Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El miércoles 22 de julio de 1981, a partir de las 9:30 de la noche, se realizó en un lugar desconocido de Bogotá la más insólita, peligrosa y prolongada “cita con Pacheco”. Y tal vez la única que ningún televidente podrá ver nunca, simplemente porque no se filmó.
Fueron como siete horas intensas al calor de una botella de whisky, durante las cuales se habló mucho, interminablemente, sin parar, llegando inclusive a la exaltación de los ánimos, al debate, a una franca pelea, pero no de fuerza sino de ideas. Siete largas horas de un extraño reportaje inesperado en el que hubo tiempo hasta para reír, contar cuentos y hacer apuestas, a pesar de esas tres armas grandes, intensamente negras y relucientes (“no las tiene ni el Ejército”, se dijo allí) que apuntaban hacia la mesa larga en que estaban dispuestos cuatro asientos, pero que tuvo solamente tres comensales. Alguien faltó en aquella reunión inusitada que ninguno de los asistentes había concertado.
Ahí, frente a mí, ese hombre que aprendí a querer muchos años atrás, el hombre que los niños adoran, que divierte a los adultos y que ha puesto a cantar a toda Colombia los domingos por la noche; el dueño de esa voz inconfundible porque la hemos escuchado desde siempre: Fernando González Pacheco.
Lo saludé por primera vez en mi vida tres horas antes de la entrevista, cuando lo encontré escurrido dentro de ese carro estrecho (un Zastava, un Fiat o un Simca), en donde apenas si cabía su figura descomunal, imposible de imaginar para quienes nunca lo han visto en tamaño natural sino a través de una pantalla de televisión. Nadie nos presentó en ese momento y tampoco nos dimos la mano, pero cuando se alivió el miedo que me aceleraba el corazón desde el instante mismo en que supe que estaba “invitada” a una rueda de prensa clandestina en un lugar indefinido, me sentí menos sola y desprotegida, como si hubiera encontrado a un viejo amigo en medio del fragor de alguna guerra.
Y a mi lado él. El hombre más buscado de este país, el enemigo número uno de las instituciones, el cerebro de la famosa “toma de la embajada dominicana”, el jefe máximo del Movimiento 19 de Abril, M-19: Jaime Bateman Cayón en persona. Con ese pelo enmarañado como una selva tropical, la misma nariz desmesurada sobre el bigote negro, pero mucho más delgado que en la última fotografía que apareció en la prensa (por su estadía “en el monte”, nos explicó). Vestía un pantalón de paño café y una camisa caqui con las mangas recogidas en el codo y no se puso nada más encima hasta el otro día, aunque se quejó de frío en varias ocasiones después de la medianoche.
Fue el último en llegar. Una agitación repentina interrumpió el murmullo de voces prudentes en la habitación de paredes desnudas en donde permanecíamos desde hacía dos horas y pareció esfumarse la voz del locutor que minutos antes narraba el partido entre Santa Fe y Millonarios. Por la escalera en penumbra se oyeron pasos de animal grande y silencioso. Cuando salí del baño lo encontré allí, tirado cuan largo es en el asiento al lado de Pacheco. Me saludó y antes de que yo alcanzara a salir del asombro y por una razón que ni siquiera alcanzo a recordar ahora, soltó una tremenda carcajada que estalló como una gran insolencia en medio de aquel ambiente salpicado de temores y amenazas. Tiene una risa fácil, casi permanente, que no desaparece de sus labios ni siquiera cuando está profiriendo amenazas tan terribles como la de impedir las próximas elecciones si no se otorga una amnistía general e incondicional que le permita ser candidato a la Presidencia de la República.
Ya no se volvió a levantar nunca del asiento, ni para ir al baño, en toda la noche larga que siguió después, y ahí lo dejé a las cuatro de la mañana, cuando ya no pude más. Se sirvió un whisky y Pacheco aceptó otro (yo había empezado ya el mío), pero no recuerdo que nadie haya propuesto un brindis. Una luz intensa de reflectores que estaban listos en el piso de madera desde que entramos por primera vez a ese recinto de ninguna parte, unos disparos de cámara fotográfica y empezó la más insospechada aventura periodística que Pacheco haya emprendido nunca, él, que se ha metido a torear en un ruedo, que se ha lanzado en paracaídas y ha llegado inclusive a desplomarse a tierra en un helicóptero.
Esta vez, como todas, salió invicto. Solamente entonces supimos por qué estábamos allí, frente a cinco hombres y una joven mujer “armados hasta los dientes” y encapuchados, sentados en la misma mesa con ese costeño indolente y audaz que no parece conocer el miedo de tanto tiempo que lleva conviviendo con él. Explicó que Fernando González sería el portavoz ante el presidente Turbay Ayala y ante el Congreso Nacional de una propuesta de paz basada en tres puntos y que mi papel sería el de único testigo oficial de aquella sesión secreta durante la cual se desarrolló la más espectacular “cita con Pacheco”, de la que además de los recuerdos no queda hoy sino un casete a medias malogrado.
