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Esta semana, el Reino Unido anunció una donación de más de $200.000 millones para que el gobierno de Iván Duque impulse el catastro multipropósito, un instrumento que se consignó en el Acuerdo de Paz como parte del punto de desarrollo rural, que busca hacerle frente a la histórica miopía del Estado en materia de derechos de propiedad. Un asunto que tradicionalmente se ha tratado como un problema de derecho individual y privado, excluyendo los derechos de un sinnúmero de pueblos indígenas. Una de las comunidades que han sido invisibilizadas desde hace más de 400 años es la embera chamí del Resguardo Cañamomo y Lomaprieta, ubicado entre los municipios de Riosucio y Supía, en el departamento de Caldas.
Allí, en las estribaciones de la cordillera Occidental, vertiente del río Cauca, se ubicó uno de los 69 resguardos de origen colonial. Fue creado en 1627 por la Corona española a través de su constitución como resguardo y desde entonces, el territorio ancestral de Cañamomo y Lomaprieta ha sido avasallado, recortado y redefinido al vaivén de la codicia minera. Por siglos, el Estado se ha hecho el de la vista gorda ante la entrada de mineros, terratenientes y ganaderos. Al punto de que en un territorio de 4.837 hectáreas se han entregado 44 títulos mineros y se registran más de 130 solicitudes ante la Agencia Nacional de Minería.
El conflicto territorial condujo a que la comunidad interpusiera una tutela para que se le reconocieran sus derechos. El pulso escaló hasta la Corte Constitucional, que en 2016 emitió la sentencia T-530. Una decisión novedosa en Colombia y en el mundo, pues definió la necesidad de respetar derechos colectivos y ordenó armonizar la jurisdicción especial indígena con el sistema de justicia republicano, atendiendo estándares internacionales. En lo que respecta a Cañamomo y Lomaprieta, ratificó su existencia y los linderos que se extienden a 4.837 hectáreas y los empoderó como autoridad ambiental y minera.
Ordena el tribunal al Ministerio del Interior que “durante la realización de consultas previas con las comunidades étnicas asentadas en inmediaciones de los municipios de Riosucio y Supía se asegure de que se respeten los protocolos y procedimientos tradicionales indígenas para la toma de decisiones en las mismas comunidades, sin perjuicio de la necesidad de obtener el consentimiento previo, libre e informado en los casos que ha definido la jurisprudencia constitucional. Así mismo, si luego del proceso de titulación las minas objeto de formalización resultan estar dentro del territorio indígena, el Ministerio deberá garantizar que estos propietarios realicen las respectivas consultas previas ante las autoridades tradicionales correspondientes”.
De ahí surgió la necesidad de atender uno de los asuntos más espinosos en materia de derechos colectivos: la consulta y el consentimiento previos, libres e informados. Un derecho que se desprende del Convenio 169 de la OIT y que por décadas el Estado y los privados han burlado y convertido en un procedimiento de carácter transaccional, que apunta a sacar en limpio enormes negocios apelando a la fragilidad y la necesidad de las comunidades étnicas. Sin embargo, la comunidad de Cañamomo y Lomaprieta asumió el reto que el Estado no ha querido afrontar y viene formulando su propio protocolo de consulta. Un instrumento que abrirá la puerta para que otras comunidades étnicas, resguardos o consejos comunitarios de comunidades negras asuman el derecho a la autodeterminación y la preservación de su integridad cultural y territorial.
“Este ejercicio de autonomía que se expresa en el protocolo de consulta y consentimiento previos, libres e informados es un instrumento que materializa el mandato mayor que tiene el resguardo en torno a la defensa territorial, así como el principio de autonomía y autodeterminación. Abandonamos el concepto de la consulta previa como un procedimiento validador de proyectos externos a las comunidades, para convertirlo en un derecho vinculado al consentimiento. En segunda medida, este protocolo pone en alto el principio del acceso a información real y transparente para que las comunidades puedan tomar decisiones libres e informadas. Tercero, que el protocolo sea vinculante y aplique las decisiones de la Corte Constitucional, como la de la sentencia T-530 de 2016, y les haga frente a los patrones de los abusos de poder por parte del Estado colombiano y de particulares. Es decir, es un mecanismo que pone en diálogo dos formas del derecho, como lo son la jurisdicción indígena y la normatividad estatal, bajo el principio de la interlegalidad”, explicó Francisco Vanegas, abogado que asesoró al resguardo en el proceso de formulación.
Al final, el protocolo de consulta y consentimiento diseñado por la comunidad constituye un gran avance en el proceso de reconocimiento de las formas propias, adecuadas cultural y territorialmente, para que los derechos de las comunidades indígenas no queden al capricho de la interpretación constitucional de los gobiernos de turno, que han tratado de imponer su forma de realizar la consulta. En el caso del Gobierno actual, se ha hecho mediante decretos y directivas presidenciales que no ha sido puestos a consideración de la mesa de concertación indígena. Este protocolo que formula la comunidad de Cañamomo y Lomaprieta tuvo en cuenta el plan de vida y los aspectos de ordenamiento territorial, para proteger así su territorio del frenesí minero, los intereses aguacateros y otros proyectos de despojo que encubren las élites políticas regionales y nacionales.