Valeria Charry, una bailarina con síndrome de Down
Su disciplina y amor por la danza se alternan con sus prácticas de gimnasia, sus clases en la Universidad del Rosario y su microempresa Magia, magia.
Pilar Cuartas Rodríguez
Suenan las notas musicales, el salón se abre, la barra está puesta para servir de bastón, se ajusta sus zapatillas de puntas y frente al espejo Valeria Charry sonríe. Lo hace de la misma forma como cuando era una bebé prematura y se miraba en los espejos que sus padres instalaron en las paredes de su cuarto para que se reconociera a sí misma, lo hace de la misma forma como cuando llega a una fiesta y saluda a cada uno de los invitados sin importar si los conoce o si son 100, lo hace de la misma forma como cuando te abraza para darte las gracias.
Con la trusa negra puesta, medias veladas y su cabello rubio recogido, sus ojos verdes parecen aclararse aún más, su mirada se hace más transparente y sólo transmite tranquilidad. Inicia la clase de ballet en la compañía Anna Pavlova y Ana Consuelo Gómez, su directora, le exige a Valeria la misma rigurosidad que a las demás bailarinas a la hora de hacer un arabesque, battemet o gran jeté. La discapacidad cognitiva del síndrome de Down no le impone límites, si se equivoca se corrige y si se le cae el adorno en pleno escenario improvisa hasta recogerlo sin que el auditorio se dé cuenta.
Hoy es una adolescente universitaria, emprendedora y con novio, pero hace 14 años, cuando presentó una audición para saber si la admitían en la academia, era tan sólo una niña de cuatro años motivada por su abuela, que soñaba verla con tutú. Sólo le bastó llevar un par de medias antideslizantes y dejarse llevar por la música para convencer a la actriz, y en ese entonces profesora de ballet, Carolina Ramírez. Con ese “sí”, Valeria tocó la vida de todos a su alrededor y a su papá, Hans Charry; a su mamá, Nancy Serna, y a su profesora Ana Consuelo les enseñó a creer.
Durante el primer ensayo, en el Teatro Colón, Nancy se sentó en la puerta del sitio cuatro horas esperando a que en cualquier momento la llamaran para avisarle que su hija se quería ir. Nunca sucedió y el día del gran espectáculo, la pequeña con síndrome de Down cautivó al público, que llenó con aplausos el recinto cuando se acabó el show, Valeria levantó el telón y sacó su cabeza sólo para lanzar besos.
Desde entonces, los Charry Serna han abierto puertas en jardines infantiles, colegios regulares como el Liceo Boston, donde estudió Valeria, y en escuelas de danza, gimnasia, equitación y vaulting. “Yo les digo a los papás que tienen estos niños: no teman, al contrario, son una bendición de Dios, se goza enseñándoles y quiero que mi hija sirva de ejemplo”, dice Serna.
A la gimnasia llegó a través de la academia Rusalka. Lo primero que aprendió a hacer fue la media luna y ha participado en torneos de Cundinamarca y Boyacá, como la Copa Totto, donde le ganó a la Liga de Bogotá. Su siguiente paso será un mundial de gimnasia. Mientras tanto, alterna sus clases de baile con las que recibe en la Universidad del Rosario, en un programa de preparación para la vida laboral adulta y en el que comparte pupitre con otros jóvenes con distintas discapacidades. Ahí conoció a su primer amor y cogió impulso para seguir trabajando en su microempresa Magia, magia, que se encarga de crear manualidades a partir de troqueles. Primeras comuniones, celebraciones de cumpleaños y grados son decorados por la bailarina.
Al llegar a su casa, Valeria entra a su cuarto inundado de trofeos (como el que recibió por ser la Gimnasta Alegría), barbies y carritos de colección, la misma pasión que comparte con su padre, amante sobre todo de las ambulancias por su profesión de médico. Saca los más de 20 álbumes de fotos que tiene y ve una imagen de su abuela, dice que desde el cielo la mira, toca su rostro sobre el papel y vuelve a sonreír.