Jaime Bateman habla sin descanso, contesta de inmediato las preguntas sin darle tiempo a la duda o a la reflexión. Habla con las manos, con los brazos y los ojos, clavando su mirada penetrante en la misma dirección a donde lanza una ráfaga violenta de palabras. Y se ríe. Se ríe siempre, se ríe a carcajadas del temor y del peligro que no lo abandonan ni un solo instante de su angustiosa vida de fugitivo. Se ríe de la guerra y del susto que por su culpa se lleva la gente, se ríe del atentado con mortero contra el Palacio de Nariño (“era para estrenar la división de artillería”, nos dijo), pero asegura, sin embargo, que ama la paz, que la desea y cree en ella. Se ríe de todo y de todos, como si ningún obstáculo en el mundo fuera capaz de amedrentarlo, como si se creyera un superhombre inmortal a quien nadie le puede echar mano ni obligar a cambiar el rumbo que se señaló, como si la risa fuera el arma que más le gusta disparar.
Uno puede temerle u odiarlo, uno puede no estar de acuerdo con él en absolutamente nada, pensar que es un loco perdido o simplemente un idealista que, en la lucha por conquistar su quimera, escogió un derrotero equivocado, pero es imposible negar el valor y la honestidad de alguien que se juega la vida cada día y cada noche por un ideal tan noble como la patria. Esto era lo que pensábamos nosotros, sentados a su lado, esa noche del 22 de julio.
Pacheco contó que en la mañana de ese mismo día había estado conversando con doña Nydia de Turbay, quien le había comentado que pese a que le prohibieron volver al departamento de Nariño a continuar sus obras sociales, a ella le gustaría adentrarse en la zona de guerra en aquel rincón del país, para dialogar con las guerrillas. “Pues es lo mismo que nosotros queremos”, contestó Bateman.
Había transcurrido una hora (tal vez más, tal vez menos, porque desde el momento que él entró en escena hasta que nos levantamos para siempre de la mesa no volvimos a mirar el reloj), cuando nos trajeron la comida. El beserol que me habían dado no calmaba el intenso dolor de cabeza, pero el diálogo seguía fluyendo incontenible, a veces matizado por intervenciones de los encapuchados que portaban esas dos obsesivas Magnum automáticas que ellos llamaban cariñosamente “las panteras” y esa ametralladora a cuya presencia nunca pudimos acostumbrarnos a pesar de que ellos, los jóvenes guerrilleros sin rostro que nos acompañaron siempre, habían explicado al comienzo que el operativo sin nombre ni apellido en que nos vimos envueltos tenía tres niveles de seguridad, que tenían controlada la zona y que, en todo caso, ellos se harían matar para garantizar nuestras vidas.
Un trago de Johnny Walker y luego otro, con agua para nosotros (a la americana) y para Bateman puro y sin hielo, puesto que los demás presentes no bebieron. Y los ánimos se fueron exaltando y empezaron a venir las palabrotas y luego se firmó aquel documento solemne en una hoja diminuta, aquel pacto entre los dos hombres: fue una apuesta de doce botellas de Chivas Regal “a que mañana Pacheco sale en primera plana de todos los periódicos”. Ganó el guerrillero.
Nos fuimos a acostar cuando el reloj marcaba la cuarta hora del jueves 23, porque ya el cuerpo y la cabeza no aguantaban más. Pero Bateman les informó a los encapuchados: “Yo no duermo” (e indicó que podían acostarse todos excepto uno para la guardia). Dijo que no dormía como si eso fuera tan normal como el “no fumo” cuando le ofrecí el primer cigarrillo (aunque no dejó de recordarme el daño que hace el tabaco porque él prefiere morir de bala que de cáncer en un pulmón). ¡Qué se va a hacer, cada uno escoge su vida y también su manera de morir!
Apenas un par de horas de un sueño sobresaltado, como aquellas pesadillas de malos presagios que nos dejan exhaustos e invadidos por una inquietud profunda al despertar. Ahí estaba él todavía y lo vimos por fin en toda su estatura, de pie junto a la cama de Pacheco con un ejemplar de El Espectador en sus manos: “Me debes doce botellas de... ¿cómo se llama ese whisky? ¡Chivas Regal!”. Una hora después había desaparecido.
Siguió un tiempo tedioso escuchando las noticias de radio y los reportes sobre el operativo militar que se había desplegado en toda la ciudad para buscar a Pacheco, esperando con ansiedad la hora en que terminaría por fin aquella aventura temeraria y sintiendo aumentar ese miedo terrible que nos acompañó cada minuto.
Las cuatro de la tarde, cerca de 24 horas después de que ese hombre me formuló la singular “invitación” para abordar un carro, el taxi negro en el que hicimos el largo viaje de regreso (Pacheco y yo abrazados para no ver y que nadie nos viera) se detuvo en una calle del barrio Nicolás de Federmán y entonces, solamente entonces, tuvimos la certeza de poder contar la historia de aquella “cita con Pacheco” que usted, señor lector, jamás verá.