminando de paso cualquier opción para la izquierda democrática.
La investigación judicial por estas masacres llegó al despacho de la entonces jueza segunda de orden público, Martha Lucía González, quien no tuvo que desarrollar demasiadas pesquisas para desentrañar el origen de esta violencia. Se trataba de una alianza criminal del narcotráfico, el paramilitarismo, unidades de las Fuerzas Militares y funcionarios del Estado. El narcotráfico, a través de los capos Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, era el elemento financiador.
La mano criminal era el aporte de Fidel Castaño y sus hordas. Pero el apoyo logístico y la inteligencia para ubicar a las víctimas, según la jueza González, era obra de fuerzas estatales (autoridades locales y oficiales, y suboficiales del Ejército y de la Policía asentados en el municipio de Puerto Boyacá). Por eso a la jueza González no le tembló la mano para ordenar la captura de la red criminal, esclareciendo el triángulo impulsor de Fidel Castaño-Pablo Escobar-Rodríguez Gacha.
Más se demoró la jueza Martha Lucía González en expedir las órdenes de captura, que en empezar a llegar las amenazas. Fueron varios meses de inclemente asedio y tres atentados fallidos en su contra. Al final, fueron tantas las presiones que se vio obligada a exiliarse en septiembre de 1988. Lejos de su hogar y de su familia, se fue enterando de cómo los asesinatos selectivos siguieron desangrando el país y de qué manera los victimarios seguían haciendo de las suyas.
Sin posibilidades de actuar en favor de la justicia, en el exilio personal y profesional, y cargando con la zozobra de verse alcanzada por los sicarios de la mafia, el 4 de mayo de 1989 recibió la noticia más triste de su vida. En Bogotá, totalmente inerme y desprotegido, fue acribillado a balazos su padre, Álvaro González Santana. Como no pudieron asesinarla, los narcoparamilitares le cobraron su coraje causándole la muerte a su padre, que nada tenía que ver con el asunto.
Desde ese día, la vida de Martha Lucía González cambió para siempre. No sólo porque su familia sufrió el dolor irreparable de perder al padre y amigo, sino porque nunca se dieron las condiciones para su regreso. En el exilio reconstruyó su vida. Lejos de Colombia edificó su familia. Las amenazas nunca dejaron de perseguirla, pero el Estado se fue olvidando de ella. Hoy, 25 años después, aún teme hablar de lo sucedido, pero tiene claro que el país le debe un homenaje a su padre, el abogado Álvaro González, quien pagó con su vida el que ella haya cumplido con su deber.
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