Suenan las notas musicales, el salón se abre, la barra está puesta para servir de bastón, se ajusta sus zapatillas de puntas y frente al espejo Valeria Charry sonríe. Lo hace de la misma forma como cuando era una bebé prematura y se miraba en los espejos que sus padres instalaron en las paredes de su cuarto para que se reconociera a sí misma, lo hace de la misma forma como cuando llega a una fiesta y saluda a cada uno de los invitados sin importar si los conoce o si son 100, lo hace de la misma forma como cuando te abraza para darte las gracias.
Con la trusa negra puesta, medias veladas y su cabello rubio recogido, sus ojos verdes parecen aclararse aún más, su mirada se hace más transparente y sólo transmite tranquilidad. Inicia la clase de ballet en la compañía Anna Pavlova y Ana Consuelo Gómez, su directora, le exige a Valeria la misma rigurosidad que a las demás bailarinas a la hora de hacer un arabesque, battemet o gran jeté. La discapacidad cognitiva del síndrome de Down no le impone límites, si se equivoca se corrige y si se le cae el adorno en pleno escenario improvisa hasta recogerlo sin que el auditorio se dé cuenta.
Hoy es una adolescente universitaria, emprendedora y con novio, pero hace 14 años, cuando presentó una audición para saber si la admitían en la academia, era tan sólo una niña de cuatro años motivada por su abuela, que soñaba verla con tutú. Sólo le bastó llevar un par de medias antideslizantes y dejarse llevar por la música para convencer a la actriz, y en ese entonces profesora de ballet, Carolina Ramírez. Con ese “sí”, Valeria tocó la vida de todos a su alrededor y a su papá, Hans Charry; a su mamá, Nancy Serna, y a su profesora Ana Consuelo les enseñó a creer.
Durante el primer ensayo, en el Teatro Colón, Nancy se sentó en la puerta del sitio cuatro horas esperando a que en cualquier momento la llamaran para avisarle que su hija se quería ir. Nunca sucedió y el día del gran espectáculo, la pequeña con síndrome de Down cautivó al público, que llenó con aplausos el recinto cuando se acabó el show, Valeria levantó el telón y sacó su cabeza sólo para lanzar besos.
Desde entonces, los Charry Serna han abierto puertas en jardines infantiles, colegios regulares como el Liceo Boston, donde estudió Valeria, y en escuelas de danza, gimnasia, equitación y vaulting. “Yo les digo a los papás que tienen estos niños: no teman, al contrario, son una bendición de Dios, se goza enseñándoles y quiero que mi hija sirva de ejemplo”, dice Serna.
A la gimnasia llegó a través de la academia Rusalka. Lo primero que aprendió a hacer fue la media luna y ha participado en torneos de Cundinamarca y Boyacá, como la Copa Totto, donde le ganó a la Liga de Bogotá. Su siguiente paso será un mundial de gimnasia. Mientras tanto, alterna sus clases de baile con las que recibe en la Universidad del Rosario, en un programa de preparación para la vida laboral adulta y en el que comparte pupitre con otros jóvenes con distintas discapacidades. Ahí conoció a su primer amor y cogió impulso para seguir trabajando en su microempresa Magia, magia, que se encarga de crear manualidades a partir de troqueles. Primeras comuniones, celebraciones de cumpleaños y grados son decorados por la bailarina.
Al llegar a su casa, Valeria entra a su cuarto inundado de trofeos (como el que recibió por ser la Gimnasta Alegría), barbies y carritos de colección, la misma pasión que comparte con su padre, amante sobre todo de las ambulancias por su profesión de médico. Saca los más de 20 álbumes de fotos que tiene y ve una imagen de su abuela, dice que desde el cielo la mira, toca su rostro sobre el papel y vuelve a sonreír.